Linchadores
De pronto, una sucesión de intentos de ejercer la represión por mano propia, alentada desde distintos lugares y saludada por muchos trogloditas que circulan por las redes sociales, la televisión, las radios, las cartas de lectores de los diarios, ha llevado a un debate de dos siglos atrás. El linchamiento fue una metodología del siglo XIX que en algunos países como EE.UU, se prolongó hasta muy avanzado el siglo XX. Hay varias versiones sobre el origen de la palabra. La más divulgada lo atribuye a un luchador por la independencia norteamericana, William Lynch, plantador de algodón del Estado de Virginia que una vez concretada la separación con Inglaterra y en la transición donde se manifestaba según él un retardo de justicia, decidió actuar en su nombre y escribió una proclama que podría ser suscripta por algunos de los opinadores actuales; decía: “Considerando el intolerable número de pérdidas que hemos sufrido a manos de hombres sin ley que hasta ahora han escapado de la justicia, hemos decidido infligir a los sospechosos que no desistan de sus prácticas perversas, los castigos corporales que juzguemos proporcionales a los delitos perpetrados”
Así entre 1882 y 1903, 3337 personas fueron linchadas en los EE.UU, la mayor parte de los cuales eran negros. La metodología fue adoptada posteriormente por el grupo de fanáticos que operaba encapuchado, con disfraces grotescos bajo el nombre de Ku Klux Klan.
La operatoria del linchamiento se ha reproducido en muchas de las películas norteamericanas de cowboys: el condenado era subido a un caballo, con las manos atadas a la espalda, la soga al cuello se ataba el otro extremo a un árbol y luego se espantaba el caballo que al correr dejaba a la persona colgando, produciendo así el ahorcamiento.
Hay otra versión, menos divulgada, por la cual la palabra linchamiento deriva de un alcalde de Irlanda llamado James Lynch quien en 1493 mandó a ahorcar a su propio hijo tras acusarlo del asesinato de un español.
María Elena Walsh alegó contra la pena de muerte en forma brillante cuando la idea empezó a tomar cuerpo en nuestra sociedad. Entre otras cosas escribió: “Fui lapidada por adúltera. Mi esposo, que tenía manceba en casa y fuera de ella, arrojó la primera piedra, autorizado por los doctores de la ley y a la vista de mis hijos. Me arrojaron a los leones por profesar una religión diferente a la del Estado. Fui condenada a la hoguera, culpable de tener tratos con el demonio encarnado en mi pobre cuzco negro, y por ser portadora de un lunar en la espalda, estigma demoníaco. Fui descuartizado por rebelarme contra la autoridad colonial. Fui condenado a la horca por encabezar una rebelión de siervos hambrientos. Mi señor era el brazo de la Justicia. Fui quemado vivo por sostener teorías heréticas, merced a un contubernio católico-protestante. Fui enviada a la guillotina porque mis camaradas revolucionarios consideraron aberrante que propusiera incluir los Derechos de la Mujer entre los Derechos del Hombre. Me fusilaron en medio de la pampa, a causa de una interna de unitarios. Me fusilaron encinta, junto con mi amante sacerdote, a causa de una interna de federales. Me suicidaron por escribir poesía burguesa y decadente. Fui enviado a la silla eléctrica a los veinte años de mi edad, sin tiempo de arrepentirme o convertirme en un hombre de bien, como suele decirse de los embriones en el claustro materno. Me arrearon a la cámara de gas por pertenecer a un pueblo distinto al de los verdugos…..”
No hay justificación para la injusticia por mano propia. La palabra inseguridad como expresión periodística y ciudadana sólo cubre parcialmente lo que puede denominar. Concentrando la misma en homicidios y robos, la palabra queda amputada en su enorme amplitud.
Aún en el sentido habitual que se la utiliza, hay un discurso de derecha que cree que la solución está en un código penal con penas superlativas; en la ampliación hasta el máximo posible del número de policías, inundar el país de cárceles; en la colocación del mayor número posible de cámaras y en un poder judicial integrado por verdugos que actúen de jueces. La síntesis de esta posición la definió el filósofo griego Protágoras, quien casi 400 años antes de Cristo afirmó: “La justicia es, lo que el hombre rico dice que es.”
El progresismo tiene una visión estructural de integración social y distribución del ingreso que remite la solución de este problema a un lejano momento de amplia justicia social.
Indudablemente ninguna de las dos posiciones puede abordar en el presente un mejoramiento de una situación de inseguridad en el sentido restrictivo dado, que tiene un sustrato de realidad. Como bien lo expresó el jurista Ricardo Gil Lavedra: “En la Argentina hay una percepción de inseguridad que puede que no se compadezca con los datos objetivos, pero esta percepción no está desmentida por una presencia estatal mucho más fuerte.”
Recurriendo a un ejemplo médico, el de derecha, es un cirujano que sólo conoce el bisturí y las amputaciones y el segundo remite a un feliz estadio donde se haya descubierto el remedio para la dolencia que aqueja hoy. Si los médicos no infunden un moderado optimismo al paciente, éste termina recurriendo a curanderos como Sergio Massa o Francisco De Narváez.
El problema es de una enorme complejidad que sólo los que enarbolan slogans pueden levantar soluciones mágicas. Son mentirosos de un oportunismo deleznable.
Tampoco es posible a ciudadanos alarmados consolarlos con estadísticas que revelan que a pesar de lo que perciben, la Argentina es un país con uno de los niveles de delitos más bajos.
Para esos casos es bueno recordar unos versos apropiados de José Larralde: “No venga a tasarme el campo/ con ojos de forasteros/ porque no es como aparenta / sino como yo lo siento”
Tampoco es cuestión de obviar el problema, omitiendo su denominación, como si no mencionándolo despareciese el mismo. En ese caso es bueno recordar la frase del poeta Mario Trejo: “La palabra perro no muerde. El que muerde es el perro”
Como bien sostiene el sociólogo Leandro Gamallo: “Probablemente en esta reacciones convivan el “hartazgo” de una situación percibida como intolerable con una concepción absolutamente discriminatoria que genera un “nosotros” (la ciudadanía o un vecino) opuesto a un “ellos” que deben ser eliminados (los delincuentes). Lo que parece una certeza es que en nuestro país los linchamientos no pueden concebirse como una estrategia, ni mucho menos como un acto de prevención ciudadana en materia de seguridad”.
O como advierte Javier Nuñez en “No cuenten conmigo”: “Pero más duele ver hacia qué clase de sociedad nos encaminamos -o algunos creen que deberíamos encaminar- y qué frágiles son las estructuras que nos separan de la oscuridad ….Cuando el contrato social se rompe, pierde sentido el Estado de Derecho y el derrumbe de las reglas de convivencia en lugar de atenuar la inseguridad, la incrementa; frente a una legalidad incierta, la sensación de riesgo no hace más que amplificarse….La ley de la jungla nunca puede ser una solución.”
Es necesario diferenciar la reacción de una víctima, cuyo comportamiento es personal e imprevisible, de aquellos que actúan en patota para consumar venganza por mano propia.
Es preciso puntualizar que tampoco se puede ni se debe legislar desde el dolor de las víctimas.
Nuestra sociedad ha sido disciplinada a través del miedo, que ha ido del terrorismo de estado a la hiperinflación; del asalto a los supermercados a la crisis económica más importante en cien años, con la consiguiente desocupación extrema, la pobreza, la indigencia y el exilio del 2001; de los cuatro años de recesión de 1998 al 2001, al ametrallamiento mediático: sólo algunos de los diferentes cataclismos políticos, económicos y sociales.
Resulta llamativo que los que consideran al Estado un obstáculo para el mercado, cuya presencia se justifica sólo para direccionar los beneficios hacia los ganadores y garantizar la seguridad jurídica de sus negocios enarbolen con entusiasmo el slogan del Estado ausente. Eso se acentúa cuando el comentarista es el jefe de gobierno del distrito de mayor renta per cápita del país.
Es necesario encarar como política de estado para la próxima década, las diferentes patas del problema: policías diferentes, alejadas de su complicidad con el delito, con buenos sueldos, capacitación amplia y profunda, dotada de los medios imprescindibles; cambios fundamentales en el poder judicial con dotación humana, infraestructura y recursos necesarios, con juicios orales que agilicen las causas; cárceles que no sean campos de concentración sino que habiliten al delincuente para su reinserción en la sociedad; cambios totales en el servicio penitenciario; políticas focalizadas en la recomposición del entretejido social, entrando el Estado donde hoy está ausente; nuevo código penal que establezca una justa proporcionalidad entre delitos y penas: apenas algunas puntas para entrarle al problema.
Cómo abordó María Elena Walsh la pena de muerte en el artículo mencionado, que concluía:
“Me condenaron de facto por imprimir libelos subversivos, arrojándome semivivo a una fosa común. A lo largo de la historia, hombres doctos o brutales supieron con certeza qué delito merecía la pena capital. Siempre supieron que yo, no otro, era el culpable. Jamás dudaron de que el castigo era ejemplar. Cada vez que se alude a este escarmiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas.
Parafraseando a María Elena: “Cada vez que se perpetra un linchamiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas.