Memorias de un niño peronista
3. Aislados del mundo
Mi tío Rodolfo estaba indignado. Perón nos aisló del mundo, insistía ante la sonrisa irónica de mi tío Polo y el fastidio de mi viejo, para quien la Constitución de 1949 era un liberticidio lo suficientemente grave como para no inventarle más delitos a Perón. Cualquier otro reproche distraería la atención de lo importante. Con lo de la Constitución, el IAPI y los permisos de importación era más que suficiente. Y ni qué hablar de la suma del poder público: “¡Es traición a la patria!”, broncaba mi viejo.
En cuanto a mi tío Polo, “Vos sabés que Polo es peronista”, había susurrado mi tía en el patio. Mi vieja no se santiguó porque había sido bautizada recién a los 19 años, para casarse, pero le faltó poco.
La omisión de tan importante sacramento era en parte debida a que era la menor de un montón de hermanos, huérfanos tempranamente, que se habían criado a sí mismos a la bartola. Todos varones –la única otra mujer era mi tía, apenas dos años mayor que mi vieja–, no tenían tiempo de catequizar a la hermanita menor. Además, y esto no era asunto sin importancia, mi tío Aníbal, el mayor de los hermanos de mi vieja, era espiritista. De la Escuela Científica Basilio.
Debía ser algo tan malo como ser peronista, porque mi vieja y mi tía también bajaban la voz para decir “Basilio”.
Pero no crean que mi tío Rodolfo tenía una idea muy precisa de lo que era el mundo, y sospecho que tampoco tenía la menor idea de qué podía significar “aislado”, pero ese era el tema de conversación del Pelado, el Mudo y Carlitos y Alberto Culacciati, en base al invalorable aporte del diariero Miguel, que era socialista de Palacios, igual que mi abuelo, pero distinto. O debía tratarse de otro Palacios, porque al ver pasar alguna escuadrilla de aviones a chorro, Miguel no los saludaba gritando “¡Viva Perón!”, como me había enseñado a hacer mi abuelo.
–Don Remigio –lo increpó mi vieja–, le tengo dicho que no le enseñe esas cosas a los chicos, que después van y las repiten por ahí.
–Me se olvidó –replicaba mi abuelo con su angelical sonrisa.
“Tu suegro también es peronista”, había susurrado una tarde mi tía.
“Don Remigio es socialista de Palacios”, la cortó mi vieja. “Lo que pasa es que no entiende porque es gallego”.
A diferencia del de mi abuelo, el Palacios del diariero Miguel era otro que decía que Perón nos había aislado del mundo. Pero no se quedaba conforme con eso: ese año era embajador en Montevideo y acababa de presentar un proyecto para prohibir los partidos de fútbol. Como lo oyen. Desde que las hinchadas de Argentina y Uruguay se habían agarrado a las trompadas en el estadio Centenario, como quien dice, en la jeta misma del embajador, Palacios había decidido que el fútbol era nocivo para la hermandad internacional y sudamericana.
“Y tiene razón!”, decía a los gritos el diariero Miguel mientras comía su especial de crudo y queso con el consabido vaso de clarete.
El clarete era un vino tinto al que mi tío Rodolfo le agregaba agua, pero todos le decían “clarete”.
Cuando en el Pacto de Potsdam los imperialismos soviético, inglés y norteamericano decidieron que la sede del campeonato mundial de fútbol en 1950 fuera Brasil y no Argentina, a Perón se le subió la mostaza, retiró la selección argentina de los campeonatos mundiales y rompió relaciones con el gobierno de Brasil, encabezado por Gaspar Dutra.
Perón había tenido razón en enojarse, insistían los peronistas: la selección argentina había ganado todos los campeonatos sudamericanos desde 1930. Su desplazamiento sólo podía deberse al resentimiento de los imperialismos que querían repartirse el mundo.
Ocurrió que del campeonato de 1950 tampoco había participado el seleccionado de la India. A los imperialismos les parecía antiestético que los futbolistas indios jugaran descalzos y, en sintonía con Perón, el Pandit Jawaharlal Nehru había decidido retirar a su país del torneo mundial.
A diferencia de Perón, el Pandit Nehru no rompió relaciones con el gobierno de Gaspar Dutra, pero daba igual: para el diariero Miguel era una prueba irrefutable de que tanto Perón como Nehru eran nazis.
Las desquiciadas ideas del diariero Miguel no llegaban en forma directa a la mesa familiar de los domingos; lo hacían a través de mi tío Rodolfo, alterando a mi viejo, que no sólo odiaba que se criticara a Perón por cualquier cosa, siendo que su crimen era el de traición a la patria, sino que admiraba profundamente al Pandit Nehru y a su maestro, el Mahatma Gandhi.
El Mahatma Gandhi no tenía nada que ver con el Capitán Gandhi que en ese momento recorría los pasillos del Departamento de Policía como si fuera el fantasma de la Ópera aterrorizando a las estrellas del cine nacional con el cráneo putrefacto de Juan Duarte.
Cuando los gritos entre mi viejo y mi tío Rodolfo cesaban un instante, mi tío Polo se limitaba lacónicamente a murmurar “Perón, Perón, tenés razón”.
Además de sobresaltar a mi viejo, violentado en su sentido de la racionalidad más elemental, se trataba de una afirmación ciertamente peligrosa: todos los peronistas estaban en cana y la cárcel de Ushuaia había sido reabierta por la Marina de Guerra tan sólo para meter preso a Jorge Antonio, el de los permisos de importación.
Los permisos de importación eran una nueva prueba de que Perón nos había aislado del mundo: uno no podía importar libremente lo que se le cantara; había que pedir permiso.
Los permisos los daba Perón, en persona, decía el diariero Miguel. Y los recibía Jorge Antonio, que se llenaba los bolsillos de guita.
–Se la reparten con Perón –insistía mi tío Rodolfo –¿o de dónde creen que sacó todos esos autos y motocicletas? ¡Son coimas! ¡Coimas!
Mi tío Rodolfo hablaba de las riquezas acumuladas por Perón y Eva Perón que en ese momento, por orden de Lonardi, eran exhibidas con gran despliegue en el Palacio Unzué. Ya saben, las joyas, los sombreros y los vestidos de Eva, y los autos, las motocicletas y los cien pares de zapatos de Perón.
El Palacio Unzué había sido la casa donde Perón vivió siendo presidente. En ese tiempo no se usaba que el presidente viviera en Olivos, fuera de la capital. Como su nombre lo indica, la quinta de Olivos era la casa de fin de semana de los presidentes, aunque después de la muerte de Eva fue preparada como campo de deportes de la rama femenina de la UES.
A Perón le gustaba espiar a las chicas estudiantes cuando se cambiaban en el vestuario, comentaban en tono cómplice el Mudo, el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati, eternamente acodados en el mostrador del bar de mi tío.
Una tarde, mi hermana, mi primo –que apenas si sabía caminar y andaba de bombachudos, como las chicas de la UES– y yo, arrastrados por mi vieja y mi tía, vestidas de prolijos trajes sastre, salimos en procesión hacia el Palacio Unzué, a ver las joyas de “la Eva”. Había una cola tan larga que llegaba hasta la puerta de avenida Libertador, de manera que mi vieja y mi tía desistieron de su idea, nos tomamos un colectivo y fuimos todos muy contentos a pasear al zoológico.
Aunque lo habían usado anteriormente otros presidentes, el Palacio Unzué parecía haber sido hecho especialmente para un gigante como Perón, a quien me resultaba imposible concebir metido adentro de una casa de tamaño normal.
Recuerdo el palacio, alzándose en la loma en medio de un bosque de árboles, como un castillo habitado por el fabuloso Gargantúa, pero no conservo más que una imagen difusa, como si hubiera estado a medias velado por la bruma. Y nunca más volví a verlo. Ni yo, ni yo ni nadie: pocos meses después fue demolido para no dejar en pie nada que pudiera remotamente evocar a la aciaga década peronista y, mucho menos, a Eva Perón.
En la larga cola había algunos hombres, que debían ser abogados, escribanos o doctores, gente de traje y sombrero orión. Pero la mayoría eran mujeres. Algunas parloteaban entre sí, compartiendo su indignación a los gritos. Otras iban con las sirvientas de uniforme, con delantalcitos blancos, para que vieran a quiénes le habían dado el voto. Pero la enorme mayoría permanecía en silencio o cuchicheaban entre sí, en voz muy baja, como mi vieja y mi tía, asistiendo al acontecimiento con excitado asombro, admiradas del lujo y la fastuosidad de los palacios que habían sabido construir los millonarios del granero del mundo y, a la vez, notoriamente resentidas de que los jerarcas del régimen depuesto hubieran compartido ese estilo de vida.
–Acá murió la Eva –susurró mi vieja apenas llegamos a la puerta de Libertador.
Miré instantáneamente hacia el hermoso edificio y recorrí con la vista la larga cola de mujeres que serpenteaba a lo largo del camino. Algunas permanecían tan serias, silenciosas y reconcentradas que no pude más que preguntarme cuántas de ellas no estarían ahí en secreto homenaje a la memoria de Evita.
Las personas decentes iban a tener que esmerarse mucho para que los peronistas se olvidaran de la Abanderada de los Humildes.
En cuanto a Perón, estaba apenas ahí nomás, a tiro de avión negro, como quien dice. Igual que el ogro que me asustaba desde el troquel central de mi librito de cuentos.
Por lo visto, todavía seguiríamos mucho tiempo aislados del mundo.
*Publicado en Revista Zoom