La despolitización, miseria individual del liberalismo
“Yo no voy a hacer cadena nacional todas las tardes así las señoras podrán ver la novela tranquilas…” Mauricio Macri
I) Ingenuidad, indolencia sobre las consecuencias de la elección que llevó a Mauricio Macri a la presidencia; se puede reprochar eso a muchos votantes que han visto sus vidas transformadas desde 2016, por despidos laborales, represiones policiales, recortes en salud o asistencia social, exigencias extenuantes en la jornada de trabajo. Todos recordamos la desconcertada declaración del obrero de Cresta Roja baleado en el bautismo de fuego de la represión macrista: “mis hijos y yo lo votamos porque queríamos un cambio, lo vimos bailar en el balcón de la Casa Rosada, nos pusimos contentos. Así nos paga…”. O el operario de la empresa Ar Zinc o el chapista de Córdoba o el jubilado que escribió una carta a Clarín –que cobraron cierta celebridad-, pero en el mismo sentido tantos otros, cuyas razones para el arrepentimiento evidencian lo poco que han creído que la política iría a incidir en sus vidas cotidianas. Pero hay que suponer, además, la existencia de una enorme cantidad de gente para quienes estos desgraciados cambios carecen de una causa precisa y tal vez tiendan a pensar que han fracasado ellos o que les cambió nomás la suerte o, perplejos, simplemente no atinen a ninguna explicación. De este modo, es posible que anden bamboleándose entre la culpa y la depresión, cuando no disparen hacia una violencia mal encaminada o derrapen en intoxicaciones varias. Se puede reprochar, digo, pero antes conviene concebirlos como síntomas individuales de nuestra época: el sujeto no atina a vislumbrar que más allá de su desempeño vital, de su pequeña vidita, se yergue una enorme y compleja trama de determinaciones políticas que -lo quiera o no- lo condicionan, pero que al mismo tiempo rechaza considerarlas; de modo que imagina que todo dependerá de lo bien o mal que haga las cosas y en esa ilusoria libertad vota por un gobierno con la misma ligereza con la que puede ensartarse con una mala película, pero sin creer –repito- que en eso le puede ir la vida, ya que su existencia individual es apenas una hebra en una entramado que forma una clase social con la que comparte destino. No es este un problema de instrucción intelectual o posición socioeconómica, sino del desamparo que produce la despolitización –enorme triunfo cultural del liberalismo.
II) Voy a tratar de explicarme con un par de ejemplos, quizá muy extremos pero retengamos lo que sirva. El escritor Primo Levi –sobreviviente del genocidio nazi- distinguió dos grandes grupos, dos grandes categorías entre quienes lograron sobrevivir a los campos de concentración. “Pertenecen a la primera categoría los que rehúsan regresar o, incluso, hablar del tema; los que querrían olvidar pero no pueden y viven atormentados por pesadillas, y los que –al contrario- han olvidado todo”. Este es el primer grupo: creen que han ido a parar allí “por desgracia”; para ellos “el sufrimiento ha sido una experiencia traumática pero privada de significado y de enseñanza, como una calamidad o una enfermedad”. De modo que el recuerdo de ese “drama personal” –se podría decir- es algo extraño que se les incrustó en sus vidas incomprensiblemente, algo que tratan de eliminar pero no pueden, algo que tratan de expulsar pero se les viene encima una y otra vez, traumáticamente. Distingue un segundo grupo: “constituido por ex prisioneros políticos o, en todo caso, con preparación política o con una convicción religiosa o una fuerte conciencia moral. Para estos sobrevivientes, recordar es un deber; éstos no quieren olvidar, y sobre todo, no quieren que el mundo olvide, porque han comprendido que su experiencia tenía un sentido y que los campos de concentración no fueron un accidente, un hecho imprevisto de la historia”. Esa experiencia, entonces, la concibieron como el efecto devastador de una cadena histórica, política, social en la que sus pequeñas vidas individuales han sido un eslabón. No fue un cataclismo extraño y ajeno. Eso les dio la oportunidad a estos prisioneros “políticos” –digamos así- de llevar adelante una módica pero eficaz actividad subjetiva que los alejó del mero sufrimiento pasivo, puro objeto de la crueldad nazi. “La experiencia conspiradora en ellos –escribió Levi- demostró ser preciosa y a menudo se llegó, más que a rebeliones abiertas, a actividades de defensa bastante eficientes”. Enumera algunas de ellas: chantajear a los oficiales de las SS., sabotear el trabajo para las industrias de guerra alemanas, organizar evasiones, comunicarse por radio con los aliados, mejorar el tratamiento de los enfermos, tejer lazos de solidaridad y resguardo; en fin: organizar alguna forma de resistencia que no es exagerado calificarla como salvadora. Los integrantes de este grupo, entonces, estaban advertidos, reconocían que existía -más allá de sus concretas y limitadas existencias individuales, de sus pequeñas biografías-, una enorme corriente histórica, política, que los arrojó a los campos de concentración. Ese reconocimiento les permitió producir un saber mínimo pero suficiente para articular una forma de defensa colectiva y, por ende, subjetiva ante la atrocidad. Luego, la convirtieron en causa ética que los perseveró en la vida, luchando por inscribir esa marca en la memoria colectiva.
Los del primer grupo, los “despolitizados” que desconocían la existencia de una trama mayor que teje con los hilos de la historia y de la cultura de un pueblo las vidas personales- quedaron inermes, perplejos; esa sobrevivencia los desfiguró en objetos pasivos de una experiencia traumática que no pudieron ligarla a una trama que les diera sentido, que la hiciera comprensible.
El otro ejemplo. El periodista y militante político de los años setenta, Luis Bruschtein, habla de su exilio y de la desaparición forzada de su padre y tres hermanos. “No hay una zafada psicológica personal a esa historia, porque esa historia es social. Si yo me hubiera recluido, creo que me enloquecía. Si no trataba de entenderlo desde el punto de vista social, político, desde el punto de vista de la historia de este país –y cómo encajaba mi experiencia en esa historia- entonces me quedaba vivirlo sólo como una desgracia personal. Y eso es enloquecedor: crees así que todos los elefantes del mundo te mean a vos solo. La única manera de entender esto, entonces, era ubicarlo en ese contexto mayor, no en el plano individual”.
III) Trazar un arco entre estos genocidios y la actualidad nacional -pasando incluso por la tragedia argentina de 2001-, es provechoso si uno observa el desamparo, el abandono individual y la más completa falta de libertad que acarrea rechazar, no querer saber nada de la dimensión colectiva, histórica, que condiciona la subjetividad, rechazo y desconocimiento que antes llamé despolitización. ¿Por qué integrar la dimensión política al drama personal lo transforma en impulso vital salvador, dándoles a esas existencias una dignidad y una disposición transformadora –incluso un grado de libertad? Entre otras cosas, porque lo saca de una miseria individual incomprensible, ensombrecida de culpa y soledad, donde aquellas determinaciones sociales se absolutizan. Cualquier militancia política destinada a las fuerzas populares, debería tener en cuenta que la despolitización es el dato de inicio más devastador, triunfo de la conciencia neoliberal contemporánea (a la que el canalla prometía consagrarse, velando por la tranquilidad de las señoras que miran la novela). De modo que ya es una modesta conquista política demostrar –con argumentos que deben adaptarse a cada circunstancia, pero que en ningún caso deben culpar ni reprochar- que las suertes y desgracias de nuestras existencias dependen de un orden político mayor, que es completamente ruinoso desconocer, y ayudar a que esa miseria individual se convierta en lucha colectiva.