Memorias de un niño peronista
2. El novio del General
Estaba seguro de que Perón no sólo llegaría piloteando personalmente el avión negro sino que aterrizaría en la terraza de la casa de mi tía, espantando a los conejos que se criaban entre viejos cascos de lavarropas, guardabarros de automóviles y los canastos de alambre de botellas de vino que mi tío Rodolfo acumulaba con afán de coleccionista de objetos de arte.
Mi tío también coleccionaba linyeras, como Pablito Serún, el borracho húngaro o romano que había quedado loco en la guerra.
Lo más raro de todo era que para aterrizar en la terraza, además de esquivar a Pablito Serún y provocar una estampida de conejos, el avión tenía que ser muy chiquito, más o menos del tamaño del carrito con rulemanes con que a veces trataba de rodar por la demasiado suave pendiente de Carranza.
No me pregunten cómo haría el General para salir de adentro de un avión negro tan minúsculo. Porque Perón era un gigante y cuanto más lo veía repartiendo juguetes a los niños peronistas desde la caja de madera del rastrojero, más y más alto me parecía.
Perón tenía esas rarezas, como crecer a la vista de todos, usar cien pares de zapatos, andar en veinte motonetas al mismo tiempo, repartir juguetes sin ton ni son o volver a la patria piloteando un avión negro chiquito así, sin que se le arrugara la ropa.
Ahora puede parecer que uno era un niño muy fantasioso, pero yo no hacía más que reproducir en mi imaginación lo que escuchaba todo el día, primero susurrado a media voz para que no oyeran los peronistas del conventillo, después secreteado por mi vieja y mi tía mientras tomaban mate en el patio y finalmente en el Leoplan, la Vea y Lea y hasta los titulares del diario La Prensa.
La Prensa había retornado a manos de sus legítimos dueños y volvía a ser el faro de libertad que siempre había sido, decía mi viejo mientras seguía despotricando contra los permisos de importación y la Constitución del 49.
El Tony y el Intervalo, en cambio, nunca decían nada de Perón. Ahí los superhéroes eran el Agente secreto X-9, Mandrake, Buz Sawyer.
Digan lo que quieran, pero Buz Sawyer, su amigo Rosco Sweeny, el Barón Loco o la excitante Diana Chase, no tenían nada que hacer al lado de Perón, Jorge Antonio, Fanny Navarro, Juan Duarte o Román Alfredo Subiza, cuyas hazañas llegaban hasta mis oídos de niño, colmándolos de asombro. ¿Qué clase de villano podía ser mister Sparrow comparado con el capitán Ghandi? ¿Ustedes se piensan que Sparrow se iba a pasear por el Departamento de Policía de Los Ángeles con el cráneo del cuñado de Buz Sawyer metido adentro de una bolsa de arpillera?
Mister Sparrow jamás se habría animado a hacer lo que en esos mismos momentos hacía muy suelto de cuerpo el capitán Gandhi percudiendo la percepción de la realidad de todos los niños argentinos, peronistas y no peronistas.
Pero no era sólo el capitán Gandhi; mi tía y mi vieja también aportaban lo suyo, secreteando en el patio.
No puedo saber si siempre hablaban entre sí en susurros o sólo cuando yo andaba cerca, hojeando el Intervalo sentado en uno de los peldaños de la escalera, después de esperar durante horas la llegada del avión negro.
Yo debía ser el famoso moro en la costa del que oiría hablar tiempo después, pero por el momento me limitaba a hacer como que leía y fingir que no escuchaba a mi vieja susurrar:
–Parece que también con el negro ese.
Mi tía no pudo ahogar una exclamación.
–¡Pero vos viste que pedazo de hombre es! ¿Cómo harán...?
Mi vieja se estremeció.
–¡No quiero ni pensarlo! Pero se quedó varias veces a dormir en la residencia presidencial. La primera vez, en tiempos de la Eva.
–¡Pero ese hombre es incapaz de respetar nada!
–Mandó quemar las iglesias, así que imaginate si va a respetar algo.
Fue recién entonces que comprendí que hablaban de Perón. Él era quien había quemado las iglesias, la Casa del Pueblo, la sede Radical, el Jockey Club y hasta una bandera argentina para echarle la culpa a los curas, y entregado el petróleo a los norteamericanos y hasta había sido condenado por traición a la patria por un juez de la Nación, insistía el diariero Miguel, que era socialista.
Perón era, sin duda, un hombre extraordinario, fuera de lo normal, algo así como el Gargantúa del que a veces me contaba mi viejo cuando no estaba leyendo el Mitología Clásica Ilustrada o despotricando contra la Constitución del 49, un gigante capaz de los actos más inverosímiles. Recuerden que, aunque en secreto, yo era un niño peronista y estaba dispuesto a creer cualquier cosa que se dijera de Perón.
Algo extraño ocurría con él: todos –gorilas, no gorilas y peronistas– lo creían capaz de cualquier cosa, desde inventar una máquina de rayos equis para fotografiar desnuda a Gina Lollobrígida hasta espiar a las chicas de la UES mientras se cambiaban los bombachudos en el vestuario de Olivos
Pero ¿qué era eso del negro? ¿De qué pedazo de hombre hablaban?
Cuando entendí, peronista y todo, me costó creerlo: ¿era posible que Perón se encamara con el campeón mundial de los medio pesados, un negro de casi dos metros de altura?
Mi tía y mi vieja lo secreteaban de lo más serias y hasta en el bar de mi tío Rodolfo los hombres hablaban del tema. Nadie parecía creerlo seriamente, pero tampoco nadie se animaba a desmentirlo. Todos, desde mi tío Rodolfo, el Mudo y el Pelado hasta Pablito Serún y Carlitos y Alberto Culacciati, pasando por el diariero Miguel, parecían creer a Perón perfectamente capaz de eso. Y más.
¿Por qué no iba a creerlo yo también, entonces?
Debo reconocer que cuando vi en la tapa del Gráfico una foto del gigantesco negro quedé muy impresionado. Al menos comprendí por qué, con una mezcla de horror y fascinación, mi tía se preguntara “¿Cómo harán...?”
El negro se llamaba Archie Moore y llevaba más de 180 peleas ganadas, 125 de ellas por knock out. Pero además de por su impecable estilo y la contundencia de su pegada, era también famoso por su generosidad con los negros pobres de su país y del mundo. Con razón era el preferido de Evita, que se había encaprichado con él y lo invitaba a dormir en la residencia presidencial.
Sin embargo, nadie decía que Evita se encamara con el campeón mundial. El que lo hacía era Perón.
Parece que eso empezó a pasar la segunda vez que vino, cuando Evita ya había muerto y Perón todavía no había empezado a consolarse con las adolescentes que le presentaba Jorge Antonio.
Una tarde, mi vieja bajó la voz mientras pasábamos por la puerta de un lujoso chalet en un barrio de Buenos Aires lleno de árboles y enormes caserones.
–Acá le traía las chicas Jorge Antonio –susurró mi vieja.
Mi tía echó una rápida mirada de reojo en dirección a la casa y apuró el paso.
–¿Y la Eva no decía nada? Porque mirá que era brava...
–Fue después de lo del cáncer. El que te jedi no le podía aguantar el olor.
El que te jedi era Perón, claro.
–Desalmado –murmuró mi tía.
–Una por día le traía Jorge Antonio.
Jorge Antonio era el de los permisos de importación. Por entonces estaba preso en la cárcel de Ushuaia. La habían abierto especialmente para él.
Lo de los permisos de importación debía ser un asunto muy grave.
–¿Pero no era que se había empezado a acostar con el negro?
–También –dijo mi vieja.
Mi tía se apantalló, súbitamente acalorada.
–¡Qué barbaridad!
Perón se había empezado a encamar con Archie Moore recién después de que el campeón viniera por segunda vez. Había estado antes, cuando vivía Evita, para hacer siete peleas en una de las cuales, no bien empezó el primer round, durmió de un cazote a Alberto Lovell, campeón argentino y sudamericano de los pesos pesados.
La segunda vez, entretenido con Perón, apenas si hizo dos peleas. En la primera le ganó a Rinaldi Ansaloni por knock out en el cuarto round. En la segunda, mandó varias veces a la lona al uruguayo Dogomar Martínez, pero sin poder noquearlo. Es que había que bancarse a Perón en la catrera.
Un día le pregunté a mi viejo, que había sido boxeador, recibía todas las semanas Mundo Deportivo, era admirador de Eduardo Lausse y Cirilo Gil y odiaba a Gatica, por fanfarrón, comebollos y peronista.
Mi viejo seguía haciendo anotaciones en una vieja publicación de la Universidad de Buenos Aires. “Conozcamos Nuestra Constitución”. Año del Libertador General San Martín.
–Papá ¿quién es Archie Moore?
Mi viejo hizo unos garabatos y sin levantar la vista de la Constitución del 49 contestó.
–Un gran boxeador. Campeón mundial de los medio pesados.
–¿Un medio pesado es menos que un pesado?
–Claro.
–¿Y es verdad que era el novio de Perón?
Recién entonces me miró durante unos segundos, sin decir palabra. Creo que estaba sorprendido. Finalmente volvió al folleto y leyó:
–En el artículo 38, donde decía “La propiedad es inviolable y ningún habitante de la confederación puede ser privado de ella sino en virtud de sentencia fundada en ley”, dice ahora: “La propiedad privada tiene una función social y en consecuencia estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común”.
Volvió a mirarme.
–Cualquier atentado contra la propiedad es un atentado contra la libertad.
Lo interpreté como un sí.
*Publicado en Revista Zoom