Recién me di cuenta cuando Pablito Serún, ya definitivamente rebautizado “Perún” por el Mudo, el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati, recibió la llamada telefónica. Si bien me había habituado a ver a Friedman y De Santis casi a diario, no había notado sus ausencias, atraído por el relato que Carlitos y Alberto Culacciati hacían de la noche transcurrida en el Departamento de Policía, cada vez más minucioso, lleno de detalles y pormenores que le quitaban el menor rastro de verosimilitud.

A juzgar por las muecas despectivas con que acompañaba cada nueva versión de los hermanos Culacciati, el Mudo no les creía una palabra. En un momento, viéndome fascinado por la representación gestual del encuentro amoroso que ambos decían haber sostenido en uno de los calabozos del subsuelo con la empleada policial que le tomaba las huellas dactilares a Carlitos mientras meneaba el trasero ante las narices de Alberto, el Mudo me guiñó un ojo y sonrió.

Devolví la seña con una sonrisa desvaída, preguntándome qué diablos sería una huella dactilar, pero convencido de que, a juzgar por la expresión de los oyentes, debía tratarse de algo absurdo, concebible sólo por la incongruente imaginación de los hermanos Culacciati.

El doctor, decían los Culacciati, había sido trasladado directamente a una de las oficinas del primer piso donde, a juicio de Alberto, la policía debía llevar a los maricones. Para Carlitos, en cambio, no bien llegado al Departamento, el doctor había mostrado una misteriosa credencial.

–Es tira –aseguraba Carlitos con la seguridad que le daba el profundo conocimiento del mundo del delito adquirido en la noche pasada en el calabozo.

–Qué va a ser –decía Alberto con suficiencia–. Lo llevaron arriba por maricón.

La discusión entre Carlitos y Alberto iba subiendo de tono y por un momento parecieron a punto de llegar a las manos. Hasta hubo algún empujón. La bulla fue tanta que atrajo la atención del diariero Miguel, hasta el momento concentrado en la lectura de La simulación en la lucha por la vida.

El Mudo sonreía, divertido, pero para el Pelado, cualquier forma de violencia –aun la argumental– resultaba demasiada. Era necesario consensuar.

–En una de esas, es las dos cosas –terció, provocando la inmediata reacción de los Culacciati.

–¡Cómo va a ser las dos cosas! –exclamó Carlitos.

–¿A quién se le ocurre que un tira vaya a ser maricón? –lo increpó Alberto.

Detrás de la cafetera express, mi tío les prestaba menos atención que de costumbre y parecía abstraído, reconcentrado en asuntos de mayor importancia. Cuando se acercaba al grupo, a repasar el mostrador con el trapo rejilla o servir una copa, el Mudo, el Pelado y hasta Carlitos y Alberto Culacciati, bajaban el volumen de sus voces y, a veces, hasta hacían silencio. Un instante después, reanudaban los gritos, las discusiones y el relato de la fantástica aventura de los Culacciati, picados en su amor propio por el escepticismo del Mudo y los burlones comentarios del Pelado, quien parecía así desquitarse de las reacciones que había provocado su intento de pacificar los ánimos.

Pasaban con tanta rapidez de los gritos y las bromas a fingir un respetuoso silencio, que se hubiera dicho que estaban en un velorio.

Hasta entonces, mi única experiencia en velorios había sido auditiva: no me había animado a trepar a la medianera para espiar el bochinche que armaban los parientes de don Santiago, primero al jugar a las cartas, después al discutir sobre Franco y finalmente al agarrarse a las trompadas. Pero bastaba con que alguno mencionara a Perón para que, instantáneamente, todos se pudieran de acuerdo

En la cocina, mi tía se mostraba indignada por el bochinche. A su modo de ver, aunque el muertito hubiese sido poco más que una cosa, era al fin y al cabo un angelito de Dios y merecía algún respeto.

 Yo no me habría atrevido a llamar “cosa” al niño misterioso que jamás había caminado, ni jugado a la bolita ni dicho nada de nada. Más se parecía a un muñeco de trapo. Pero mi tía se tomaba las cosas a la tremenda.

Mi tía siempre fue de mostrar una preocupación excesiva ante la menor contrariedad, pero la desazón que le provocaron el allanamiento policial y la desaparición de Polo, era compartida por mi tío Rodolfo, mi vieja, mi viejo y toda la parentela, menos mi abuela, que, además de no llevarse muy bien con mi familia materna, últimamente no hacía más que conversar con la foto de su prima muerta. El mayor de los hermanos de mi vieja, el espiritista que odiaba a los curas, nos había hecho una visita solemne y muy solemnemente anunció que había que avisarle a Roberto, mi tío de Mendoza.

Sólo algo de inusitada gravedad podía justificar el costo de una llamada telefónica a Mendoza.

Hasta mi primo y mi hermana se daban cuenta de que algo muy serio había ocurrido. ¿Cómo no iban a darse cuenta entonces el Mudo, el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati, que eran casi una extensión de la casa, como la heladera mostrador y la máquina de café express?

Otro de los objetos casi hogareños era don Manuel, depositado para siempre en la mesita de la ventana, junto a la puerta de Lascano, ante su eterno vaso de ginebra, pero don Manuel era un objeto bastante más inanimado que la máquina de café express, que por lo menos echaba humo y hacía ruido: su único signo vital era el temblor de su mano derecha. Ni siquiera el ramito de nomeolvides que llevaba en la solapa parecía vivo.

Pablito Serún, en cambio, se mostraba excesivamente activo, en especial luego de que, percibiendo de algún extraño modo que algo grave había sucedido, se volviera más torpe, más charlatán, más entrometido y más incomprensible.

–Ahí viene il tolecía maricón –anunció cuando el Packard del doctor Rofo estacionaba frente a la puerta de la ochava.

Advirtiendo que mi tío Rodolfo seguía en Babia, el Pelado alcanzó a silenciar al húngaro o rumano antes de que el doctor hiciera su entrada triunfal.

–¡Felicitaciones, amigos! Me congratulo al comprobar que todos los inocentes hemos recuperado la libertad, como cuadra a un régimen de derecho.

El Mudo dejó el teléfono, encendió un Particulares y se acodó al mostrador.

–Disculpe, dotor. Acá los muchachos dicen que a usté lo mandaron al primer piso mientras a ellos los violaba una vigilante.

Una vez que menguaron las protestas de Carlitos y Alberto Culacciati, a las que se había sumado Miguel, siempre sospechando que detrás del escepticismo del Mudo acechaba un peronista solapado, el doctor pidió un whisky.

–En efecto, caballero. Debido a mis altas funciones en el gobierno libertador y democrático y mi profundo conocimiento acerca de los entresijos de corrupción del régimen depuesto, fui convocado al primer piso a prestar testimonio ante la comisión nacional investigadora

–¿Qué comisión? –se interesó el Pelado

– La número 15, también conocida como Comisión Román Alfredo Subiza.

¡Otra vez Subiza!

–Deben saber, caballeros –decía el doctor mientras yo buscaba en la libretita–, que gracias a mi testimonio y la invalorable colaboración de la Comisión Nacional Investigadora número 58, la Comisión número 15, presidida por el  teniente 1º Carlos Alberto Caffarini, pudo demostrar que Román Alfredo Subiza, legalmente casado con María Luisa Riobó y padre de cuatro hijos,  mantenía asiduas relaciones íntimas con la señorita Edith Peralta, con la que tuvo dos hijos naturales, tras lo cual cohabitó con Alcibiades Erminda Echeverría Huerta, con quien engendró otras dos criaturas. No conforme con esto, utilizaba varios departamentos de su propiedad para sus citas amorosas, y desarrolló su vida licenciosa manteniendo amoríos con Elsa Argundegui, Norma Élida Farro de Viñoly, Celia Rodríguez de Fotheringham, su secretaria Olga Ana Castaing, su socia y abogada María Juana Kawabata, y otras damas de la alta sociedad corrompidas por la Tiranía.

–¡Pero este era peor que el que te dije! –exclamó Carlitos Culacciati, provocando las risas de Alberto. 

–No es para tomárselo a la chacota –los amonestó Miguel–. Subiza fue el siniestro personero del régimen depuesto que ideó la modificación del sistema electoral. Gracias al “sistema Subiza”, en las elecciones del año 52 el partido del Tirano consiguió 23 escaños en la capital contra apenas 5 de la oposición democrática.

Una vez que encontré la hoja de las palabras raras, escribí “escaño”.

–Pero aun falta lo peor...

El Pelado no pudo controlarse e interrumpió al doctor.

–¿Hay más peor? No me diga que este también afilaba con el norteamericano.

El doctor pestañeó varias veces. Una vez que se convenció de que el Pelado era una persona real, prosiguió:

–No todas serían flores en el corrompido camino del secretario de Asuntos Políticos. También habría espinas: Subiza tuvo un serio disgusto cuando, tras una violenta discusión conyugal, fue abandonado por su esposa. Junto a sus cuatro hijos, María Luisa Riobó abordó un avión que se dirigía a Trelew con el propósito de ponerse bajo la protección de su hermano Raúl, a la sazón gobernador del Territorio Nacional de Chubut.

–¡Ah, ese es el que insultó Aramburu!

El doctor volvió a mirar al Pelado con el asombro de quien se topa con una aparición espectral.

–Indultó, querrá decir –Tras unos tensos segundos, compuso el nudo de su corbata, acomodó su saco y prosiguió–: Cuando la desdichada mujer huyó a Chubut, en menos tiempo que canta un gallo justicialista Subiza obtuvo una orden de un juez de Capital Federal ordenando la inmediata restitución de los menores al padre. Trascartón, abordó otro avión rumbo a Trelew, preventivamente acompañado de un pelotón de Gendarmería.

–¿Qué cartón? –se preguntaban Carlitos y Alberto Culacciati.

–Yo no dije cartón.

–Sí dijo, dotor –confirmó el Pelado.

El doctor buscó auxilio en Miguel.

–¿Dije?

Miguel estaba al borde de uno de sus ataques de neurastenia.

–¡Trascartón, dijo!

–Exactamente.

–Por eso.

–¿Por eso qué?

–Tranquilo, Miguel. Por eso los muchachos preguntaron atrás de qué cartón.

Miguel advirtió los enormes esfuerzos que hacía el Mudo para no largar la carcajada.

–¿De qué te reís vos?

–Yo no me río –rió el Mudo.

El doctor decidió continuar con su minucioso relato.

–Advertido del viaje, su cuñado dispuso que la policía impidiera el paso de los gendarmes, permitiendo únicamente que un representante de Subiza llegara a Rawson para presentar el exhorto judicial ante el juez Elicagaray, quien demoró el trámite lo suficiente como para que María Luisa huyera por el otro extremo de la ciudad.

–¿Rumbo...?

A esa altura, el doctor parpadeaba más que Bette Davis.

Sin dejar de vigilar al Mudo, Miguel se volvió hacia el Pelado.

–¿Y a vos qué te importa?

El doctor se aclaró la carganta.

–La venganza de Subiza no se hizo esperar: pocos días después, el juez Elicagaray fue reemplazado y el gobernador Riobó designado al frente de un consulado en Europa, pero María Luisa se mantuvo irreductible, hasta el 18 de junio de 1955. Ese día, en el transcurso de una entrevista de conciliación para la que acudió al estudio de Subiza en compañía de su hermano Raúl, María Luisa no tuvo mejor ocurrencia que matar de un balazo al ministro picaflor.

–¡Lo mató!

–¿Entonces no fue Perón?

–No –exclamó Miguel–. No fue.

–Mirá vos –dijo, pensativo, el Mudo–. Hubo uno al que no mató Perón.

El doctor no se iba a dejar distraer.

–A fin de librar a su hermana de la cadena perpetua que le hubiera correspondido por homicidio agravado por el vínculo, Raúl Riobó asumió la responsabilidad y fue detenido de inmediato. Permaneció en prisión hasta que, en un acto de justicia, fue indultado por el presidente Pedro Eugenio Aramburu. Y más que el indulto, hubiera merecido una condecoración por haber librado a la Patria de uno de los más siniestros personeros del Tirano Prófugo.

El doctor observaba, satisfecho, el efecto que sus palabras habían tenido en las sensibles almas del Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati, mientras el Mudo encendía un cigarrillo, siempre vigilado por Miguel.

Mi tío Rodolfo se mantenía en silencio, abocado a lavar las tazas, vasos, platos y platitos que se habían acumulado en la pileta. Pablito se dirigió hacia el teléfono, que había empezado a sonar.

Pinché con un escarbadientes uno de los porotos con ají molido que habían quedado en un platito de ingredientes y me dispuse a observar el espectáculo. Pablito llegó al teléfono, descolgó el auricular, pero en vez de bambolearse hacia atrás, giró sobre sí mismo, dando la espalda a la bocina del aparato.

Sobre el mostrador, el teléfono se veía como un inútil periscopio acabado de surgir de las aguas del Riachuelo.

–¡Hola! ¡Hola!

Pablito se desgañitaba sin éxito, convencido de estar hablando con un sordo.

–¡Noztá! –alcancé a entender. Su interlocutor no ha de haber tenido la misma suerte, porque Pablito siguió bramando noztás hasta enronquecer–. ¿Nomiscuchás?

Sonriendo, con el cigarrillo en la comisura de la boca, el Mudo tomó el teléfono por la vela y se lo alcanzó a Pablito.

–Si lo habriá llevaido la tolecía. Istovieron acá.

Se balanceó hacia atrás, hacia delante y de nuevo hacia atrás.

–¿Quirís que le trasmita mensaje? –gritó, una y otra vez, hasta el siguiente balanceo.

Como siempre, los monólogos telefónicos de Serún provocaban el silencio general y eran seguidos con jocosa atención, que en esa oportunidad pasó, insensiblemente, de risueña a preocupada.

Si hasta mi tío se acercó al teléfono.

–¿Era para Polo? –preguntó cuando Pablito trataba de acertar el auricular entre los brazos de la horquilla.

–Para Deisanti –dijo Pablito.

Dio unos pasos, y comentó como para sí:

–¡Come rompi las pilotas iste Perón! Y lo pior, si volvió sordo como una taipa.

Miré instintivamente hacia la mesa de la ventana de Gavilán, donde solían tomar su copa Friedman y de Santis. Estaba vacía. Lo había estado durante los tres últimos días.

*Publicado en Revista Zoom