Cierra el café “Le Caravelle”, nace otro fantasma de la calle Lavalle
Ya habían convertido sus cines en templos donde un dios brasileño cotiza en la bolsa el dolor de los desesperados; ya sus esquinas se habían colmado de tarjeteros que ofrecen la misma manzana que tantas veces mordieran los adanes que no tienen paraísos que perder; ya sus tardes se habían llenado de una multitud de solitarios, demasiados vendedores y compradores de oro, mas ningún alquimista, negocios donde los usureros condenan a los condenados; ya la peatonal de la vida se había transformado en una calle más del mundo, transitada mayoritariamente por oficinistas que pasean sus idilios entre sus tontos días y sus teléfonos inteligentes, mientras “arbolitos” sin raíces repiten una palabra que se ha banalizado: “cambio, cambio”. Sin embargo, siempre quedan trincheras: una muchacha que al pasar deja su perfume, sin pedir nada cambio; un lustrabotas que canta como un gondolero varado en el microcentro porteño, y cafés en los que se reúnen los penúltimos rufianes melancólicos de la misteriosa Buenos Aires.
No obstante, la peatonal Lavalle recibirá en estos días su tiro de gracia: cerrará el café notable “Le Caravelle”, fundado en 1961. Es decir, un mundo llegará a su fin, se acabará el nido de los matemáticos de los sueños, los levanta quiniela ya no tendrán sus barras desde donde contemplar el oráculo (Le Caravelle es un café de parado, no tiene mesas), barras que son como los pupitres de la escuela de todas las cosas, donde muchos han confeccionado el testamento del mundo y los mapas para acceder a la secreta ciudad, siempre latente; tampoco los que sienten a la corbata como horca encontrarán su oxígeno en el whisky del atardecer, ni los viudos de otro día perdido aliviarán su desasosiego en el crepúsculo del café amargo; ya Discépolo se quedará sin otra ventana donde apoyar la ñata contra el vidrio.
Mientras Buenos Aires se llena de cafés gringos, cafés sin mozos y sin viejos que puedan recuperar la sonrisa de Gardel o el fastidio de Roberto Arlt; cafés sin albañiles del porvenir del mundo, cafés sin Manzis y sin Borges; cafés sin soldados del amanecer, cafés sin noches interminables, o mejor dicho, de “coffees”, porque ellos son del idioma del vencedor, ellos vienen a conquistar, a imponer la cultura de los consumidores de donas, ellos vienen a evitar que los cafés de acá nos hagan recordar a nuestros héroes culturales; ellos vienen a imponer una nostalgia de cosas que nunca vivimos, un sabor de un mundo que no huele a nuestro barrio, “coffees” en los que nunca sentimos la presencia de nuestro padre, de nuestro abuelo, y justamente ésa es la idea: un espacio que no nos invite a luchar para volver a casa, cuando digo “volver a casa” no me refiero al pasado, más bien quiero decir, la casa ideal, luchar por volver a casa, pelear por construir ese sueño que siempre tuvimos de casa; por eso no es sólo el cierre del café “Le Caravelle”, es la clausura de un espejo en el que mirarnos y reconocer de qué estamos hechos, de qué cosas fueron construidas nuestras miradas. ¿Dónde hallaremos personajes como el parroquiano que encuentra un tango para cada noticia; o el que se ufana de haber tenido 777 amantes, pero que al alcanzar esa cifra divina consagró su alma y su cuerpo al ascetismo; o el Elvis de Lanús, que entre café y café jura que él no imita al cantante de Mississippi sino que él es el mismo Elvis que ha llegado escapando de la fama; o el burrero que se define como sanmartiniano por las batallas que ha librado con su caballo blanco? ¿A dónde se irá ese elenco estable de “Le Caravelle”? ¿A dónde se irán esos viejos mozos con tonadas salteñas, tucumanas, santiagueñas, que con tanta picardía de provincia aderezaron al otario microcentro, esos mozos que tienen la medida exacta del trago según el tamaño de la pena, y la palabra justa para romper el bullicio interior de cada náufrago urbano? Por eso cuando los adolescentes empleados de los “coffees” nos preguntan el nombre cada vez que hacemos un pedido, yo me acuerdo de la respuesta de Ulises al Cíclope: “me llamo Nadie”, y me río porque ése es el propósito de la cultura de los “coffees”: hacer de todo lo que uno es, de todas las cosas que a uno le dan dado nombre, un nadie. Que los cafés sean como los shoppings y los aeropuertos: iguales en todos lados. De todos los sitios y de ninguno.
La ciudad se llena de colores siempre ajenos, las cosas de siempre adquieren otros nombres, entonces es necesario preguntarnos: ¿Qué cosas nos enriquecen y qué cosas nos empobrecen? No sea que como el Rey Midas, ambiciosos de un oro que no nos alimenta, terminemos huérfanos de nuestros viejos, de nuestros colores, de nuestros personajes, huérfanos de nosotros mismos.
Con el cierre de “Le Caravelle” (Lavalle 726), en la peatonal Lavalle nace otro fantasma de Buenos Aires; las telarañas del mundo , como decía Tuñón, comienzan a cubrir lo que queda de su alma.