Memorias de un niño peronista
10. Una ciénaga de corrupción y desorden
Estaba a cada momento más y más perdido en ese mundo de locos que ya no sólo se extendía más allá de la puerta de calle sino que había comenzado a introducirse en las conversaciones familiares. Lo peor es que no tenía a quien recurrir para orientarme un poco y ni se me cruzaba por la cabeza la idea de preguntarle a mi viejo.
¿Qué me hubiera dicho mi viejo?
Que eran todas habladurías, que lo del tractor sólo se lo podían creer marmotas como mi tío Rodolfo o sus clientes del bar, que los crímenes de Perón eran mucho más serios que cualquiera de las cosas de las que lo acusaba en radio Colonia, en el bar o en el patio de la casa de mi tía. La traición a la Patria, la suma del poder público –“¡Igual que Rosas!”, bramaba mi viejo–, la Constitución del 49 y, ni qué hablar, el contrato con la California, eran de por sí suficientemente graves como para andar todos los días inventándole a Perón una nueva trapisonda.
Lo de la California me había dejado más confundido que Pablito Serún al enterarse de que Juan Duarte había sido visto bailando merengue con Carmen Miranda. ¿Qué tenía que ver Perón con California? ¿Y qué diablos era California además de un lugar lleno de oro al que iban los cowboys a agarrarse a tiros para que los dibujaran en El Tony?
Por un momento, pensé haber descubierto de qué se trataba: no conforme con haberse robado todo el oro que había en los pasillos del Banco Central, Perón quería ahora apoderarse del oro de las minas de California.
Pero parece que no había sido así, lo que, debo confesar, no dejó de decepcionarme.
Según venía despotricando mi viejo a lo largo del último año, Perón planeaba regalarle a los norteamericanos toda la Patagonia, incluido el petróleo. O directamente el petróleo, porque si había que hacerle caso al diariero Miguel, la Patagonia no servía para una reverenda mierda y lo bien que hubiéramos hecho en dejársela a los chilenos, como recomendaba Sarmiento.
Por suerte, mi viejo jamás había presenciado una de las conferencias del diariero Miguel. Jamás iba al bar y ni siquiera pasaba por ahí para entrar a la casa de mi tía, y eso que el del bar era al camino más usado por todos, desde mi tío Polo hasta mi vieja, mi hermana y yo. Cuando los del conventillo se curaron de peronismo y pudimos volver a casa, cada vez que íbamos de visita a lo de mi tía, mi vieja, mi hermana y yo entrábamos por el bar. Mi viejo, en cambio, prefería entrar solo, por el pasillo que conducía directamente al patio de mi tía, y que era por lo general obstruido por los cajones de cerveza que mi tío Rodolfo apilaba tan a la bartola que muchas veces había que pasar de costado.
Mi viejo era capaz de cualquier cosa con tal de no encontrarse con el Mudo, el Pelado, o cualquier otro amigo del barrio. Y se hubiera trompeado con el diariero Miguel: no sólo en la Patagonia estaba el futuro del país sino que el petróleo era lo más importante del mundo, lo que agregaba una nueva razón para detestar a Perón, que quería dárselo a los cow boys de California. Por eso, para regalárselo a los norteamericanos había querido volver a reformar la Constitución del 49, que se lo había prohibido.
Yo no sabía muy bien si la Constitución del 49 prohibía a Perón regalarle el petróleo a los norteamericanos, pero me resultaba incomprensible que mi viejo protestara porque ahora Perón quería reformarla: si era tan mala como no se cansaba de decir ¿qué había de malo en cambiarla por otra?
Ocurría que mi viejo había empezado a tener un nuevo ídolo: Arturo Frondizi, el que hablaba por radio más lindo que Augusto Bonardo y Mariano Perla juntos. “Si hasta pronuncia la doble ele como corresponde”, explicaba mi vieja que, como toda nativa de Paternal podía hablar yiddish casi de corrido, pero estaba estructuralmente incapacitada para decir elle.
Frondizi no pronunciaba la doble ele como correspondía porque era culto sino porque era correntino, pero no sería mi vieja la única sorprendida: en unos años, mi viejo se sentiría frustrado por haber votado por él sólo porque defendía el petróleo y había prometido seguir con las cosas buenas de Perón.
Que Perón tuviera cosas buenas era una posibilidad que nunca se me había ocurrido. Si no hacía más que escuchar pestes de él.
De a poco y como sin querer, me fui enterando de que la de Frondizi no sería la última pero tampoco la primera decepción de mi viejo.
–Me acuerdo lo ilusionado que estaba José –le escuché secretar a mi vieja–. ¿Te acordás? Se la pasaba acá en la esquina hablando a favor de él, cuando era coronel. Y hasta para las elecciones.
Hasta donde yo sabía, ni mi viejo ni Frondizi habían sido coroneles, así que mi vieja debía estar hablando de algún otro.
–¡Pero lo engañó! No sabés lo mal que se puso José cuando el tipo empezó a mostrar la hilacha…
–A la final –acotó filosóficamente mi tía–, son todos iguales.
–Lo único que quería era hacerse rico. ¿No lees los diarios?
Mi tía no sólo leía los diarios sino que también escuchaba radio Colonia, así que estaba completamente de acuerdo. Sólo yo seguía en ascuas, con la cabeza hecha un barullo. ¿De quién hablaban?
En el bar, el doctor Rofo me daría una pista.
–El Dictador –decía ante su auditorio de siempre– que había proclamado que no quería que hubiera pobres demasiado pobres ni ricos demasiado ricos, se enriquecía con los negociados acaparando gigantescos porcentajes en todos ellos, y se quejaba de que los obreros no se conformaran con vivir con lo magros salarios que él les fijaba.
De Perón, claro. ¿De quién, sino, iban a hablar? A veces me parecía que si, de pronto, Perón y todo cuanto había hecho y dejado de hacer se llegaban a evaporar de la faz de la tierra, todos en el bar, en mi casa, en los diarios, en radio Colonia, se quedarían instantáneamente mudos y con el cerebro en blanco.
Y Ariel Delgado ya no tendría más noticias para ningún otro boletín.
–Mucho mejor no estamos ahora –comentó el Mudo, como al pasar.
El diariero Miguel no iba a dejar las cosas así.
–¡Y vos que sabés, si te la pasás levantando quiniela!
–Sé que la gente tiene cada vez menos guita.
–Querrás decir que cada vez juegan menos –El Mudo se alzó de hombros. Miguel prosiguió, con mayor énfasis–: Eso es bueno. Quiere decir que ahora los obreros confían en progresar gracias al esfuerzo y no a los golpes de suerte.
El doctor creyó llegado el momento de intervenir.
–Perón y el peronismo hundieron al país en una ciénaga de corrupción y desorden, envileciendo al obrero con sus dádivas.
–El gobierno más corrupto de la historia –apuntó Miguel.
–Efectivamente, amigo Miguel. Recuérdense los negociados de la hojalata, de la carne, el aluminio y la bauxita, el de la lana, el acaparamiento de azúcar, el contrabando de caucho y neumáticos, los robos y negociados en la Empresa Mixta Telefónica...
¡Y yo que pensaba que lo de los tractores había sido lo peor!
La enumeración excitó la memoria de mi tío, hasta esa hora a puro café. Recién empezaba a servir los Campari de Carlitos y Alberto Culacciati.
–El informe del conde Rodríguez...
El doctor parpadeó, desorientado, pero no demoró mucho en comprender.
–¡El informe Rodríguez Conde! Tiene razón, Rodolfo ¿Por qué Perón ocultó el informe del teniente coronel Rodríguez Conde?
–Eso ¿por qué? –dijo el Mudo sin apartar la boca de la bocina del teléfono.
El doctor lo miró con aire de desconcierto, pero Miguel acudió prestamente en su auxilio.
–¡Porque si no lo ocultaba iba a tener que estatizar la CHADE! ¿Por qué él, justamente él, que estatizó todo no estatizó la CHADE?
¡La CHADE! Yo había oído hablar mucho de la CHADE, y desde que había aprendido a leer veía la palabra en la mayoría de las tapas de metal que había en las paredes. Y sabía, porque me lo había explicado mil veces mi vieja, que no había que tocar las tapas que decían CHADE porque uno se podía quedar pegado.
Yo miraba las tapas preguntándome si tendían algún engrudo invisible pero, por las dudas, no las tocaba. A las que decían OSN sí se las podía tocar todo lo que uno quisiera. En cambio, mi hermana y mi primo, que no sabían leer, no podían tocar ninguna tapa.
Saber cuáles tapas se podían tocar y cuáles no era una de las ventajas de ir a la escuela.
Lo otro que sabía de la CHADE era que ahí trabajaba el mayor de los hermanos de mi vieja, el espiritista. ¿Tendría algo que ver la CHADE con el tal Basilio, del que había que hablar bajando la voz, como del peronismo y la paralis?
–La CADE, Miguel –corregía en ese momento el doctor Rofo–. Justamente en la transformación de la CHADE en CADE estuvo el negociado que investigó Rodríguez Conde.
Fue entonces que, por primera vez, escuché esa voz rasposa, acatarrada por años de ginebra y cigarrillos:
–El de la CADE fue un negociado de los radicales.
¡Don Manuel estaba vivo! Quedé paralizado por el asombro y la impresión. Y me parece que no fui el único, porque durante unos segundos todos quedaron en silencio. Hasta el Mudo dejó de murmurar en el teléfono. ¿Pero quién, sino él, iba a romper el silencio?
–De los radicales y los socialistas –dijo.
Carlitos y Alberto Culacciati alcanzaron a sujetar al diariero Miguel, mientras el doctor Rofo trataba de evitar la pelea de la forma más sencilla y expeditiva, que era echarle la culpa a Perón.
–Recuérdese el negociado con el subsidio del aceite, el asunto del cemento portland, el de los tanques de guerra...
Aprovechando que Miguel se acomodaba las ropas y hacía evidentes esfuerzos por calmarse, el doctor prosiguió:
–Se trató de un plan fríamente calculado que comenzó a pergeñarse desde los tiempos de la guerra. Vean este fac-símil que reproduce La Prensa.
Carlitos y Alberto Culacciati quisieron ver el dichoso fac-símil y hasta yo hubiera querido verlo, para enterarme de una buena vez qué era un fac-símil, palabra que había escuchado antes en boca del doctor, pero que no sonaba como otro de los crímenes de Perón.
Tanto Carlitos y Alberto Culacciati como yo nos quedaríamos con las ganas: el doctor no mostró nada sino que procedió a leer:
–“En una carta del Ministro Consejero de la Embajada Alemana en Buenos Aires, O. Beynem, del 12 de junio de 1943, al capitán Dietrich Niebhur, se lee: ‘La señorita Duarte me mostró una carta de su amante en que se fijan los lineamientos generales de la obra futura del gobierno revolucionario’”.
El doctor dejó de leer, bajó el diario, paseó su mirada por cada uno de los presentes.
–¿Se dan cuenta?
Me pareció que nadie se daba cuenta de nada, ni siquiera Miguel, que siguió callado.
–“Los trabajadores argentinos nacieron animales de rebaño y como tales morirán. Para gobernarlos basta darles comida, trabajo y leyes para rebaño, que los mantengan en bretes”. Eso es lo que dice la carta del amante de la señorita Duarte.
Miguel se acercó al doctor. Parecía contrariado: La Razón de esa tarde no había dicho nada del tema.
El doctor explicó:
–Son documentos encontrados por los aliados en las ruinas de la cancillería del Reich, milagrosamente intactos. In-tac-tos ¿se dan cuenta?
Golpeó varias veces el diario con el dorso de su mano derecha.
–Hay aquí pruebas indubitables –inconscientemente, miré a mi tío, por si volvía a intentar repetir “indubitable” –de que Eva Duarte era agente alemana. Su sed de dinero la llevó a ligarse con Gerda von Astertoff, espía nazi, y siendo todavía muy jovencita, ganó suculentas sumas en la embajada de Hitler.
El Mudo colgó el auricular del teléfono.
–¿Y?
Nuevamente, Miguel tuvo que ser contenido por Carlitos y Alberto Culacciati.
–¿Cómo “y”? ¿Cómo “y”?
El doctor volvió a intervenir.
–¿No se dan cuenta? Las pequeñas dádivas recibidas por los obreros encerraban dos objetivos: impedir las huelgas y hacer creer a los trabajadores que Perón era su amigo.
Molesto, Miguel se libró de los brazos de los Culacciati.
–Eso es verdad. Hubo pequeñas mejoras para los trabajadores, que los patrones pagaban: total, todo lo que producían lo colocaban a buen precio. ¡Y así empezó la inflación!
–No voy a ser yo –prosiguió el doctor– quien oculte que durante el gobierno del Dictador se hicieron algunas obras públicas y los trabajadores tuvieron mayor respeto.
–Eso es verdad –admitieron Carlitos y Alberto Culacciati, ante la mirada socarrona del Mudo, que había vuelto a tomar el teléfono.
–Pero queda por investigar qué fines perseguía con esas mejores, cuáles eran sus intenciones secretas, sus designios ocultos y qué circunstancias lo posibilitaron.
–¿Cómo qué circunstancias? Si todo lo que hizo Perón fue recurrir a las leyes que había propuesto Palacios.
–¡Esa es una gran verdad, Miguel! –exclamó el doctor.
Así, mientras el Pelado, Carlitos y Alberto Culacciati, mi tío y Pablito Serún convenían en que todo había sido obra de Palacios, yo descubría la verdad de la milanesa: Perón y Palacios tenían que ser la misma persona.
Con razón mi abuelo, que era socialista de Palacios, me había enseñado a gritar “Viva Perón” cada vez que pasaban los aviones a chorro.
*Publicado en Revista Zoom