Último tren a Plaza de Mayo
Relato en primera persona de aquella histórica jornada que se ha dado en llamar 'Argentinazo' y terminó con el gobierno antipopular de De la Rúa y la Alianza.
Eran como las dos o tres de la tarde –no lo recuerdo exactamente– cuando decidí viajar a Plaza de Mayo, adonde estaban mis compañeros del PO y quien entonces era mi compañera de vida y madre de mis hijos, Estela.
Aquel 20 de diciembre no tenía previsto movilizarme: lo había hecho el día anterior, a Plaza de Mayo, justamente, durante la noche, y lo venía haciendo casi cotidianamente con el partido o con el Polo Obrero de Hurlingham, tanto a la municipalidad como al Ministerio de Acción Social, al de Trabajo e incluso a La Plata.
Ese día tenía el cierre del semanario del conurbano en el cual trabajaba y no podía ausentarme. No obstante, viendo por TV lo que estaba ocurriendo en la Capital y en particular en Plaza de Mayo, terminé mi trabajo lo más rápido que pude y decidí ir. Los chicos estaban estaban en casa, así que no eran un impedimento.
Fui a la estación de Hurlingham del San Martín que, a esa hora de la tarde, me pareció inusualmente llena; de hecho, el tren llegó inusualmente lleno para esa hora y para esa época en la cual eran pocos los que usaban el ferrocarril para trasladarse a sus trabajos, sencillamente porque no abundaba el trabajo para los sectores más empobrecidos del conurbano.
Una hora le llevó al convoy desvencijado llegar a Retiro, donde cientos de personas se amontonaban y chocaban entre sí para salir de la terminal, unos, y esperando que saliera algún tren hacia José C. Paz o Pilar, otros. Pregunté a un guarda qué pasaba: por orden del gobierno, me dijo, se habían suspendido todos los servicios desde y hacia provincia. El San Martín estaba oficialmente paralizado.
Desde las épocas de Menem, el conurbano bullía, organizada como desorganizadamente, y en el marco de lo que venía ocurriendo, era de esperar que, organizada y desorganizadamente, el Gran Buenos Aires acudiera al centro del poder político para manifestar su bronca organizada y desorganizada.
Las últimas decisiones de De la Rúa, en especial las que soliviantaron a la clase media porteña y bonaerense, habían servido de catalizador para unificar toda la rabia que anidaba y venía estallando en las calles del oeste pero también del sur y del norte.
La decisión de frenar el tren no era casual: el poder político, en fin, temía como a la peste que los trabajadores –ocupados y desocupados– de los distritos del conurbano acudieran con su rabia secular y en masa adonde se levantaba y aún se levanta el símbolo de su poder: la Plaza de Mayo y la Casa Rosada.
Cuando se trata de gobiernos antiobreros, antipopulares, nada les da más miedo ni –vale aclararlo– les repugna más.
Pero cancelar todos los trenes no alcanzó: ya sea caminando desde Retiro –como hice yo– o desde Constitución o desde las localidades linderas a la Capital o desde más allá en vehículos particulares o en colectivos, lo cierto es que la Plaza de los trabajadores –como debiera llamarse– fue colmada por cabecitas negras y no tanto venidos de allende la General Paz y de los barrios porteños más empobrecidos.
Allí, luego de hacer un montón de cuadras a pie, cada dos o trescientos metros viendo a la montada de la Federal –en motos, particularmente– disparando sus Itakas contra pequeños grupos de pibes y no tanto que, como yo, se dirigían a la Plaza; puteándolos y escuchando cómo los propios vecinos, entre ellos ancianos y ancianas, puteaban conmigo a la cana, blancos y negritos nos unimos en un clamor común: ¡que se vayan todos!
Tardé largo rato en encontrar la columna del Partido Obrero que marchaba disciplinadamente mientras, al mismo tiempo, repelía todas las avanzadas de la montada, a caballo o en moto, a pedrada limpia. Me uní al combate, me uní resuelta y disciplinadamente al Argentinazo, ya que aquella plaza se replicaba en todas y cada una de las plazas centrales del país.
Marchamos entre disparos, explosiones, gases lacrimógenos, barricadas improvisadas y fogatas hasta Plaza de Mayo. Calculo que eran las siete o las ocho de la tarde –porque andaba como atardeciendo– cuando se oyó el clamor, las bocinas de los motoqueros que, como si fueran nuestra caballería, recorría los alrededores: De la Rúa había renunciado.
Dejaba un saldo de destrucción económica y social y de decenas de muertes durante aquella jornada, tras decretar el estado de sitio y dar la orden de represión, intentando evitar de cualquier modo el final anunciado, la muerte política anunciada.
Nada le sirvió, nada podía servirle: por vez primera en la historia argentina, un gobierno democráticamente elegido pero profundamente antiobrero, antipopular, era expulsado de la Casa Rosada por las masas movilizadas. Y fui parte de aquello.