Con el Jesús en la boca
No me podía sacar de la cabeza la idea de que el tío Polo andaba con putas.
Polo siempre había sido muy propenso a transgredir las más milenarias prohibiciones, como bañarse siempre después de comer –y lo hacía abundantemente–, tanto antes de irse a dormir o como de salir de garufa los sábados a la noche. Es cierto que nunca lo vi comer sandías después de tomar vino en los almuerzos de los domingos, pero eso podía ser una concesión a la sensibilidad de mi vieja y mi tía, que por esos días andaban con el Jesús en la boca.
El Jesús de los espiritistas estaba casado, y no con cualquiera, sino nada menos que con María Magdalena, de manera que mi tía no tenía por qué horrorizarse tanto de que Polo anduviera con putas. Aníbal, el mayor de los hermanos de mi vieja, lo explicó así durante la cena de Navidad del año anterior, cuando todavía gobernaba Perón:
–La hermana Magdalena siguió al Jesús predicador, admiró al Jesús maestro y se enamoró del Jesús hombre, porque ese ser a quien ella admiraba, necesitaba ser escuchado por esa humilde mujer.
Mi abuela asistía boquiabierta a esa sorprendente versión del Evangelio.
–Ella sintió que debía estar a su lado –siguió diciendo el tío Aníbal–. Tenía que acompañarlo, tenía que estar para cuando necesitara cobijarse, porque en su sensibilidad de mujer, sabía que los hermanos a quien Él quería llegar, no lo comprenderían.
Después de apantallarse con una revista, mi abuela se santiguó:
–¡Herejes! ¡Cismáticos! –gritó.
Mientras mi vieja y mi tía hacían callar a su hermano mayor, mi viejo trataba de tranquilizar a su madre, y mi abuelo apenas si podía controlar la risa. Miré a Polo. Sonreía plácidamente. Hasta yo, que todavía no había aprendido a gritar “viva Perón” pero ya era un niño peronista, me di cuenta de que en la versión de los espiritistas, que encima eran científicos, Magdalena era Evita y Jesús, ¿quién sino Él?
La cuestión era que ningún espiritista debía escandalizarse de que, tal como había hecho Jesús casi dos mil años antes, Polo anduviera con putas. Y siendo soltero, podía hacer lo que le viniera en ganas. Aunque, de todos modos, me causó una impresión muy fuerte que mandara a una de sus amigas a buscar su ropa. Y eso, que mi tía no había tenido del valor de nombrar y sobre lo que mantenía un hermético silencio, raro en ella. Al menos, no lo mencionó en mi presencia ni cuando me creía en Babia, leyendo en la escalera. Y si lo comentó con mi vieja, seguramente lo habrá hecho en voz lo suficientemente baja como para que ni yo ni nadie más la oyera.
Empecé a estar más atento a mi tía que a De Santis, mientras seguía observando los movimientos del barrio desde la terraza, donde era distraído, más de lo conveniente, por el apareamiento casi demencial de los conejos.
Hacían sus madrigueras entre los cajones de cerveza, el guardabarros de un auto, las inútiles carcasas de varios lavarropas y las jaulas de alambre para botellas de vino que, acumuladas sin ningún tipo de criterio por mi tío Rodolfo, formaban enormes laberintos de donde aparecían más y más lechigadas. Había conejos de todos los tamaños, aunque todos muy blancos y de ojos rojos. Cada tanto, con no mucha frecuencia, mi tío sujetaba de las patas a uno bien gordo y le partía el cráneo de un martillazo.
Mi tío Rodolfo era un buen cocinero, tan imprevisible, exagerado y desprolijo ante las ollas como en la vida, por lo que mi tía armaba un escándalo y rumiaba su bronca varios días cada vez que a él se le ocurría improvisar un plato. De manera que, gracias a las incesantes recriminaciones de su hermana, mi tío acabó por matar muy pocos conejos. Los sobrevivientes continuaban reproduciéndose a tal velocidad que pronto, para caminar en la terraza, habría que andar sobre una movediza masa de pelos blancos y ojos rojos.
Eso decía mi tía. “Por culpa de los conejos dentro de poco no se va a poder caminar ahí arriba”.
“Ahí arriba”, decía.
Mi tía odiaba subir a la terraza y durante el último añojamás lo había hecho, tal vez por los conejos. Por eso la seguí, cuando una tarde en que yo llegaba del bar para usar el baño de la casa, la vi subir la escalera.
Fui tras ella en silencio y la espié, desde el descanso, mientras movía cajones en la azotea, provocando estampidas de conejos. Pensé que iba a matar alguno, o a todos, para empezar a recuperar el dominio de la casa. Pero luego debía eliminar a Pablito Serún, que tenía su habitación en un rincón del cuarto de herramientas, un rústico galpón de madera y chapas cubierto de telarañas, y usaba la terraza entera como living.
Mi tía había removido varios cajones cuando se detuvo, como fulminada por un rayo, y permaneció en la misma postura, sin moverse. Temiendo que hubiese percibido mi presencia, me escondí. Cuando volví a asomarme me la encontré a menos de dos metros de distancia. Traía en la mano derecha un bolso de lona azul, arrollado sobre sí mismo.
Se sobresaltó.
–Venía a ver a los conejos –dije, y pasé a su lado como si tal cosa.
Estuve en la terraza un buen rato.
Cada tanto, el picado que los muchachos más grandes jugaban en la bocacalle debía suspenderse un par de minutos para dejar paso a un colectivo y, en algún momento, a la cupé del doctor Rofo, sin que por eso los deportistas dejaran de acechar la salida de Inesita rumbo a la Pitman.
No vayan a creer que las incidencias del picado o el espectacular irse de la hija de doña Berta me distraerían de vigilar la llegada del avión negro, pero no iba a pasarme todo el santo día mirando para arriba, como un pavote, así que la mayor parte del tiempo me fijaba en todo cuanto ocurriera en la calle, con el lápiz listo para anotar cualquier cosa que resultara de interés.
Esa tarde en particular, en la bocacalle no se llevaba a cabo un picado propiamente dicho sino un desafío en toda la regfla con la barra de la calle Biarritz en el que estaba en juego el honor del barrio. Los muchachos se empeñaban fervorosamente en pos de la pelota, cuando mi tía se mete desaprensivamente en medio del partido al atravesar la bocacalle en cruz, hacia la esquina de la carnicería de don Samuel. Iba tan indiferente a lo que ocurría a su alrededor que, inadvertidamente, pateó la pelota de puntín y la metió en el arco de los contrarios, sin darle tiempo a reaccionar al sorprendido arquero.
En tanto el arco era marcado con dos montoncitos de ropa, los goles de aire solían provocar enojosas discusiones, pero el shot de mi tía entró de rastrón, inapelablemente adentro, bien pegadito a uno de los ilusorios postes. Festejado por los locales, fue considerado antirreglamentario por la barra de Biarritz, por eso de que los de afuera eran de palo, dicho muy popular en esos tiempos.
De tomarse en cuenta sus demás destrezas futbolísticas, no cabía ninguna duda de que mi tía era de palo, pero resultaba incuestionable que el suyo había sido un golazo.
El arquero de los de Biarritz juntaba bronca ante los irrebatibles argumentos de Alejandro, el pibe del pasaje Bélgica que, con crayones de ferrite, llenaba de extraños signos las paredes de Bufano, desde Lascano a Jonte.
Aun siendo mayor que yo, Alejandro era el más chico del equipo, pero había nacido para abogado, o político radical. En su condición de vocero natural del equipo local, acababa de manifestar, con toda seguridad, que, siendo del barrio, los goles de mi tía valían tanto como los de cualquiera del equipo local.
Fue el primero que cobró.
Cuando Alejandro aterrizó entre las piernas de los locales, sus compañeros se trenzaron con los de Biarrtiz, que no obstante su condición de visitantes habían traído su propia barra. Casi instantáneamente ambas hinchadas, que hasta el momento habían asistido respetuosamente al encuentro desde las veredas, se sumaron a la trifulca.
Indiferente a la batalla campal que se había desatado a su espalda, no bien llegó a la vereda del negocio de don Samuel, mi tía enfiló por Gavilán y caminó ciegamente, como un autómata, hacia Terrero. Iba bien vestida, con zapatos de taco, y llevaba cartera y una bolsa de papel de una tienda de la Avenida.
¿Adónde iría?
Bajé corriendo las escaleras, salí por la puerta del pasillo, y empecé a seguirla. Resultó muy divertido.
Mi tía era de distraerse mucho, especialmente después del allanamiento y la crisis nerviosa que le provocó la palabra “bomba”, pero déjenme decirles que siempre es muy divertido seguir a cualquiera. Las personas hacen cosas sorprendentes cuando creen que nadie las está observando.
Mi tía caminaba muy derechita, con su aire a muñeco mecánico, aunque cada tanto miraba hacia el costado, con un movimiento brusco y cargado de nerviosismo. No sé qué esperaba ver, porque fuera del pugilato masivo que seguía desarrollándose a sus espaldas, nunca ocurría nada muy distinto a lo habitual, y menos en esa parte del barrio. Al cruzar Terrero, la última cuadra de Gavilán era especialmente muerta, sin tránsito casi.
Gavilán llegaba hasta Arregui, que hacia la derecha corría paralela a la vía. Hacia la izquierda, la calle se llamaba, primero, Agustín González y después, Ricardo Gutiérrez. Del otro lado de la vía estaban las bodegas y más allá se veía el final del puente. Había una suerte de cruce peatonal, fruto del uso más que de la decisión de las autoridades ferroviarias, que llegaba casi hasta la avenida y servía a quienes iban o venían del trabajo para evitarse la vuelta por Empedrado, donde sí había barreras y los peatones podían pasar cómo y cuándo debía hacerse.
Las pocas veces que mi tía iba hacia el otro lado de las vías, a visitar unas primas que vivían en la calle Artigas, cerca de la Agronomía, cruzaba por Empedrado, no sólo porque le quedaba más cómodo sino porque era lo que hacían las señoras: no era cuestión de meterse entre los yuyos y correr los puntos de las medias.
Extrañamente, esta vez lo hizo, o intentó hacerlo, por el pasaje improvisado. Apenas había caminado unos metros cuando, antes de llegar a la primera vía, metió la mano en la bolsa de la tienda, sacó el morral de lona azul y, sin mirar, lo arrojó a un costado. Fue entonces que se detuvo, consciente de que, fruto del nerviosismo o la torpeza, el bolso había quedado casi a sus pies. Se dio vuelta, tal vez para recogerlo, y me vio.
Se había vuelto japonesa, pero pálida. Ni siquiera sus labios tenían color. Le temblaban, al igual que sus manos y rodillas. Pensé que se caería.
–¿Te lo tiro más lejos, tía?
Asintió, sin decir palabra. No creo que estuviera en condiciones de hacerlo. Apenas si de tenerse en pie.
Recogí el bolso, que había caído sobre una mata de pasto duro, y la llevé unos metros, en dirección al puente. La escondí en medio de una tupida enredadera de flores azules que crecía alrededor de una señal ferroviaria.
Mi tía regresó a su casa impulsada trabajosamente por sus menguantes neuronas. Yo fingí que me dirigía a Sahores, un club a unas cuadras de ahí. Todavía no habían construido la pileta de natación y había ahí poco que hacer para un chico, pero mi tía lo ignoraba.
Villa Sahores era conocido por los bailes de los sábados, aunque con el tiempo habían comenzado a ser menos frecuentes y concurridos, seguramente al disminuir la calidad o la importancia de las orquestas. La más popular en ese verano sería la de Pugliese, que tenía sus seguidores y que el año anterior había sido prohibida por Perón.
Perón tenía esas cosas, como prohibir a Pugliese, o hasta meterlo preso.
A mi viejo no le gustaba Pugliese sino Di Sarli, y desde el nacimiento de mi hermana ni iba a los bailes con mi vieja, pero ese año nos dejaron un sábado en lo de mi tía y fueron a Sahores, sólo porque actuaba Pugliese.
Era la extraña manera que tenía mi viejo de manifestar su inquina contra Perón y su indignación con los permisos de importación y la Constitución del 49. De no ser por eso, hubiera ido, como todos los sábados, a la “velada boxística” de Argentinos Juniors, donde ese verano se disputaba un torneo de amateurs.
Me había alejado por la calle de la vía rumbo a Sahores, pero en vez de seguir derecho hasta Santo Tomé, doblé al llegar a Caracas y retrocedí hacia Lascano. Al llegar a la esquina me crucé con varios de los muchachos más grandes que, entremezclados locales y visitantes, venían huyendo por Lascano y doblaron a toda carrera en dirección a Jonte. El autito de la policía acababa de llegar al campo de batalla y los contendientes se dispersaban en varias direcciones.
Entré al bar por la puerta de Lascano. Junto al mostrador, en medio del corro, con gran aspaviento, el doctor Rofo despotricaba contra los jóvenes que, envilecidos por una década de demagogia, ya no respetaban nada, ni el Jockey Club, ni las iglesias, ni la moral ni la ley, ni siquiera el Petit Café, y con una de las piedras y trozos de baldosa habían rayado la pintura del guardabarros delantero de su cupé Oldsmobile.
Pasé a su lado sin saludar, manifestando de esta forma el repudio que debía tenerse a los alcahuetes de la policía. Nadie se dio cuenta.
Por la noche, cuando me pareció que todos dormían, me levanté de la cama y me vestí en la oscuridad. Salí a la calle por la puerta del pasillo y caminé hasta la vía del ferrocarril. Era una hermosa noche de verano; la luna hacía que todo pareciese de día.
No me costó ningún trabajo encontrar el bolso de lona que mi tía había querido arrojar en la maleza. Lo abrí y saqué un paquete de papel de diario, hecho a las apuradas y sujeto con el hilo con que mi tía ataba el matambre. Corté el hilo y abrí el paquete. Adentro, cuidadosamente envuelto en una franela, estaba el revólver.
*Publicado en Revista Zoom