Memorias de un niño peronista
8. El error del capitán Gandhi
Gracias al capitán Gandhi, la Junta Consultiva y la prensa libre (que no era el nombre de un diario sino el de todos los diarios juntos) pronto se supo que Juan Duarte no se había suicidado. Si bien los capitanes Molinari y Gandhi decían que lo había matado Perón, por culpa del diariero Miguel, del Vascolet y de la hora de tomar la leche, yo estaba convencido de que el asesino había sido mi tío Rodolfo.
Era una situación extraña, que además me provocaba sentimientos encontrados. Al decir de mi vieja y mi tía, mi tío era un tarambana. Y no conforme con esto, no podía controlar bien el trago. Era a causa de su oficio, su generosidad y su sentido de la solidaridad. Por ejemplo, fingía distraerse cuando el Mudo, el Pelado o Carlitos y Alberto Culacciati manoteaban un par de billetes de la botona, que era como el Mudo había bautizado a la caja registradora.
La caja se llamaba National y tenía la puta costumbre de hacer sonar una campanita cada vez que el Mudo apretaba la tecla para abrir el cajón donde mi tío guardaba la plata.
Los problemas de mi tío con el alcohol y el sobrepeso derivaban de su sentido de la solidaridad. Compartía todo: un cliente pedía un Cinzano y ahí estaba él sirviendo dos; el diariero Miguel pedía un especial de crudo y queso y mi tío comía otro a la par; el vaso de clarete de Miguel siempre eran dos, uno para mi tío. Y así.
También rescataba borrachos que dormían en la calle, a los que daba alojamiento temporal en el cuartito de la terraza. El protegido en esa época era Pablito Serún, el borracho rumano o húngaro cuya misión bélica era barrer el local y limpiar el baño de hombres, una letrina inmunda que jamás había conocido ni conocería el detergente, el cloro o –¡y miren lo que les digo!– la acaroína.
En mi infancia, el mundo apestaba a acaroína. Y los troncos de los árboles hasta el metro y medio de altura estaban blanqueados con cal. Debía ser por la paralis, que era como llamábamos a la polio, una enfermedad más jodida que el peronismo. O producida por el peronismo. Si hasta un cura había dicho que era un castigo que Dios enviaba a la Argentina por ser peronista. Sin embargo, caían enfermos tanto los niños peronistas como los niños contreras.
Chicos y grandes vivíamos aterrados por la paralis, y yo mismo, antes de hacerme agente secreto peronista, no podía pensar en otra cosa y evitaba pasar por la vereda de una chica de la vuelta que había muerto de polio. Después no. Después ya no tenía tiempo para la polio: estaba demasiado ocupado vigilando la llegada del avión negro y tomando nota de cuanto ocurriera en el barrio para contárselo a Perón. Hasta que descubrí que el asesino de Duarte había sido mi tío.
La verdad, no sabía qué hacer. ¿Le revelaría a Perón la verdadera identidad del tipo que había matado a su cuñado? ¿Y si ya lo sabía? Porque Gandhi insistía en que Perón había mandado matar a Duarte. Y si lo decía, por algo habría de ser, porque investigaba mucho y había interrogado a Fanny Navarro, Elina Colomer, la vedette Maruja Montes y a un dentista que, además de amigo de Duarte, había sido presidente de la Cámara de Diputados. Cuando Gandhi le mostró la cabeza del muerto, el dentista se desmayó.
Gandhi era como Hamlet: no se apartaba ni un momento de la calavera.
El caso era que si Perón había mandado matar a su cuñado y el asesino era mi tío Rodolfo, eso podía significar que el verdadero agente secreto peronista no era yo, sino mi tío. ¿Qué pensaría de mí Perón si le iba con el cuento de que el asesino de Duarte era un agente suyo? Que yo era un enviado de Gandhi, eso pensaría.
Como agente secreto mi tío debía ser mejor que X9, porque se mostraba cada día más gorila. Eso le decía mi tío Polo en los almuerzos de los domingos, antes de la discusión de rigor. Por las dudas, yo empecé a observar con más atención al tío Rodolfo, por si las manos se le llenaban de pelos, o se ponía a hacer cosas raras, como subirse a los árboles y todas esas locuras que se les da por hacer a los monos. Hasta el momento parecía normal, aunque, gracias al diariero Miguel, cada vez más contrera. Y ya perdió definitivamente la chaveta cuando el doctor Rofo volvió a aparecer por el bar.
De barba candado y grandes bigotes, rigurosamente trajeado, siempre con un clavel rojo en la solapa, el doctor pasó a ser el centro obligado de atención del Pelado, el Mudo, Pablito Serún, Carlitos y Alberto Culacciati, mi tío Rodolfo y hasta don Manuel, el viejito que se sentaba en una pequeña mesa junto a la entrada de Lascano con su eterno vaso de ginebra y la vista perdida en una mancha de la pared. Muchas veces pensé si no estaría muerto y doña Ramona lo llevaba al bar para ventilarlo.
A diferencia del doctor, a quien el diariero Miguel llamaba “don Julio”, el saco de don Manuel estaba increíblemente raído y en su solapa no llevaba un clavel sino un ramito de nomeolvides, unas florcitas que parecían de papel.
Don Manuel permanecía como siempre, estático ante su vaso de ginebra, pero cada vez que en medio del corro el diariero Miguel o el doctor tomaban la palabra, sus acuosos ojos de momia se apartaban de la mancha de la pared y se desplazaban imperceptiblemente hacia el grupo.
El doctor volvía de su exilio en Montevideo y hablaba con gran autoridad sobre todos los temas, pero muy especialmente sobre la Segunda Tiranía, contra la que no se cansaba de despotricar.
Pensando que su inagotable conocimiento provenía de escuchar radio Colonia, quedé muy desconcertado al enterarme de que Colonia no trasmitía para Uruguay sino para Buenos Aires. Lo dijo mi viejo en la cena.
Mi expresión de asombro debió haber llamado su atención, porque me preguntó si me pasaba algo. Me pasaba, pero quería salir de dudas.
–¿Colonia está en Uruguay?
–Claro.
¿Cómo “claro”? Y me lo decía con total naturalidad, como si fuese la cosa más normal del mundo poner una radio en Córdoba para que se escuche en Paraguay, pero no en Córdoba.
No me digan que no era un mundo de locos.
Pero si no era de radio Colonia ¿de dónde sacaba el doctor su extraordinario conocimiento sobre todas las cosas? ¿Acaso era amigo de Gandhi o integraba alguna de las comisiones investigadoras? Como fuere, vino a traer algo de luz al caso Duarte.
–Cuando el valet Inajuro Tashiro –dijo el doctor– entró en la habitación llevando la bandeja del desayuno, el espectáculo le erizó los pelos: Juan Duarte yacía en un charco de sangre, vestido con calzoncillos, camiseta, medias y ligas.
El doctor hizo silencio y agregó con gesto teatral:
–Una flor negra ornaba su sien derecha.
–¿Está diciendo que se suicidó? –se extrañó el Mudo.
–¡Qué se va a suicidar! –exclamaron al unísono Carlitos y Alberto Culaciati.
El diariero Miguel se revolvía en la silla, devorado por la inquietud y las ganas de intervenir, pero sin animarse a contradecir a don Julio.
–Me estoy limitando a reproducir las conclusiones de la investigación oficial.
Al influjo de la ginebra de don Manuel, el clarete de Miguel, los Cinzanos de Carlitos y Alberto Culacciati y el Campari del Pelado, la mente de mi tío Rodolfo iba y venía a la deriva.
–¿De la Comisión Investigadora? –se extrañó– ¿El capitán Gandhi dice que se suicidó?
Esto era demasiado, hasta para el Mudo que dejó, por un instante, de susurrar en la bocina del teléfono, y miró a mi tío con expresión sorprendida. El doctor no lo estaba menos, y paseaba la vista por cada uno de los presentes tratando de entender qué era lo que ocurría.
Miguel decidió intervenir.
–Lo que don Julio quiere decir es que se limitó a trasmitirnos las conclusiones de la investigación realizada en su momento por la policía.
–Claro, claro –dijo el doctor, retomando el hilo del relato–. Según el informe policial, avalado por la investigación del juez, en el suelo, junto al cadáver, el valet vio un revólver Smith & Wesson calibre 38 y sobre la mesa de luz una carta manuscrita.
–Llena de faltas de ortografía –apuntó Miguel.
El doctor asintió.
–A pesar de que, antes de ser publicada, fue corregida en la Secretaría de Prensa y Difusión.
El murmullo de asombro incentivó al doctor.
–Debo dejar constancia –estableció con empaque de escribano público– de que no se practicó sobre ella ninguna pericia caligráfica que la hiciera indubitable.
Mi tío hacía tantos esfuerzos por repetir “indubitable” que acabó escupiendo la dentadura postiza sobre el mostrador. El doctor no se amilanó:
–Además, los médicos legistas han opinado que el disparo que causó la muerte de Duarte (y cito): “fue hecho a distancia no menor a veinte centímetros” y que las heridas que tenía en la cabeza (y vuelvo a citar): “fueron producidas más posiblemente por cuerpo duro aplicado con fuerza y movimiento, que contra cuerpo duro por caída”.
–¿Y eso qué quiere decir? –preguntaron Carlitos y Alberto Culacciati.
–Que el golpe lo recibió antes de morir –dijo Miguel.
El doctor levantó el índice de su mano derecha.
–Y, no menos importante, que el disparo fue hecho desde lejos.
–¿Ven? ¿Ven que no se suicidó? –dijo, desafiante, Carlitos Culacciati.
–Sea como sea –volvió a intervenir Miguel–, Duarte debía morir para que la investigación no prosiguiera.
Mi tío acabó de acomodarse la dentadura postiza.
–A la final, el capitán Gandhi tenía razón.
–Sí y no –dijo el doctor.
El Mudo tapó la bocina del teléfono con la mano.
–¿Cómo que sí y no?
–Sí y no –insistió el doctor–. Gandhi tiene razón, pero está equivocado. El orificio que presenta el cráneo que exhumó es resultado de un disparo, pero este fue hecho post mortem.
Mi tío volvió a luchar con su dentadura. Por suerte, el doctor no le dio tiempo a repetir “post mortem”.
–Existen fundadas razones para suponer que Duarte fue muerto de un tiro en la espalda cuando trataba de escapar del país en compañía de Elina Colomer. Podría decirse que fue un típico ajuste de cuentas entre jerarcas del régimen, cómplices de turbias maniobras de corrupción, sobre todo vinculadas con el monopolio oficial de la exportación de carne, si no fuera...
El mudo apoyó el auricular del teléfono sobre el escritorio, Pablito Serún se asomó a la puerta del baño, Carlitos y Alberto Culacciati aguantaban la respiración. Hasta don Manuel giró la cabeza en dirección al doctor.
–... porque el 31 de diciembre de 1954, en la suntuosa fiesta de fin de año, Juan Duarte fue visto en el Copacabana Palace Hotel bailando merengue con Carmen Miranda.
El Mudo arrojó el teléfono sobre el mostrador.
–¡Ah, no! –exclamó– ¡Esto es demasiado!
–Su muerte fue un show montado por el Tirano para acallar el escándalo.
La mandíbula del Mudo temblaba. La indignación le impedía articular un sonido. Por una vez en su vida había perdido el habla.
El doctor Rofo prosiguió, impertérrito.
–En Uruguay esto lo saben hasta los nenes de teta.
El Mudo tenía los puños cerrados y parecía a punto de arrojarse sobre el doctor. Creo que mi intervención lo libró de acabar en el Departamento de Policía acusado de homicidio o, peor, de peronista.
–¿Duarte está vivo?
–Sí, botija –dijo el doctor, que había estado en Montevideo menos de seis meses pero ya se creía más uruguayo que Obdulio Varela.
–¿Entonces a quién mató mi tío?
Fue un lío bárbaro encontrar la dentadura del tío Rodolfo, que al rebotar había ido a parar abajo de la heladera.
*Publicado en Revista Zoom