El uso del dolor ante el debate de la ley
Los exaltados paneles televisivos alrededor de los llamados “linchamientos” fueron el aperitivo mediático luego del cual (según la secuencia que propone una agenda muy sugestiva) nos disponemos a degustar el tratamiento de la eventual reforma del Código Penal. Sin duda, se trata de dos temáticas que involucran fuertemente a la ciudadanía. No obstante, ambas presentan un rasgo que condiciona la validez de su abordaje en un medio televisivo que, mayormente, no fomenta debates que comprometan la razón, sino la emoción.
Ocurre que ambas temáticas reclaman una reflexión sobre la ley. Y ésta no puede (ni debe) compartir la misma mesa con la emoción. De allí la contrariedad que surge al incluir, en esos paneles presuntamente destinados al debate, a familiares de “víctimas de la inseguridad”. Por supuesto, frente a un crimen, desatinado sería impugnar el derecho de los familiares a manifestar públicamente su dolor. Sin embargo, esta corroboración tan evidente no nos exime de preguntarnos: en el contexto de lo que suele presentarse como un espacio para el intercambio de ideas, ¿qué argumento se puede esgrimir ante quien atraviesa la intensa conmoción de haber sufrido una violenta desgracia personal? ¿Puede acaso proponerse, en esas mesas de discusión, el más atinado y aplicable de los razonamientos sin que éste adquiera, tal vez, el carácter de una ofensa? Para el vigente paradigma televisivo, que provoca y celebra el derramamiento de lágrimas, la descarnada exhibición del testimonio emotivo impone una legitimidad mediática que, entre otras cosas, convalida la clausura de lo que ya no podrá ser un debate.
No es inoportuno recalcarlo: jamás un sentimiento o un estado de conmoción han sido buenos redactores o promotores de leyes. Ni el dolor, ni la angustia, ni el miedo. Menos aún el deseo de venganza. No obstante, a un padre devastado, a una madre al borde del desmayo, se los expone para que se pronuncien (ante la sociedad y pañuelo en mano) sobre cuestiones cuya consideración requiere, al menos, neutralidad, sosiego, distancia.
Es en esas situaciones de honda tristeza y abatimiento que hace su entrada, sigiloso, subrepticio, el pensamiento de derecha. Por cierto, el fenómeno no es novedoso: históricamente, el pensamiento de derecha se alimenta del dolor humano. De tal manera, como hemos analizado en un trabajo de reciente publicación (“La noticia televisiva: resplandor de un discurso inquietante”), muchas veces la explotación sentimental deviene manipulación política.
Este operativo, advertimos, se consuma mediante la turbia tarea de convertir el dolor en odio. Y se aplica, desde la pretendida apelación a cierto ambiguo “sentido común”, sobre quienes aceptan y propagan esa estandarizada reprobación de la actividad política, que tan frecuentemente se invoca.
En los próximos días, el “debate” mediático sobre la posible reforma del Código Penal nos enfrentará, una vez más, a ese discurso que no logra superar la paradoja que lo constituye: un discurso que, por un lado, manifiesta su crispada condena a la “sucia” labor de la política y a la “nociva” injerencia de las posturas ideológicas sobre la vida ciudadana; pero que, por otra parte, bien se cuida de no declarar sus expectativas definitivamente políticas, mal se empeña en esconder su desbordante ideología.
* Lic. en Letras (UBA) y Mg. en Ciencias Sociales (UNQ), investigador y docente de Análisis del Discurso y de Semiología (UNLZ), de Introducción a