Los gritos silenciados
Un grito es un alarido, un chillido que se produce cuando el aire pasa a través de las cuerdas vocales. Pero hay gritos que son mudos o sus destinatarios sordos. El cuadro del noruego Edvard Munch de 1893, se denomina “El Grito”. El ensayista, escritor y licenciado en filosofía José Pablo Feinmann, considera que el rostro del hombre del cuadro anticipa los infinitos horrores del siglo XX.
¿Fue un grito o un susurro las dos frases que según los evangelios de Mateo y Marcos pronunció Jesús en la agonía de la crucifixión? Fue en ese caso Dios el que fue sordo al: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”; y aquella magnánima de Jesús ante el Padre indiferente frente a la tortura de su hijo: “Perdónalos porque no saben lo que hacen”.
Hay hoy imágenes de lo que sucede en Siria, que perforan una barrera de silencio. Es cuando la tecnología se pone a favor de desgarrar el silencio que impone el poder económico sobre sus atrocidades. Es uno de los testimonios que parecen volver un cuadro realista y actual el de Munch, ahora en las primeras décadas del siglo XXI.
Empieza el video con un chico llorando en un hospital. Se escucha que le preguntan “¿qué te pasó?” Contesta: “estaba mirando los aviones, un avión dejó caer algo, vi humo, era amarillo, entonces hice esto (tose), comenzamos a huir (todo esto dicho entre llantos). Le preguntan “¿Y tus hermanos dónde están?” Responde: “No sé dónde están (entre llantos y mientras lo ayudan a respirar). El chico pregunta “¿Voy a morir señorita?” “No querido, no te preocupes” le contestan.
Mientras el niño es atendido, junto a otros más, todos con problemas respiratorios, bombardearon el hospital, que era el único que quedaba para atender a los niños de la región. Se ven los derrumbes en el hospital. Se observa a las enfermeras y a las médicas que corren para rescatar a los bebés, se abrazan y una dice y otra se lamenta: “¿Sabes cuántas personas en el mundo ni se enteran que esto está sucediendo?”
Es difícil aseverar la autenticidad del video, pero seguro que, si no es este, hay otros similares que pueden acercarnos a las penurias infinitas de los sirios. Lo que dice esa enfermera “¿Sabes cuántas personas en el mundo ni se enteran que esto está sucediendo?”, seguramente también lo imaginaban los millones de víctimas del genocidio nazi o los que estaban desaparecidos en la ESMA o La Perla. Ellos también podían preguntarse, creyentes o no, como Jesús: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”
Las potencias occidentales autodenominadas democráticas, jamás bombardearon las vías a través de las cuales los trenes alimentaban de prisioneros a los campos de la muerte.
Seguramente hoy también se interrogan lo mismo los afganos sobre los cuales la fuerza aérea norteamericana arrojó la bomba no nuclear más potente de su arsenal. Como se preguntaron las numerosas víctimas muertas, heridas o violadas en el conflicto de los Balcanes; los ochocientos mil muertos, la mayoría a garrotazos en el conflicto entre hutus y tutsis en Ruanda produciendo el exterminio del 80 por ciento de la población tutsi; la odisea diaria de los palestinos; los muertos de Hiroshima y Nagasaki que ni siquiera tuvieron tiempo de hacerse la pregunta; los bombardeados en Dresde, cuando la guerra ya estaba concluida; o las bombas arrojadas sobre territorio Vietnamita, más que las que cayeron sobre el continente europeo en toda la Segunda Guerra Mundial. La lista es interminable: desde los gulags rusos al campo de concentración norteamericano de Guantánamo; desde los Khmers rojos de Camboya a las aberraciones del Estado Islámico.
El Mediterráneo se ha convertido en un cementerio de los que huyen de las guerras y del hambre.
Como en aquella canción de Serrat, a Europa “se le está llenando de pobres el recibidor”. El escritor sueco Henning Mankell, fallecido recientemente, solía explicar el fenómeno con contundencia y precisión: “Ellos están aquí, porque nosotros estuvimos allí”
Cada vez más los habitantes del castigado planeta reciben de los conflictos bélicos imágenes virtuales donde la muerte está ausente. Sólo videos como el descripto lo sacan de la virtualidad y concientizan que los gritos de dolor están, aunque no los escuchamos. Que la sordera es un arma de defensa que puede ser un suicidio colectivo.
Muchos sobrevivientes de las tragedias convierten su salvación en una obligación de dar testimonio, para que aún a destiempo sus tragedias se conozcan. Que sus gritos lleguen a destino.
Una excelente nota del sociólogo Jorge Elbaum, publicada en la Página web del diario Página 12, profundiza estas líneas, que sólo intentan ser un prólogo a la misma.
LOS GRITOS DE JORGE ELBAUM
Richard tenía dos años. Y Floreal quince. Al primero se lo puede ver con un grupo de niñas y niños al costado de las vías de un tren. Está destrozado. Los mocos, las lágrimas, los gritos y los rulos rubios son un pegajoso engrudo de sufrimiento. Es la mañana del 7 de agosto de 1942 en Pithiviers y recién despegaron a Richard de los brazos de su madre, Esther Horonczyk de Frankel. Esther patalea, insulta, suplica por Richard, pero los uniformados franceses la depositan brutalmente en un tren. Esther, en la más nublada desesperación, garabatea una carta que desliza por las hendijas del vagón de carga con la esperanza de que algún familiar, conocido o alma solidaria pueda seguir el rastro de su pequeño hijo de dos años. La carta vuela. Es el mensaje dentro de una botella lanzado a un océano de miedo y odio: “Me han subido al tren. Y no sé qué ha sido de mi Richard. Él está todavía en Pithiviers. ¡Salvad a mi niño, a mi bebé inocente! ¡Cómo estará llorando! Nuestro sufrimiento no es nada. Salvad a mi Richard, a mi pequeño querido. Yo no puedo escribir. Mi corazón, mi Richard, mi vida, está lejos, y nadie le está protegiendo, a mi pequeño de dos años. ¡Morir, deprisa, oh niño mío! Devolvedme a mi Richard. Esther”. Las dos últimas frases de la carta que hoy se exhibe en el museo de Yad Vashem, son la evidencia exasperada de dos formas complementarias de la agonía: el ruego del rápido final y la vuelta al abrazo originario con el hijo.
La redada que detuvo previamente a 14 mil judíos en el velódromo de invierno del centro parisino fue una operación solicitada por las SS y ejecutada por los organismos de seguridad franceses el 16 y 17 de julio de 1942, aunque Marine Le Pen, en estos días de campaña electoral, pretende negarlo. Cuando los camiones de la policía se detienen en la puerta de la casa de los Frenkel, su abuelo materno, Simón, ruega ante los uniformados que sustituyan a Richard por él. Se ofrece a ser trasladado en vez de su nieto argumentando que puede trabajar gratis para sus captores. Sus plegarias no son escuchadas: Simón queda tirado en el piso después de ser empujado por un gendarme, mientras Esther y Richard inician su viaje hacia Pithiviers.
Luego de ser separado de su madre, Richard comparte el trayecto al “Lager” en el “transporte 31” con otros 171 niños que, después de una corta estadía en Drancy, serán gaseados en Auschwitz la segunda semana de agosto de 1942. El cuerpito de Richard Frankel, el de los rulos rubios, carece de tumba. Sin embargo, existen fuentes confiables que afirman que el cielo de Europa alberga aún hoy infinitas partículas del millón y medio de niños, menores de diez años –entre ellos Richard– exterminados con el objetivo de hacer desaparecer de la vida a judíos, gitanos, comunistas, gays, testigos de Jehová y discapacitados.
Floreal Edgardo Avellaneda tiene quince años, está en su casa durmiendo, en Munro, en el conurbano bonaerense. Es el 15 de abril de 1976 a la madrugada. Un grupo de tareas rompe la puerta y entra a los tiros. Su padre logra escapar en el medio de la balacera. A su madre, Iris Pereyra, y al adolescente los golpean y los trasladan a un centro clandestino de detención controlado por el general Santiago Omar Riveros y su jefe de inteligencia Fernando Verplatzen. El “Negrito” es torturado en la comisaría de Villa Martelli y en Campo de Mayo para obtener información sobre el paradero de su padre que había sido delegado gremial de la empresa TENSA.
Los cumpleaños de Floreal y de Richard estuvieron rodeados por la crueldad de sus captores, a quienes hoy se pretende edulcorar con editoriales y alocuciones banalizadoras y/o negacionistas. Tanto Le Pen en Francia o Esteban Bullrich y Claudio Avruj en nuestro país son algunos de los encargados de apaciguar la imagen de los genocidas que fueron capaces de asesinar niños. Quienes detuvieron a Richard y a Esther fueron gendarmes franceses y militares alemanes nazis. Y quienes torturaron a Floreal y a su madre, son sus vernáculas versiones argentinas. Quienes hoy buscan matizar sus acciones criminales no solo pretenden avalar una prisión domiciliaria. Intentan invisibilizar sus responsabilidades genocidas.
Richard, nació en Paris el 20 de junio de 1940. Cumplió su segundo año de vida en el periodo que su padre, Nissán, fue trasladado a Auschwitz. El “Negrito” había nacido el 14 de mayo de 1962 y en la semana que cumplía 16 apareció muerto en las costas de Montevideo con señales de haber sido torturado, empalado y desnucado. Richard y Floreal escucharon a sus madres, por última vez, con alaridos atormentados. Esther en Pithiviers e Iris en la Comisaria de Villa Martelli quedaron paralizadas después de esos desgarradores lamentos. Si esos gritos no llegan hoy hasta nosotros, es que no pudimos –y quizás ya no podremos jamás–, considerarnos sujetos pasibles de ser considerados dignos.
LOS GRITOS SILENCIADOS
Poco es lo que se puede esperar de un mundo donde Dios desprotegió a su hijo y donde su máxima creación es capaz de semejantes muestras de crueldad y desvarío. Es que tal vez Dios ha muerto, o lo más probable nunca existió. Es apenas una coartada para apaciguar los miedos humanos, para explicar a través de las religiones que este es sólo el prólogo de un utópico mundo mejor post-vida, conseguido a base de sufrimientos en éste.
La vida sigue siendo un milagro y la muerte un misterio.
Aquella remanida frase que una muerte es una tragedia y que un millón de muertos es una estadística es sin lugar a dudas una verdad. La magnitud de las tragedias es lo que nos paraliza y nos inmoviliza. Nos deja sordos y ciegos. Los gritos pasan a no tener sonido. Son gritos silenciados. Por eso los millones de la estadística alcanzan la dimensión humana comprensible en Richard y Floreal.
En ellos dos están sintetizados con nombres, aunque sin tumbas, todas las tragedias enumeradas, un muestrario ínfimo de infiernos terrenales.