Memorias de un niño peronista
Gracias a Evita
Cuando no hojeaba el último Intervalo sentado en la escalera fingiendo no escuchar lo que mi tía y mi vieja secreteaban en el patio, me pasaba las tardes en la terraza tratando de divisar el avión negro que en cualquier momento traería a Perón de regreso a la patria, al poder o a donde se le cantaran los cataplines, que para eso era Perón. Lo importante era que yo me encontrara con él antes que nadie: tenía un montón de novedades del barrio para contarle.
Ya hacía meses que había decidido hacerme agente secreto peronista. No me pregunten por qué, pero fue después de descubrir que, sin darme cuenta, desde hacía mucho más tiempo había sido afectado por el virus infeccioso que transmitía el flamante Tirano Prófugo.
Eso había ocurrido antes, en otro barrio, en Villa del Parque, donde vivíamos hasta que los nervios de mi vieja no dieron para más. Imagínense: nuestra casa estaba pegada a un largo y populoso conventillo lleno de peronistas.
Por algún motivo mi vieja estaba siempre pendiente de que no supieran qué era lo que pensábamos.
Yo no sabía muy bien qué pensábamos, inquietante circunstancia que por primera vez debe haberme hecho sospechar si yo también no sería un poquito peronista..
En las últimas dos piezas del conventillo, junto a una cocina y uno de los baños, vivía un chico que iba conmigo a la escuela de la vuelta. No me acuerdo cómo se llamaba. Pongámosle Pocho.
Por entonces el mundo estaba lleno de Pochos, Juan Domingos y María Evas. Después no.
Íbamos al mismo grado, pero Pocho era más grande que yo, probablemente apenas unos meses, pero a esa edad las diferencias son muy evidentes. Pasaba que yo había entrado a la escuela “antes”. Eso decía mi vieja, pues debería haber ingresado un año más tarde.
¿Cómo había hecho mi familia para conseguir semejante excepción?
Yo estaba secretamente convencido de que había sido por medio de Evita. Mi vieja debía haberle escrito una cartita explicándole que yo era muy inteligente, que sabía leer y escribir y todo eso.
El que me enseñó a escribir fue mi abuelo, que según mi vieja era socialista de Palacios y hablaba al revés.
“Me se paró el reloj”, decía mi abuelo.
“Me se perdió la bolita lechera”, escribía yo.
Pero fíjense que ya en primero inferior yo sabía escribir con plumín, infernal artefacto que tiraba más tinta que un calamar y de cuya existencia mi hermana no tenía la más remota idea.
Que mi hermana mirara al plumín con respeto y de lejos, sin atreverse a tocarlo, me hacía sentir un privilegiado. Y ya lo decía el libro de lectura: “Los únicos privilegiados son los niños”.
El libro de lectura en ningún momento decía nada de las niñas, así que mi hermana se tenía bien merecido tener que esperar todavía unos años para saber lo que era escribir con plumín, y ni qué hablar de la pluma cucharita.
Desde luego, ni aun de haberlo querido Evita hubiera podido tener algo que ver con mi prematuro ingreso a primero inferior: para ese momento ya había muerto. Pero los niños no suelen tener una idea muy precisa del tiempo, de manera que yo estaba muy agradecido a Evita por haberme dado mi plumín de acero con portaplumas de madera y tintero involcable.
Por lo que recuerdo, tan sólo una vez le pregunté a mi vieja qué le había escrito a Evita para convencerla de que me dejara entrar a la escuela “antes”. Estuvo llorando toda la tarde y cuando mi viejo llegó del trabajo, armó un escándalo. Teníamos que mudarnos inmediatamente de ahí, de al lado de ese conventillo lleno de peronistas y lejos de la mala influencia de mi abuelo.
No volví a mencionar el tema, pero cuando Pocho me preguntó cómo era que estaba en el mismo grado que él siendo más chiquito ¿qué podía decirle, sino la verdad?
Que yo hubiera entrado a la escuela gracias a Evita me granjeó el respeto, la admiración y hasta la amistad de Pocho, que no se daba con nadie de la cuadra y era amigo sólo de los chicos del conventillo.
Con Pocho una vez salimos caminando para el lado de la plaza, pero no llegamos más allá de Joaquín V. González.
A la plaza iba con mi abuelo, pero no a los juegos sino a la feria. Mi abuelo hacía la cola para comprar papas. No había papas, ni había pan, ni había un montón de cosas, secreteaban mi vieja y mi tía en el patio y poco después de la huida del Tirano Prófugo dirían todos en la radio, porque Perón y Jorge Antonio se habían robado toda la plata con los permisos de importación.
Yo no podía imaginar qué podría ser un permiso de importación, pero lo sospechaba algo terrible, porque por su culpa no había pan y las papas estaban carísimas.
Pan, lo que se dice haber, había. Con manteca y azúcar para el mate o con dulce para el café con leche. Pero no había, eso decían mi vieja y mi tía, en voz baja, para que no se enteraran los peronistas.
No sé por qué no había nunca pan en el mundo, pero siempre había en mi casa. Tal vez porque yo era un niño peronista y a los niños peronistas nunca le faltaba el pan con manteca, o porque el resto de mi familia era gorila –menos mi abuelo, que según mi vieja era socialista de Palacios–, y a los que no les faltaba el pan con manteca era a los gorilas, o porque mi abuelo iba temprano a hacer la cola a la panadería. El caso era que mientras mi vieja protestaba porque no había pan, mi viejo iba hundiendo pancitos en la olla para probar el gusto del tuco.
Pero lo que más loca volvía a mi vieja era el asunto de las papas.
–¡Aumentaron de precio y Perón dice que están más baratas! –chillaba mi vieja, ante la distraída indiferencia de mi viejo, concentrado en la lectura de un artículo de La Nación o escribiendo facturas con copias al carbónico en la Lettera 22 que tenía en casa para adelantar trabajo los fines de semana.
–¿De qué trabaja tu papá? –me preguntó un día la señorita Laura, mi maestra de primero superior.
Quedé mirándola, sin responder. ¿Cómo podía saber yo de qué trabajaba mi viejo?
–¿Qué hace? –creyó precisar la señorita Laura.
Ahí me di cuenta.
–¡Facturas! –respondí exultante.
–¡Qué rico! –exclamó la señorita Laura–. A ver cuándo traes algunas para convidar.
Era decepcionante. Si mi viejo hubiera sido un padre peronista como el General mandaba, yo habría podido llevarle a la señorita Laura una docena de medialunas. Pero ¿qué podía llevarle el hijo de un padre gorila que hacía facturas en una Lettera 22? ¿Unas hojas con copia al carbónico para comer con el mate? La señorita Laura iba a pensar que la estaba cargando y capaz me mandaba castigado a la dirección.
Por entonces, todavía no sabía que también el director, la señorita Laura y hasta la portera de la escuela leían Clarín y La Nación y murmuraban que Perón era un totalitario que había expropiado La Prensa, cerrado La Vanguardia y metido preso a Balbín para poder decir que el kilo de papas había bajado de precio. Y todos los de la cuadra, menos los del conventillo y mi abuelo, pronto hablarían de las joyas, los vestidos y las bombachas de Evita y dirían que Perón tenía diez autos, sesenta motonetas y cien pares de zapatos.
Estaban en exhibición en la residencia presidencial.
Era impresionante. ¿Qué podía hacer Perón con tantos zapatos? ¿Cuántos pies tenía?
Perón debía ser como uno de esos dioses raros que me la pasaba mirando en la Mitología Clásica Ilustrada. Con un tipo capaz de usar cien pares de zapatos, ¿cómo no iba a hacerse peronista uno, que encima había usado plumín a los cinco años gracias a Evita?
Una tarde, según se entienda, aciaga, salimos con Pocho hacia la derecha, como yendo hacia la plaza. Nos dirigíamos en realidad hacia una casa de la vereda de enfrente, la única de la cuadra que tenía televisor. Si había suerte y las celosías y los postigos estaban abiertos, podíamos ver un rato el Cisco Kid. Pero esa tarde hacía frío y los vecinos habían cerrado las ventanas, de manera que caminamos un poco más. Fue al llegar a la esquina de Joaquín V. González que miré hacia la derecha y lo vi.
Les juro que lo vi. Estoy seguro: lo vi enfrente del club. Porque a media cuadra había un club, pequeño, de barrio, con una pista de basket, que servía a la vez para baby fútbol y patinaje artístico, un buffet, una cancha de bochas y gracias.
Es raro, porque lo vi en ese momento, pero lo que veía, si acaso alguna vez ocurrió, tenía que haber sucedido unos meses antes. Estoy seguro. Y estuve tan seguro entonces...
Ahí, a mitad de cuadra, en la vereda del club, sobre un escenario que por momentos parecía un escenario y en otros la caja de madera de un rastrojero, inclinado hacia un grupo de niños que alzaban los brazos en su dirección, el general Perón regalaba juguetes.
–Perón es un hombre muy bueno –dije.
Pocho me miró raro. Su familia debía sospechar que nosotros pensábamos lo que pensábamos, fuera eso lo que fuese. Pero ¿cómo? Si cuando criticaba a Perón o a “la Eva”, mi vieja siempre hablaba en susurros. ¿Cómo alguien habría podido escucharla, saber que pensaba lo que pensaba? ¿Leían el pensamiento los peronistas?
–¿En tu familia no son contreras? –preguntó Pocho.
Dije que no ¿qué otra cosa? ¿O se piensan que me iba a quedar sin amigos?
Además, a cada momento estaba más y más seguro de haber visto a Perón repartiendo juguetes a los niños peronistas del barrio desde la caja de un rastrojero. Curiosamente, por más esfuerzos que hiciera la escena se desarrollaba en absoluto silencio y yo seguía sin poder identificar a nadie en el grupo de niños peronistas, ni siquiera a Pocho.
–Mi mamá es amiga de Evita –expliqué–. Ella en persona me dio el plumín y el tintero involcable. Y un beso acá.
Pocho permaneció unos segundos mirando mi mejilla con admiración.
Fue el principio del fin. Como lo oyen. Un par de días después, de la unidad básica del barrio fueron a ver a mi vieja para designarla jefa de manzana.
Mi vieja estuvo llorando hasta que mi viejo llegó del trabajo. A la mañana siguiente mi vieja, mi hermana y yo nos mudábamos a la casa de mi tía.
Mi viejo permaneció en casa, haciendo facturas, leyendo La Nación y despotricando contra Perón y la Constitución de 1949.