La grandeza de los nadies
En el Talmud, libro importante del judaísmo, se afirma que “Quien salva una vida, salva al mundo entero”. El escritor uruguayo Eduardo Galeano escribió: “Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba. Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos. Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no hacen arte, sino artesanía Que no practican cultura, sino folklore Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.”
Héctor “El Toba” García amalgama en su vida la frase del Talmud y el texto de Galeano. La noticia de su muerte no apareció en los diarios. Como diría Joaquín Sabina: “Hoy el diario no hablaba de ti.” Sin embargo hubo unos días que los diarios hablaron de EL TOBA.
Lo hizo en los días posteriores a aquel clivaje histórico del 19 y 20 de diciembre del 2001. Por ejemplo el diario Tiempo Argentino, muchos años después relató con la firma de Rodolfo González Arzac: “Martín Galli y Héctor García se conocieron hace diez años de una manera absurda. Martín tenía 26, el pelo largo y con trenzas. Héctor, "el Toba", el pelo negro con un mechón blanco que delataba sus 48. Martín había viajado desde Haedo hacia el centro porteño impulsado por la rabia. El Toba, había caminado de Congreso hasta el Obelisco con una mochila en la espalda cargada de libros, empujado por una certeza breve: que tenía que estar ahí. Y a las siete con veintiún minutos de la tarde, ese 20 de diciembre, sobre la Avenida 9 de Julio, los dos quedaron atrapados en la misma escena. Nueve hombres bajaron de tres autos. Dispararon para todos lados. Martín cayó al suelo. Una bala le entró por la zona trasera izquierda de la cabeza y se detuvo en la zona frontal derecha. Tenía los ojos cerrados. Un hilo de baba grueso y largo extendido entre la boca y el pecho. El Toba se puso en cuclillas, le inclinó la cabeza, trató de reanimarlo. Un patrullero llegó y varios hombres bajaron y volvieron a disparar, esta vez con balas de goma. Los libros del Toba amortiguaron el impacto. El Toba le tomó a Martín el pulso. Le hizo respiración. Lo sacó de un infarto. Paró un auto. En el viaje al Hospital Argerich, lo salvó de otro paro cardíaco con una piña en el corazón. Los médicos lo terminaron de resucitar. La bala, sin embargo, por las dudas, desde entonces, se quedó donde estaba.
EL EMPATE. - Cuando yo lo vi a este tipo en el piso, no sé cómo, porque no se parece en nada y yo no soy creyente, pero pensé que era Jesucristo: con las rastas, la barba, tirado. Era Jesucristo-repite ahora, tanto tiempo después, el Toba, en su casa en Ezeiza, después de un abrazote con Martín, que lo mira y lo escucha: y revive.
La segunda que vez que se vieron, Martín ya estaba en la casa de sus padres en San Justo. Tenía la cabeza rapada y vendada. Estaba en una silla de ruedas, boleado. No podía hablar. Balbuceaba. Lo único que el Toba le pudo decir fue:
-Para atrás ni para tomar impulso, dale para adelante.
Pero se siguieron viendo. Habían quedado unidos por ese rato de esa tarde crucial para los argentinos, esos minutos todavía más decisivos para ellos. Y, sin embargo, necesitaron un pacto para poder seguir así, hermanados.
-En una época discutíamos mucho. Porque para él, y más que nada para su familia, yo era el salvador. Y para mí eso era una carga. Me agradecían. Se ponían a llorar. Y un día nos fuimos a un bar. Y le dije: "Vamos a poner las cosas en claro. Hay en el aire una cosa como que vos y tu familia me deben algo. Y vos no tenés una idea lo que significa para mí haber podido hacer algo por vos. Yo cargo una culpa. La culpa de la década del setenta. Yo fui el que le dije a mi hermana, que tenía su vida arreglada, que venga a una reunión. Y hoy mi hermana no está. Y yo no pude hacer nada. Y así como mi hermana, mi cuñado, cientos de compañeros desaparecidos." Y le propuse que nos pusiéramos de acuerdo: que el partido estaba empatado.
Martín aceptó. "Está bien, estamos empatados", le dijo. Y, por un tiempo largo, viajó cada fin de semana del oeste a Ezeiza a pasar un rato con el Toba y su familia. Con el hombre que lo había salvado. El mismo al que él, sin darse cuenta, había ayudado a rescatar de sus pesadillas.
EL PASO DEL TIEMPO. Martín y el Toba anduvieron juntos de acá para allá. Contando su historia. Pidiendo justicia. Viéndose, primero dos por tres, después un poco más espaciado. En los primeros meses, juntos, trabajaron un tiempo con Miguel Bonasso en la construcción del Partido de la Revolución Democrática. Después, Martín se abocó a lo suyo: la música, la literatura, el empleo que le habían conseguido en una biblioteca de la Ciudad de Buenos Aires. Dejó la carrera de Historia, cansado de que le pregunten por la bala que todavía llevaba (y que aún lleva) en la cabeza. Se casó. Tuvo dos hijos. Empezó a cursar una carrera de bibliotecario. Escribió cuentos. Creció.
Al Toba las cosas se le dieron distintas. Dejó de enseñar en la escuela. Trabó una suerte de amistad con Néstor Kirchner. Nunca pensó en ser funcionario, aunque militó desde los 16 años. Hasta que alguien le dijo lo bueno que sería tocar la puerta y que del otro lado hubiera un compañero. Y se convirtió en secretario de trabajo del municipio de Ezeiza (y en el hombre del presidente en el partido). Tuvo otra hija. Y también, hace no tanto, una enfermedad, que de un día para el otro le diagnosticaron, que lo llevó al quirófano y lo dejó 92 días sin comer, convertido en un esqueleto con vida. Ahora está mejor. El intendente de Ezeiza, pocos días atrás, lo mudó de despacho: lo acaba de nombrar asesor de su gobierno.”
A cinco años del 2001, el Toba contó otros aspectos de aquel 20 de diciembre en Página 12: “Soy docente y estaba dando clase en un Centro de Formación Profesional cuando el director me llama y me muestra por la tele lo que estaba pasando en Plaza de Mayo. Ahí nomás le digo: ‘Me voy’. El director intenta retenerme pero no le hago caso”. Aunque, recién comprende la magnitud de los hechos, cuando por fin llega a la zona del Obelisco: “Veo que vienen tres vehículos particulares (una 4x4, un palio y otro no identificado) y lo primero que se me ocurre pensar es: ‘¡Esta gente está loca! ¡Cómo van a venir justo para acá!’”. Pero cierta militancia de los ‘70, ciertas emboscadas ya vividas, rápidamente lo sobreavisan del peligro”.
En la película “La dignidad de los nadies” de Pino Solanas aparece el TOBA, y se narran algunos aspectos de la trayectoria de su vida: “A los 14 años deja su casa por problemas con su padre, que le había enseñado que “ningún trabajo deshonra al hombre”. Su primer trabajo fue de auxiliar en un camping de Bariloche donde fue explotado y le pagaban solamente con la comida y la cama. Después pasó a ser ciruja. Finalmente logra conseguir trabajo en una escuela de formación profesional. Pese a esa precaria situación económica, alimenta a cientos de chicos en una barriada popular todos los fines de semana arreglándose con lo que produce la granja que él y su familia hicieron. El estado en este barrio no participa. No hay policías, médicos, ni siquiera teléfonos.”
Hablé una vez con EL TOBA por teléfono en la escuela en que daba clase. Luego le perdí el rastro.
El lunes 19 de mayo recibí un correo de Carlos Galli, el padre de Martín. Era un texto en que se comunicaba poéticamente la muerte de Héctor García. Lo llamé y me lo confirmó. Había ocurrido el sábado 19 de mayo. Apenas tenía 60 años. El cáncer que no nombraba la nota de Rodolfo González Arzac lo abatió. Una demostración que la parca es igualitariamente injusta.
Fue incinerado el 21 y sus cenizas serán diseminadas en su provincia natal.
Héctor EL TOBA García integraba la multitud de los nadies y desde ahí hizo honor a la frase del Talmud. Los diarios lo ignoraron enfrascados en sus pequeñas miserias. Carlos Galli le agradeció una vez más de tener a su hijo Martín vivo y lo recordó en un texto que empezaba: “Cuántas cosas guardaste en tu mochila en el instante de emprender el viaje, consciente que el boleto era sólo de ida, seguro, armaste sabiamente el equipaje……” Y concluía: “Y si alguno nos pregunta por El Toba, digamos que anda errando por ahí, multiplicado.”