Memorias de un niño peronista
4. La foto
Probablemente los políticos y militares democráticos compartieran conmigo la sospecha de que los peronistas seguían existiendo. Era preciso vacunarlos cuanto antes, darles una inyección, alguna especie de suero antitetánico, de manera que no pasaba día sin que se divulgaran nuevos latrocinios y perversiones de Perón y su círculo de cómplices.
Nunca antes había escuchado la palabra “latrocinio”, señal de que mi vieja debía tener razón: volvía a hablar por radio la gente culta y capaz, como Augusto Bonardo y Arturo Frondizi.
Pero cuando le pregunté, mi vieja no pudo explicarme qué quería decir “latrocinio”. LO entendí gracias al diariero Miguel, que leía a Juan B. Justo.
–Hay que aleccionar a los argentinos –pedía a los gritos el diariero Miguel– Inmunizarlos contra el totalitarismo.
Para Miguel, Perón nunca más debía volver al país, como Rosas.
Además de ser culpable de que Argentina no ganara el campeonato mundial del 50, para el que era número puesto, Perón también se había peleado con el Papa: no conforme con tirarle piedras a la catedral y expulsar del país a dos obispos, se le había dado la loca de incendiar iglesias.
Como niño peronista era inevitable que imaginara a Perón haciendo personalmente ese tipo de cosas. Con medias hasta las rodillas, por fuera de los pantalones a cuadritos, y con un gorro Pochito en la cabeza, Perón arrojaba contra la fachada de la catedral los cascotes que le iban dando Jorge Antonio y un tal Apold.
Un par de días atrás había alcanzado a escuchar a mi tía y mi vieja cuchicheando sobre el tal Apold. Parece ser que había hecho algo muy feo. ¿Tendría que ver con el campeón de los mediopesados o con los permisos de importación? Por las dudas, paré la oreja.
–Hasta hay una foto –susurró mi vieja.
Mi tía no se pudo contener.
–¡No me digás!
Me acordé de una foto que mi abuela tenía colgada en su pieza. Era una mujer con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho sosteniendo un rosario. Estaba adentro de un cajón.
–Era una santa –decía mi abuela haciéndose cruces cada vez que miraba el retrato de su prima–. Cuando luego de cinco años la desenterraron, su cuerpo seguía incorrupto, inmaculado como el de santa Teresa, hasta oliendo a lavanda.
Del olor de la lavanda no quedaban ni rastros, pero la foto era tan aterradora que mi hermana se echaba a llorar en cuanto yo la amenazaba con llevarla a la pieza de la abuela.
¿Se habría muerto también el tal Apold, como Rosas y la prima de mi abuela?
Me enteré gracias a mi costumbre de hacerme el distraído. Ayudaba a mi tío a limpiar las mesas del bar fingiendo no prestar atención a la cháchara interminable y rumorosa del Mudo, el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati. La monotonía era con frecuencia rota por los gritos destemplados del diariero Miguel al enterarse de cada nueva trapisonda de Perón o, en forma ya más ocasional, por alguna acotación incomprensible de Pablito Serún.
Curiosamente, esta vez era Pablito el que tenía en sus manos el documento gráfico que demostraba la lascivia del Tirano, tomado mediante las malas artes del tal Apold.
Fue entonces que supe quien era Raúl Alejandro Apold: el nipo-nazi-falanjo-peronista de quien Perón se había servido en 1954 para organizar el Primer Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Tenía que distraer la atención popular.
–Los negociados ya no se podían ocultar –decía el diariero Miguel–. La oposición parlamentaria, empezando por don Alfredo Palacios, cuando no estaba en cana, los señalaba con energía y la opinión de las personas de bien se volvía cada vez más severa con el círculo de los parientes, protegidos y cómplices de Perón. ¡Fijense que hasta Américo Ghioldi se había tenido que exilar!
Parece que para distraer la atención y tapar todo, el nipo-nazi había organizado el festival de cine.
Conociéndolo como había empezado a conocerlo, me parecía que Perón no había querido distraer ni ocultar nada. Al revés: quería mostrar. El General era muy propenso a hacer cosas importantes, como hablarle al mundo. Si tenía que reunirlo en Mar del Plata para hablarle, lo reunía.
Y no iba a desperdiciar la oportunidad de conocer a Gina Lollobrigida.
Gina Lollobrigida era la despampanante actriz italiana que, al terminar el festival, Perón llevó a la quinta de Olivos para mostrarle cómo las chicas de la UES jugaban al baloncesto en bombachones negros y de paso sacarle fotos con la cámara de rayos X.
Con la cámara de rayos X Gina Lollobrigida se veía desnuda, tal como Dios la trajo al mundo, pero algo más desarrollada, decían Carlitos y Alberto Culacciati.
Esa era la foto de la que mi tía y mi vieja hablaban en voz baja en el patio y ocultaba celosamente Pablito Serún provocando las iras de Carlitos y Alberto Culaciati, mientras yo y la inmensa mayoría de los argentinos que nunca habíamos visto nada de nailon, nos preguntábamos qué diablos sería una cámara de rayos X.
La culpa era de Perón, por tenernos aislados del mundo. Para conseguir algo de nailon, había que pedírselo a Jorge Antonio o ir a Montevideo y traerlo de contrabando. Y de los rayos X, ni hablar. Lo único X que yo conocía era el Agente X9 del Intervalo. Así de aislados estábamos.
Pero por más esfuerzos que hiciera, Perón no podría aislarnos de las Naciones Unidas, decían los diarios de esa tarde.
–El informe de la Comisión Investigadora número 2 –leyó Miguel– dejó claramente establecido que para las Naciones Unidas los delitos de Perón se encuentran tipificados en la figura penal de genocidio.
Todos escuchaban boquiabiertos, hasta Pablito Serún y Carlitos y Alberto Culacciati que, por un instante, habían dejado de pelear por la foto. Yo tampoco sabía qué podía significar “genocidio”, así que, por un momento, me pregunté, entre el asombro y el horror, si también Perón estaría desnudo en esa foto. Me tranquilicé al comprender que el General tenía que ser invulnerable a los rayos X.
–La persecución política –explicaba en ese momento Miguel–, la prohibición de actividades culturales y la distorsión de la educación racional y científica para impedir el pensamiento humanístico, son genocidio.
Libertad Lamarque, Francisco Petrone, Nini Marshall y un montón de artistas más habían debido irse del país por culpa de Perón, Evita y Raúl Alejandro Apold. Y encima Perón había despachado en un avión a dos obispos católicos.
¡Cómo no se iba a enojar el Papa, si hasta el diariero Miguel estaba indignado!
Como socialista, había que admitir que Miguel era un poco raro. Fíjense que había participado en la procesión del Corpus Christi.
–En el campo religioso –dijo–, también es genocidio la interferencia con las actividades de la Iglesia, por cuanto pudieran contribuir a condenar los actos y fines de la tiranía gobernante.
Yo estaba cada vez más impresionado. Perón ya había superado a Gargantúa y era como Hitler y Mussolini juntos. O todavía más, porque Mussolini, que la tenía cerca, no se había animado a sacarle una foto desnuda a Gina Lollobrígida, espiaba a las chicas de la UES cuando se cambiaban los bombachudos ni organizaba festivales de cine en Mar del Plata para que el pueblo se olvidara de que no había pan y que las papas estaban carísimas.
Si ni siquiera Hitler se había atrevido a ponerse de novio con un negro.
El diariero Miguel era arrebatado por la pasión democrática:
–¡La República Argentina votó a favor de la convención contra el genocidio, pero la dictadura peronista, secundada por un parlamento complaciente y servil, nunca ratificó ese voto!
El Mudo colgó el auricular del teléfono por el que había estado pasando quiniela durante los últimos minutos.
–¿Y es grave eso? –preguntó.
–¡Gravísimo! –contestó Miguel–. Perón va a terminar en Nüremberg.
Por una vez, la voz de la razón y la cordura hablaron por boca de Pablito Serún.
–Cayiate chismoso, qui Nüremberg ni Nüremberg. Pirón istá en Panamá. Mucho dario, mucho dario pero vos no intendés nada.
Miguel volvió a enarbolar el ejemplar de La Razón y se calzó los anteojos de leer:
–“El tirano que abrigó las monstruosas ideas de asesinato en masa de un numeroso grupo de compatriotas y llevó a cabo una intencionada y prolija campaña de perturbación espiritual del país mediante la mentira, la amenaza, la coacción y la venalidad, que quebrantó la dignidad, destruyó la honra de los hombres de bien, anuló los derechos humanos, resquebrajó la economía general y se burló del pueblo, merece ser declarado incurso en el delito de genocidio”.
El Mudo volvía a manifestar su escepticismo.
–¿Quién lo dice?
Miguel ya lo estaba mirando torcido y en cualquier momento lo denunciaría a una comisión investigadora.
–¡Hasta el Tribunal de Honor lo dice!
Parece que para el Tribunal de Honor nada de lo que se hacía en el país podría haber sido hecho sin la orden de Perón.
Miguel se volvió a acomodar los lentes.
–“No se puede suponer que en un régimen de las características del que acaba de caer, funcionario alguno, por encumbrado que fuere, asumiera por su cuenta la iniciativa de ordenar o permitir, sin el consentimiento del presidente de la República, actos criminales de tanta trascendencia”.
–¿Qué actos? –insistió temerariamente el Mudo.
–¿Quemar las iglesias, el Jockey Club y la Casa del Pueblo te parece poco?
Qué quieren qué les diga, hasta a mí eso de andar quemándole la casa al pueblo me parecía medio exagerado.
Para peor, en esos días, el Tribunal de Honor había condenado a Perón por “sembrar el odio en la familia argentina e incitar a la violencia y el crimen, tener fastuosidad en el vivir, y sostener relaciones con una menor”.
Así lo terminó de leer el diariero Miguel, repitiéndolo casi a los gritos para ilustración de mi tío Rodolfo, Pablito Serún, el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati y, muy especialmente, el Mudo, que ahora se las pillaba de librepensador.
Mientras pasaba el trapo rejilla a la mesa que daba a la ventana de Gavilán, ante tan apabullantes argumentaciones, no se me ocurrió otra cosa que murmurar “Perón, Perón, tenés razón”.
Se ve que tampoco yo tenía remedio, si lo único que quería era ver la foto de Gina Lollobrígida.