Las armas de los trabajadores
A la sorpresa y el desconcierto provocado por la súbita reaparición de María Elena en el bar se sumaba la extraña y mucho más sorprendente sensación de encontrarme en vísperas de acontecimientos extraordinarios. Por algún motivo, difícil de comprender, mis manos no paraban de temblar.
Eso no habría significado gran cosa de no haber estado sosteniendo una bandeja, demasiado grande para mí, y casi para cualquiera que no fuese un avezado gastronómico. Y sobre ella, dos vasos llenos hasta el borde –como había empezado a ser costumbre de mi tío–, uno con ginebra y el otro con Cinzano, hielo y limón.
Este nuevo berretín de mi tío Rodolfo provocaba protestas, risas y confusiones.
Pocos días antes, Miguel había observado con disgusto sobre su mesa su vaso colmado de clarete.
–Rodolfo, dame otro vaso, para poder echarle soda.
Mi tío le alcanzó el vaso.
–Son cino.
–¿Cinco qué?
–Cinco mangos –explicó mi tío–. Me debés dos vinos.
–¡Pero si es la misma cantidad!
–¿Y la soda? ¿O ahora te crees que cuando voy al baño cago sifones?
Miguel no atinó a responder y yo quedé convencido de que el tío Rodolfo era un monstruo del espacio. Todavía no me había dado cuenta de que después del allanamiento y la fuga y desaparición de Polo también a él le habían explotado un montón de neuronas.
Paralizado en medio del salón, traté de serenarme y, cuando pude controlar el temblor, seguí caminando hacia la mesa donde María Elena, dándome la espalda, hablaba en susurros, inclinada hacia adelante, entre Friedman y De Santis, quien más que escucharla, la miraba con ojos desorbitados.
Aprovechando mi superpoder, me acerqué para dejar las bebidas, sin ser advertido.
–Velázquez los espera en la casa de Emilio.
Ni Friedman ni De Santis le señalaron mi presencia. Yo era un moro en la costa, pero ellos no se habían dado cuenta, ya saben.
–¡Acabamos de venir de ahí! –protestó De Santis.
–Ya lo sé –dijo María Elena, comprensiva–. Pero cuando Velázquez se enteró de que acá en Buenos Aires hay un hombre que habla con Perón...
La amiga del tío Polo enmudeció, súbitamente. Me había visto en el reflejo de la ventana. Los espejos debían ser para mí como la kryptonita verde para Kal El.
–¿Quién habla con...?
María Elena silenció a Friedman con un gesto.
Apoyé el vaso de ginebra entre Friedman y María Elena, dejando caer varias gotas sobre la mesa. María Elena me miró.
–¿No vas a la escuela vos?
Asentí.
–¿A cuál?
–Escuela 24, distrito escolar 17 –recité, tal como me había enseñado la maestra.
–La Ortiz... –ahí me di cuenta de que María Elena era maestra. Con razón mi superpoder no funcionaba con ella– ¿Y por qué estás trabajando? ¿No sabés que los chicos no tienen que trabajar?
No me trataba como a un niño sino como a un soldado conscripto. Debía ser maestra de cuarto grado. O quinto, pensé, con alguna incongruencia: en quinto y sexto grado enseñaban maestros, como para irnos preparando para la dura vida de los adultos.
Apoyé el vaso de De Santis, ahora derramando el Cinzano. Aunque fuera de cuarto grado, por suerte era maestra y no inspectora de Trabajo. Los inspectores de Trabajo eran capaces de clausurarle el bar a mi tío por tener un menor limpiando las mesas.
–No estoy trabajando, señorita. Cuando me aburro, ayudo a mi tío y de paso me gano unas propinas.
Sequé la mesa con el trapo rejilla.
–Ya le traigo la soda, don –dije, mirando a De Santis. Y salí disparando hacia el mostrador antes de que María Elena me hiciera más preguntas.
A primera vista puede parecer extraño que tratara de escabullirme y evitar que la amiga del tío Polo me siguiera haciendo preguntas cuando el que debía hacerlas era yo, que no tenía la menor idea de quién era Velázquez, ignoraba qué había sido de mi tío en los últimos meses y, más que nada, necesitaba imperiosamente contarle del revólver que había escondido en el cuartito de herramientas, desde hacía un tiempo, residencia de Pablito Serún.
Estaba seguro de que nadie, ni la policía, ni los infantes de Marina, ni los comandos civiles, ni siquiera el capitán Gandhi con todas las comisiones investigadoras juntas se animaría a entrar en el cuartito de herramientas: Pablito se bañaba poco y mal, algún que otro domingo y sólo si mi tío Rodolfo conseguía inmovilizarlo, manguera en mano, en algún rincón de la terraza.
Pablito despedía habitualmente un olor asqueroso, que se volvió todavía peor cuando se le empezó a pudrir el pie. Fue Carlitos Culacciati el primero en darse cuenta, seguramente porque no fumaba y desde que el doctor Rofo recalaba en el bar, había empezado a darse dique y embadurnarse con el agua colonia que sacaba del cajón de la cómoda de su mamá.
–Qué spuzza, Rodolfo –protestaba Carlitos Culacciati cada vez que Pablito pasaba a su lado. También Alberto, el Pelado y el diariero Miguel se quejaban del olor. El Mudo, en cambio, parecía indiferente. Con un Particulares sin filtro permanentemente entre los labios debía ser incapaz de sentir algún olor ni aun nadando en el Riachuelo, mientras el doctor no sólo conservaba una prudente distancia de Pablito sino que también había empezado a llevar el pañuelo perfumado a su rostro con más frecuencia que de costumbre.
–Me van a tener que ayudar –anunció mi tío un lunes. El día anterior, mientras manguereaba a Pablito, había descubierto el origen del hedor–. Pablito está abichado.
Me di cuenta de que nadie había entendido. Yo, menos que nadie. Abrí la libretita, mojé el lápiz y escribí: “vichado”.
Mi tío seguía con sus instrucciones.
–Lo tiramos al suelo y ahí ustedes lo agarran, pero me lo agarran bien, eh.
–¿A quién? –preguntó el Pelado.
–¡A quién va a ser!
El Pelado buscó ayuda con la mirada. No tuvo éxito: todos seguían como fascinados las incomprensibles explicaciones de mi tío. El Mudo hasta había dejado de fumar.
–Y cuando lo tienen bien agarrado, yo lo curo.
Observé que el doctor Rofo retrocedía disimuladamente en dirección a la puerta.
–¿Estamos? –preguntó mi tío. Y sin esperar respuesta se tiró encima de Pablito que, sorprendido, no atinó a defenderse.
– ¡Agarrelón! –gritaba mi tío. Había inmovilizado a Pablito con un golpe de furca, pero el húngaro o rumano ya había empezado a revolverse– ¡Agarrelón, que se me escapa!
En un abrir y cerrar de ojos, Carlitos y Alberto Culacciati sujetaban a Pablito contra el piso.
–Las piernas. Gárrenle la piernas.
El Mudo despertó de su ensoñación y rápidamente se sentó sobre una pierna de Pablito.
–Eso –dijo mi tío–. Y vos, Pelado, garrale fuerte la otra.
Y el Pelado se sentó sobre la otra pierna de Pablito.
Los gritos de Pablito habían llamado la atención de la momia de don Manuel. Las terminales nerviosas hicieron contacto, brevemente, con su cerebro y don Manuel levantó dos dedos. Pedía otra ginebra, pero la atención de mi tío estaba concentrada en la media del pie izquierdo de Pablito, adherida a la carne como una segunda piel. Sin vacilar, en medio de los alaridos de Pablito, mi tío la despegó de un violento tirón. Sobre el empeine del pie parecía agitarse una masa movediza y blanquecina.
Ya junto a la puerta de Lascano, el doctor ahogó un grito y salió a la calle.
–Agárrelon fuerte –insistía mi tío.
Había preparado cuidadosamente el instrumental quirúrgico. Lo primero que hizo fue pulverizar el pie de Pablito con insecticida Goodhue y Sullivan.
Nunca creí que alguien podía llegar a gritar tanto. Y gritó todavía más cuando comenzó la operación propiamente dicha y con una ramita de álamo que había juntado en la vereda, mi tío empezó a remover pacientemente y uno a uno los gusanos que se agitaban en el empeine de Pablito. Habían hecho un agujerito que mi tío pronto dejó libre de bichos y llenó de insecticida, redoblando los alaridos del paciente.
Al final, mi tío se incorporó, con alguna dificultad.
–De ahora en adelante, te me bañás todos los domingos, sin falta.
Una manguereada semanal podía evitar que las moscas volvieran a depositar sus larvas en alguna parte del cuerpo de Pablito pero, como medida higiénica resultaba ciertamente ineficaz. En mayor medida si tomamos en cuenta que, cada domingo, mi tío debía correr detrás de Pablito por toda la terraza. Podía mojarlo a gusto sólo cuando el rumano quedaba atrapado entre los canastos de vino, pero eso ocurría muy pocas veces y cuando mi tío ya estaba demasiado agotado como para hacer un trabajo a fondo.
Se darán cuenta, entonces, de que el cuarto de las herramientas, impregnado del habitual hedor de Pablito, era el mejor lugar que podía haber elegido para esconder el revólver de Polo. Ni el almirante Rojas se animaría a entrar ahí.
Cuando volví con la soda a la mesa de De Santis, María Elena susurraba:
–Los militares se negaron a entregarnos las armas que había comprado Evita... y después de traicionar a Perón, ahora quieren usarnos para volver al gobierno... Usted tiene que decirles...
De Santis miraba incrédulo a la amiga del tío Polo. Friedman y yo estábamos todavía más asombrados: ¿qué podía decirle De Santis a los militares?
María Elena volvió a enmudecer en cuanto dejé la soda en la mesa. Se volvió hacia mí.
–¿Ya hiciste los deberes?
–Sí, señorita –mentí automáticamente.
Estaba pensando en otra cosa: ya que Emilio no me daría bolilla si golpeaba la puerta de su casa, María Elena era la persona ideal para devolverle el revolver al tío Polo.
–Ya vengo –dije.
Corrí hacia la terraza. No bien abrí la rústica puertita que el tío Rodolfo había colocado al final de la escalera, los conejos asomaron sus trompitas de entre los cajones de cerveza.
Entré al cuartito de herramientas aguantando la respiración y saqué el bolso con el revólver. Tenía que dárselo a María Elena sin perder un instante.
Cuando salí del cuartito, los conejos se congregaron alrededor mío, estorbándome el paso. Siempre llevaba pedacitos de pan en los bolsillos del pantalón. En cuanto subía a la terraza, metía las manos en los bolsillos, sacaba trocitos de pan y, luego de besarlos cuidadosamente, como correspondía, se los arrojaba a los conejos.
Cada vez que subía, los conejos se arremolinaban a mi alrededor. Siempre tenía en los bolsillos algo para repartir. Me sentía Perón.
Un día dejaría la puerta abierta para que bajaran a comerse los suculentos malvones que crecían en el patio.
No imaginaba nada más parecido a entregarles armas.
El ejército se negó a entregar armas a los trabajadores por temor a que se comieran los malvones del patio. Eso ocurrió. Lo había anotado en mi libretita.
Permanecí demasiado tiempo en la terraza pensando en Perón, los conejos y las armas de los trabajadores.
Polo era un trabajador y se había quedado sin su arma. Era para preocuparse. Por suerte, conseguiría devolvérsela.
Bajé las escaleras corriendo, pero cuando llegué al bar, la mesa de De Santis estaba vacía.
Y eso no fue lo peor: en el apuro, al salir de la terraza había olvidado cerrar la puertita de la escalera.
A la noche, varios malvones habían desaparecido. Mi tía gritaba “¡Eheheheh! ¡Ihihihi! ¡Eheheheh! ¡Ihihihi!” en medio del patio.
Y al día siguiente cenamos cazuela de conejo.
Eso me dio mucho en qué pensar.
*Publicado en Revista Zoom