Fue muy provocador. Absolutamente disruptivo. Y nadie lo esperaba. Porque había habido apenas gestos (“simbólicos”, me acuerdo que me decían algunos amigos como modo de restarles relevancia) de cómo ese extrañísimo y desconocido presidente pensaba debía ser el vínculo entre la prensa –la lógica de los medios, para ser más precisa- y la política.

Esas señas mostraban un núcleo de, ante todo, dos ideas básicas: en primer lugar que la política debía mandar, estar por encima de cualquier lógica ya instalada como dominante. Y, en segundo término, que los periodistas no eran ni tótem, ni vacas sagradas y, mucho menos, fiscales de la República. A ellos los concebía como iguales, con el respeto que va implícito en que un primer mandatario lo coloque a uno en el mismo sitial y con las posibilidades de estar a la par a la hora de discutir. O sea, gana el que tiene más argumentos, no el que ha elegido determinada profesión.

Era claramente otra mirada, otra lógica, otro paradigma. Era poner patas para arriba no sólo la última década de pleitesías a todo aquel que se presentara como miembro de la prensa, sino los 200 años de sentido común liberal, dentro del cual el periodista era el intelectual intocable, cuya palabra chorreaba algo así como agua bendita.

Me acuerdo que aquellos primeros “gestos” –ratificados y sellados a fuego apenas se inició el conflicto político, pero sobre todo el cultural alrededor de la resolución 125 de retenciones móviles para el agro- no sólo me fascinaron, sino que me dispararon dos acciones inmediatas. Una académica o intelectual, si se quiere. Y otra absolutamente personal y familiar.

Respecto del primer movimiento, sucedió que recordé cabalmente aquella memorable, molesta y por ende ocultada frase del maestro, referente y modelo –y a veces lamentable y dolorosamente vaciado de contenido- que es Rodolfo Walsh. Una declaración que no es lo suficientemente conocida entre quienes lo respetan honestamente como para poder hacerla carne y que ha sido tácticamente ocultada por quienes han intentado pasteurizar su nombre al recordarlo apenas como “periodista”, sin agregarle a su mínima descripción “escritor, intelectual y militante”.

Me refiero a lo que dijo en su escrito “El delito de opinar”, publicado en la revista Primera Plana el 16 de mayo de 1972. “La libertad de prensa”, escribió Walsh, “no es la más importante de las libertades. Además, la única que merece ese nombre es la que expresa los intereses del pueblo y en particular los de la clase trabajadora”. Jaque Mate al liberalismo bobo y a los profesionales que se creen ajenos y fuera del juego de intereses de los medios en los que se desempeñan.

La segunda acción fue preguntarle a una de las pocas personas que conocen cada nucleótido de mi ADN, mi hermana. Recuerdo que después de la respuesta pública de Néstor Kirchner a José Claudio Escribano, luego de que el entonces mandamás de La Nación publicara disfrazado de artículo periodístico un pliego de condiciones y extorsiones a un presidente de la República y luego de un par de menciones con nombre y apellido a aquellos que por entonces aún nadie se atrevía a cuestionar en voz de demasiado alta, los periodistas, le consulté a ella con total franqueza y libre de toda especulación: ¿Qué es lo me entusiasma de este hombre al que voté con ganas, sin saber demasiado por qué me provocaba cierto encanto?Ay” -me dijo ella para ponerle algo de palabra al gesto de ¿podés realmente ser tan distraída como para aún no haberte dado cuenta?- “porque Kirchner se la pasa cuestionando a los mismos con los que me venís enfermando desde que tengo uso de razón”.

Me quedé pasmada. Era así de obvio y de sencillo. Ante mis ojos, un presidente de la Nación, es decir, el lugar de la supremacía institucional, se atrevía  a cuestionar y a empezar a desandar el camino que había puesto al periodismo en el sitial de mayor relevancia pública, muy por encima no sólo de la política sino de todo sector que correspondiera lo público.

Yo ya era periodista cuando en los espantosos noventas empresas, diputados, senadores, funcionarios, dirigentes, sacerdotes, representantes gremiales, líderes de ONGs y personalidades de la cultura nos reverenciaban, nos premiaban por no sé bien qué con regalos ridículos, nos invitaban a cócteles muy por encima de nuestro merecimiento y nos atendían los llamados telefónicos como si cualquier pregunta zonza fuera la máxima urgencia nacional.

Me acuerdo que detestaba ese lugar. No era para eso que había soñado con ser periodista ni para lo cual había estudiado la hermosa carrera de Ciencias de la Comunicación. Me horrorizaba que personas que estaban muy por encima de mis cualidades se sintieran menos, o temerosas frente a los micrófonos, las cámaras o las sencillas libretas con las que nos presentábamos los periodistas de gráfica. Pero más me espantaba que colegas vivieran esta situación no sólo como lo más habitual, sino como lo que no podía ser de otro modo. La naturalización del rol de vaca sagrada y de cinismo me alejaban de eso que Gabriel García Márquez había denominado “la más hermosa de las profesiones”.

¿Dónde estaban el honor, el valor y la dignidad que, supuestamente, eran inherentes a este oficio si era más fácil linchar públicamente a alguien que encontrar las palabras adecuadas para escribir una buena nota? Eso no era lo que había elegido, lo que había soñado y para lo que me estaba formando. Algo debía ocurrir. En voz baja lo decíamos en los pasillos de nuestra trinchera, la universidad. Con más jactancia lo sosteníamos en nuestros puestos de lucha, las aulas.

Y algo pasó. Primero fue que al valor político del diálogo con la prensa no le fue ajeno el espacio físico que se eligió para mantenerlo. El Presidente Kirchner le devolvió autoridad a la Presidencia. Si los periodistas quieren dialogar con la máxima figura institucional, pues deberán trasladarse a donde él se encuentra. Y no al revés.

Luego empezó a pasar que la desesperación de los colegas se hizo masiva: ¿qué era eso –parecían plantear ofendidos- de que un primer mandatario no adelantara medidas de gobierno para convertirlas en primicia y congraciarse con los más jetones del medio?

Después vino eso que los importantes vieron como una falta de respeto con el jet set profesional y que era ni más ni menos que dedicarle el mismo tiempo de respuesta a la menos escuchada de las radios provinciales que al diario que te pone  la agenda a las trompadas.

Y por último, ese gesto irreverente no sólo de contestar sino de hacer explícita a través del humor la tensión –obvia, propia, innata, congénita pero enterrada y ocultada- que siempre mantendrán la política con la lógica de los medios de comunicación.

Fue a través de un aviso que se publicó en los diarios a modo de saludo por el Día del Periodista el martes 7 de junio de 2005. “Hoy estamos apretando a los periodistas”, decía en letras grandotas y a lo ancho de toda una página. Y un poquito más abajo, entre paréntesis y más chiquito: “con un fuerte abrazo”. Firmaba la Secretaría de Medios de Comunicación, Jefatura de Gabinete y Presidencia de la Nación y finalizaban el saludo con el siguiente texto: “Saludamos a quienes día a día buscan la verdad, ejercen la libertad de expresión sin temores y con su trabajo garantizan el derecho a la información para todos”.

La mayoría de mis amigos del medio se horrorizó. Y yo me espanté no sólo de la falta de humor sino por la cabal comprensión de cuánta hipocresía políticamente correcta circulaba entre colegas. Me había gustado el juego de palabras del apretón, pero más me había dejado pensando eso de felicitar en su día a quienes “buscan la verdad, ejercen la libertad de expresión sin temores y garantizan el derecho a la información para todos”. No sé bien por qué, pero tuve la certeza de que no se refería a los periodistas en general, sino solamente a aquellos que hacían eso con su profesión. No era una generalización. Era un sutil parteaguas entre los enamorados de este oficio, los que pensábamos que había algo más que el ego de nuestros nombres hechos cosa pública, y los cínicos y mercenarios.

Había algo allí que no sólo ratificaba ese re enamoramiento más general de la política que empezaba a olfatearse, sino que, en lo personal, me reconciliaba con la profesión. En esos términos me gustaba el escenario que se abría. Porque los periodistas ya no podíamos ocultarnos detrás del mentiroso y ficticio telón de la independencia, la objetividad, la imparcialidad, la apoliticidad y toda la sarta de farsas, simulaciones y engaños con que la mayoría del medio se había embanderado y que fuese legitimado y coronado con aquel espanto vuelto discurso de Martín Fierro en 1992 de “cuando se enciende una cámara, se apaga el autoritarismo” del cerebro de Canal 13, Luis Clur.

Había sido un horror aquel discurso del jefe del canal del solcito, porque era la revalidación de la idea tramposa de que los medios son apenas canales vacuos a través de los cuales circulan mensajes sin que nadie intervenga en la construcción de discursos. Pero además, era fortalecer el mito ocultando la otra parte de la operación. Porque si con una cámara encendida se terminaba el autoritarismo, la pregunta que debíamos hacernos y que no se hacía era por qué no hay cámaras prendidas en TODOS los sitios de una República y no sólo en la arena de la política. Y porque si eso aún pueden sostenerlo algunos cronistas de quinta categoría cuando son premiados y les dan micrófono, vale hoy interrogarlos y preguntarles por qué se oponen a que un vicepresidente tenga cámaras encendidas cuando vaya a ser indagado con la certeza de ser procesado.

En su momento, como la guerra aún no era ni abierta ni declarada y Néstor Kirchner no había aprendido la parte de la lección que indica que con los dueños de medios no se puede acordar en almuerzos cerrados sino con el pueblo en la calle, al diario La Nación la solicitada del saludo no le había parecido ni agresiva, ni una embestida, ni polémica. “Particular”, dijeron en el título. Sugirieron lo que vendría, pero ni imaginaban que el kirchnerismo se iba atrever a correr todos los telones y permitir al pueblo entero ver y conocer los detalles del backstage –cuyos datos de funcionamiento se guardaban bajo siete llaves- de cómo opera el periodismo en particular, y los medios de comunicación en general. Cosas bien distintas estas, pero que hoy gracias a que la temática es cosa pública hemos avanzado como República al saber no sólo que la disciplina tiene los condicionamientos de la propiedad, sino que los profesionales que no quieren definir sus predilección partidaria o que aún hoy insisten en decirse fuera de la política tienen un enorme problema no con los demás sino con ellos, porque no llegan ni al escalón de mediocres.

La crónica sobre aquel saludo, que publicó La Nación, pero que escribió la agencia Diarios y Noticias, o sea, los propios La Nación y Clarín, era inocua para lo que leeríamos hoy. Decía: “(DyN) - El gobierno nacional saludó a los periodistas en su día a través de una solicitada en la que hace un juego de palabras en broma, aludiendo a la fama que se ganó de tener una difícil y dura relación con la prensa. (…) La expresión "apretando" a los periodistas que encabeza la solicitada es una obvia alusión a las numerosas críticas que reciben el presidente Néstor Kirchner y sus colaboradores por la complicada relación que mantienen con la prensa. (…) El presidente Kirchner suele cuestionar en actos públicos a periodistas identificándolos por nombre y apellido, o a medios en general, cuando publican artículos que no le resultan de su agrado”.

Bastante prudente el texto. Aún nadie se había animado a meterse de lleno en el barro en que opera el sistema de medios. Aún no lo habían escuchado a Kirchner reconocer que “Cristina es mucho más corajuda que yo”.

Todo lo que vino después es historia –detalle más, pormenor menos- bastante conocida. Cada espacio político sabe qué relato construyó y cada periodista sabe de qué lado estuvo en cada momento. No se trata ahora de hacer ese balance ni de contar costillas.

Pero sí sigue siendo tiempo de insistir en que “la grieta” no la abrió esta gobierno. La zanja viene desde el fondo de los tiempos. Si queremos un grado cero en los libros de historia no antigua, podemos ubicar a la versión criolla de la muralla china en Adolfo Alsina. Y si nos remitimos al periodismo, vamos con el jacobino Mariano Moreno y su nada objetiva, ni imparcial, ni independiente, ni apolítica máxima de "Prefiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila". O retomemos a quien siempre estaremos obligados a leer y releer: Rodolfo Walsh. Porque él escribió la Carta abierta a las Juntas, dijo que publicó Operación Masacre no para “reflejar” nada sino para que el libro “actuara” y sostuvo que “la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez”, entre otras tantas verdades dichas en sus textos más conocidos. Pero también puso negro sobre blanco en artículos mucho menos difundidos, por ejemplo, que: “En cuanto a la manera de informar –o deformar- de las agencias y los medios en general, sólo se me ocurre decir que su consecuencia es que la gente ya no cree nada. Ni los periodistas, ni los lectores. Salvo en los resultados del fútbol, se ha creado una forma de leer al revés”.

Lo sostuvo en 1972. Jamás tendrá idea de la actualidad y oportunidad de este párrafo en estos convulsionados, fervorosos, apasionados años que corren. Estos en los que muchos hemos podido sacarnos la mochila de farsas con las que quisieron meternos con fórceps en la profesión; éstos en los cuales gracias a todos quienes se atrevieron podemos sostener que los periodistas somos actores de la política -militemos o no- sin que nos miren raro y se rían mientras nos acusan de no haber visto caer el Muro de Berlín; estos “tiempos de felicidad”, como rezaba el lema de la Gazeta de Buenos Aires que fundó la Primera Junta de Gobierno Patrio y por cuya primera aparición celebramos el día del Periodista: “estos tiempos de felicidad en los cuales se puede sentir lo que se desea” y, además, “es lícito decirlo”.