Memorias de un niño peronista
5. Un villano de película
Definitivamente, yo había contraído el virus del peronismo contra el que la gente decente y democrática tanto bregaba por inmunizar al país. Pero nadie se daba cuenta, de manera que seguía con mi vida normal, esperando en la terraza la llegada del avión negro. ¡Tenía tanto para contarle a Perón cuando volviera!
Mientras paraba la oreja en el bar y escuchaba a mi vieja y mi tía secretear en el patio, como buen agente secreto disimulaba jugando a la pelota en la vereda, y hojeaba los Intervalo y cuanta revista se me pusiera a tiro.
–Nene, se te van a quemar los ojos de tanto leer –advertía mi tía cuando me veía mirando algún diario.
Mi viejo había recuperado la costumbre de comprar La Prensa, por las tardes el diariero Miguel siempre dejaba su ejemplar de La Razón olvidado en la mesa en que había comido su especial de crudo y queso con su vaso de clarete, y mi tío Rodolfo hacía como que leía el Noticias Gráficas, pero lo suyo era El Tony, el Intervalo y las aventuras del indio Patoruzú.
Había para elegir, pero de a poco empecé a sentirme irresistiblemente atraído por los diarios: a diferencia del Tony y el Intervalo, revelaban los secretos de Perón y era desde donde la gente decente y democrática más se empeñaba en sanear el país. Sólo debían limitarse a mostrar cada día una nueva felonía de Perón y su séquito de ladrones, alcahuetes y demagogos para que todo el mundo escarmentara.
“Felonía” fue otra de las palabras que aprendí en esos meses.
Una felonía era una de esas cosas que acostumbraba a hacer Perón, quien, dicho sea de paso, hacía y decía cosas realmente raras. El diariero Miguel contó que un día Perón dijo que a él no le iría a pasar lo de Yrigoyen. Impostando la voz para imitar la de Perón tal como hasta hacía unos meses salía por la radio, agregó: “Porque me voy a ir un año antes de que me volteen.”
Como forma de evitar un golpe de Estado, hasta a mí, que era un niño, me parecía algo ineficaz, pero Miguel creía ciegamente todo lo que leyera en La Vanguardia.
Los diarios y revistas eran por entonces la principal fuente de información fidedigna de los ciudadanos.
Una tarde, en la primera plana de La Prensa, leí fascinado sobre la vida dispendiosa del General. Era la sentencia del tribunal de honor. Después de acusar a Perón de tener relaciones con una menor, los militares democráticos decían que “era notorio que aparte de los valiosos objetos adquiridos personalmente por el causante –el causante debía ser Perón, por eso de que era la causa de todo–, éste aprovechó su encumbrada situación para beneficiarse con regalos fastuosos, hallados en sus distintas residencias y exhibidos al público de la ciudad de Buenos Aires”.
Y no satisfecho con incendiar las iglesias y quemar la Bandera Nacional, así, en mayúsculas, había suprimido arbitrariamente la libertad, “bien supremo del individuo y de los pueblos, y socavado los fundamentos mismos del ejército introduciendo la política en sus filas”.
No había duda de que la culpa de todo la tenía Perón, por quemar iglesias, espiar a las chicas de la UES, ponerse de novio con el campeón mundial de los mediopesados y aislarnos del mundo. Por su capricho, insistía mi tío Rodolfo, habían sido los uruguayos y no nosotros quienes ganaron el campeonato mundial de 1950 en el Maracaná. Para mi tío era un asunto muy grave, porque nos quitaba roce internacional.
–No estamos a la altura del fútbol europeo –sentenciaba.
Por entonces, yo asistía en silencio a las polémicas domingueras sin preguntarme cómo diablos podía saber mi tío Rodolfo cuál sería la altura del fútbol europeo.
–Pero si en tu puta vida fuiste a un partido de fútbol –protestó mi tío Polo.
Sorprendentemente, mi viejo comía en silencio sin intervenir, a pesar de que, junto al box, criticar la Constitución del 49 y despotricar contra los permisos de importación, el fútbol era una de sus pasiones.
–¿Qué sabés cómo juegan los europeos, eh? –insistía Polo.
–Lo dice Borocotó.
El tío Polo se volvió hacia mi viejo, tratando de compartir su estupor. Finalmente exclamó:
–¡Borocotó es uruguayo!
Debía ser algo jodidísimo, porque mi tío Rodolfo bajó la cabeza, avergonzado.
Mi viejo decidió intervenir.
–Para saber a qué nivel estamos, habría que ir al mundial de Suecia.
–Menos mal que Perón ya no está –exclamó mi tío Rodolfo–. Gracias al almirante Rojas ya no seguiremos aislados del mundo.
Mi tío Polo tiró la servilleta sobre la mesa, se levantó y se fue.
Todos permanecieron en silencio hasta que mi hermana dio un salto en la silla chiquita: se le había escapado un flato. Mi primo empezó a reírse. Yo permanecí serio. Me daba cuenta de que algo ocurría con los grandes. No en vano había entrado a la escuela “antes” y escribía con plumín y tintero involcable.
–¿Qué pasa? ¿Qué pasa? –decía mi tío Rodolfo.
Mi tía y mi vieja también se levantaron de la mesa y fueron tras Polo. Viéndose a solas con mi viejo, mi tío Rodolfo retomó su argumentación.
–Ahora vamos a poder ir a Suecia, como todos los países libres del mundo.
Mi viejo asintió en silencio. O no tenía ganas de hablar o tal vez había adivinado que la actuación argentina en Suecia sería catastrófica. No sólo el seleccionado nacional perdería 6 a 1 contra Checoeslovaquia y quedaría último en el grupo sino que, para mayor escarnio, el campeón sería Brasil, iniciando una seguidilla de triunfos arrolladores.
Para entonces, ya pocos se acordarían de que todo era culpa de Perón, pero faltaba un tiempo para eso y, más allá de las opiniones de Borocotó y Dante Panzeri, la afición argentina era optimista. De hecho, además de conseguir todos los campeonatos sudamericanos en los que a Perón se le había cantado intervenir, mientras estábamos aislados del mundo les habíamos ganado tres a uno a los ingleses y uno a cero a los españoles.
–Gracias a Musimessi –dijo mi tío Rodolfo.
Jorge Elías Musimessi, arquero de Boca y la selección, era conocido como cantante de música litoraleña e intérprete de un éxito casi comparable a El rancho ‘e la Cambicha de Antonio Tormo: el chamamé de Cipriano y Pauloni, Viva Boca.
Mi viejo podría haber objetado que, no obstante las atajadas del arquero cantor, esos triunfos se debían a la calidad del centrojás Eliseo Mouriño o al instinto goleador de Ernesto Grillo, pero los contreras eran capaces de ponerse de acuerdo en cualquier cosa con tal de fingir que Jorge Elías Musimessi era el mayor cantor argentino y que Antonio Tormo nunca había existido ni volvería a existir jamás.
Después del movimiento democrático, el nombre y la voz de Antonio Tormo, “El cantor de las cosas nuestras”, habían desaparecido de la faz de la tierra. Era curioso, porque el único cantor de las cosas nuestras del que yo escuchaba hablar era un tal Teisaire.
Apenas un mes después de la revolución libertadora y democrática, lo había visto en el noticiero de Sucesos Argentinos cuando, aprovechando que habíamos empezado a conectarnos al mundo, el tío Polo nos llevó al cine Taricco a ver El manto sagrado con Victor Mature y Richard Burton. ¡En Cinemascope!
En la triste cinta en blanco y negro del noticiero Sucesos Argentinos un tipo alto y flaco que había sido el vicepresidente de Perón se consideraba obligado a denunciar la conducta del general degradado, que había hecho derramar sangre argentina de obreros, soldados y ciudadanos, para rajarse en el momento más álgido de los acontecimientos y cuando todavía las cosas no estaban decididas.
Eso era una felonía, para que sepan.
–Huyó mientras los trabajadores gritaban y daban ‘la vida por Perón’ –decía el tipo desde la pantalla del cine–. Abandonó al Partido Peronista, que siempre lo acompañó con lealtad y sacrificio. Su conducta es un modelo de hipocresía y simulación.
–Ahora la palabra “asco” tiene nombre y apellido –murmuró a mi lado el tío Polo mientras todos en el cine, peronistas y antiperonistas, insultaban al señor que aparecía en la pantalla.
Pero en momentos en que este “cantor de las cosas nuestras” aparecía en las pantallas de los cines, el otro, el verdadero, había desaparecido de la faz de la tierra por peronista.
Según el diariero Miguel, durante años lo habían acusado de comunista y cuando en radio Belgrano estrenó La limosna, Juan Duarte en persona lo llamó por teléfono para aconsejarle que borrara esa canción de su repertorio porque en la Argentina de Perón y Evita todos eran felices y no había niños mendigos.
–Así paga el diablo –sentenció Miguel.
El diablo debía ser Juan Duarte.
Todo lo que sabía de Juan Duarte era que así se llamaba el cráneo con que el capitán Gandhi se paseaba por los pasillos del Departamento de Policía. Pronto, a medida que las investigaciones de Gandhi avanzaran, todos nos cansaríamos de oír hablar de él.
Se trataba del cuñado y secretario de Perón y era un bueno para nada que se dedicaba a noviar con todas las actrices del cine nacional.
–Ese también repartía entre sus amigos los permisos de importación y se cansaba de meter la mano en la lata –insistía Miguel.
Fíjense que Duarte no sólo amenazaba por teléfono al cantor de las cosas nuestras y repartía más permisos de importación que Jorge Antonio, sino que hasta tenía una cupé Oldsmobile convertible y un mucamo japonés. Y parece que era él quien había mandado incendiar el Jockey Club porque no lo habían aceptado como socio.
Yo miraba fascinado al diariero Miguel gesticular en medio del bar sin dejar de preguntarme qué sería un permiso de importación, pero, de a poco, fui entendiendo que ese Duarte se había hecho millonario usando el nombre de Perón y su puesto como secretario privado.
Fue entonces que Miguel dejó caer la bomba:
–En su caja de hierro había, entre otras cosas, un cuadro sinóptico completo, confeccionado en base a investigaciones de Control de Estado, sobre el negociado de bananas.
Yo no tenía la menor idea de qué podía ser un cuadro sinóptico, un control de estado ni, mucho menos, un negociado de bananas, pero debían ser lo suficientemente malos como para guardarlos en una caja de hierro. Encima, la caja me hizo evocar la triste historia que había leído en el Intervalo sobre un tipo al que obligaban a usar una máscara de hierro.
Seguro que la máscara se la había puesto Juan Duarte, el más villano de los villanos.
“Con razón Perón le cortó la cabeza”, pensé con satisfacción.
*Publicado en Revista Zoom