Verdad y justicia
Por Mario Oporto (*)
Podríamos dedicarnos a imaginar qué sentiríamos si el Congreso de la Nación, por iniciativa de Néstor Kirchner, no hubiera anulado el 20 de agosto de 2003 las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Esa noche de debate, la entonces senadora Cristina Fernández de Kirchner habló de estar sancionando, mediante la Ley 25779, la “reparación moral de la Argentina”.
Pasaron más de 10 años de ese hecho, que puede resumirse como el momento en que aparecieron simultáneamente la reparación histórica de un daño masivo por parte de las instituciones contra su sociedad, la supresión de la impunidad de crímenes de gran escala y un pedido de perdón del Estado a la ciudadanía. En medio de ese clima de época, que no fue otra que la de la restauración de las leyes y el fin de la impunidad, ocurrió la memorable escena en la que Néstor Kirchner le ordenó al general Bendini que retirara los retratos de los dictadores Jorge Videla y Reynaldo Bignone del Colegio Militar de El Palomar.
En 2006 comenzaron los juicios por delitos de lesa humanidad, y en 2007 la Corte Suprema de Justicia de la Nación se pronunció contra los indultos de Carlos Menem. El resultado de estas políticas, que necesitó de la participación de varios poderes, es hoy un ejemplo en todo el mundo acerca de cómo un Estado –si es soberano, tiene valor y no traiciona el poder popular que le delegan- puede ser capaz de retomar las cuentas pendientes de la historia y saldarlas.
Desde que Néstor Kirchner y luego Cristina Fernández, decidieron tomar este camino, se llevaron a cabo casi 100 juicios sobre terrorismo de Estado, con 500 condenados y más de 1.000 procesados. Etchecolaz está preso y Videla estuvo detenido en una cárcel común hasta el día de su muerte. Sólo estos datos –que no son todos- son más que suficientes para imaginar qué país tendríamos hoy si la impunidad legislada para favorecer a los represores hubiera continuado.
Después de agosto de 2003, el 24 de marzo sigue siendo una fecha oscura pero ya no es impenetrable. Lo que hicieron el Gobierno, la sociedad y las agrupaciones de Derecho Humanos fue abrir esa fecha y echar luz en su interior. Tal vez no podamos recordar en detalle lo que ocurría antes de aquel día, pero es difícil olvidar el temor que surgía en las víctimas cuando intentaban recordar sus calvarios. Durante muchos años lo que se censuró, dramáticamente, fue el relato del daño. Los afectados no tenían cómo contar el sufrimiento, ni a quiénes; eran ciudadanos sin Estado protector, sin justicia y sin siquiera un desahogo personal capaz de aliviar la carga insoportable del silencio.
Si hay algo que revela esta política de Derechos Humanos que lleva una década, es que las víctimas tenían algo que decir y la sociedad tenía algo que escuchar de ellas. Por lo tanto, cuando en nombre de una deseada “evolución” histórica muchos supuestos demócratas sostuvieron (aún lo sostienen) que había que dejar de hablar del pasado y de la dictadura y mirar hacia adelante, lo que pretendían era negarse a escucharlas.
Dejar a las víctimas sin voz, enmudecerlas, sugerirles que lo sufrido no es digno de ser considerado por el sólo hecho de que no es actual –lo cual no es cierto: el daño, aunque haya ocurrido en el pasado, no hace otra cosa que actualizarse en quien lo padeció-, no intentaba otra cosa que banalizar nada menos que miles de crímenes aberrantes.
El 24 de marzo de 1976 tiene hoy otro sentido porque existió el 20 de agosto de 2003. De lo contrario, sería una fecha que no haría otra cosa que conmemorar el triunfo de los represores.
(*) Diputado de la Nación FPV.-
Podríamos dedicarnos a imaginar qué sentiríamos si el Congreso de la Nación, por iniciativa de Néstor Kirchner, no hubiera anulado el 20 de agosto de 2003 las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Esa noche de debate, la entonces senadora Cristina Fernández de Kirchner habló de estar sancionando, mediante la Ley 25779, la “reparación moral de la Argentina”.
Pasaron más de 10 años de ese hecho, que puede resumirse como el momento en que aparecieron simultáneamente la reparación histórica de un daño masivo por parte de las instituciones contra su sociedad, la supresión de la impunidad de crímenes de gran escala y un pedido de perdón del Estado a la ciudadanía. En medio de ese clima de época, que no fue otra que la de la restauración de las leyes y el fin de la impunidad, ocurrió la memorable escena en la que Néstor Kirchner le ordenó al general Bendini que retirara los retratos de los dictadores Jorge Videla y Reynaldo Bignone del Colegio Militar de El Palomar.
En 2006 comenzaron los juicios por delitos de lesa humanidad, y en 2007 la Corte Suprema de Justicia de la Nación se pronunció contra los indultos de Carlos Menem. El resultado de estas políticas, que necesitó de la participación de varios poderes, es hoy un ejemplo en todo el mundo acerca de cómo un Estado –si es soberano, tiene valor y no traiciona el poder popular que le delegan- puede ser capaz de retomar las cuentas pendientes de la historia y saldarlas.
Desde que Néstor Kirchner y luego Cristina Fernández, decidieron tomar este camino, se llevaron a cabo casi 100 juicios sobre terrorismo de Estado, con 500 condenados y más de 1.000 procesados. Etchecolaz está preso y Videla estuvo detenido en una cárcel común hasta el día de su muerte. Sólo estos datos –que no son todos- son más que suficientes para imaginar qué país tendríamos hoy si la impunidad legislada para favorecer a los represores hubiera continuado.
Después de agosto de 2003, el 24 de marzo sigue siendo una fecha oscura pero ya no es impenetrable. Lo que hicieron el Gobierno, la sociedad y las agrupaciones de Derecho Humanos fue abrir esa fecha y echar luz en su interior. Tal vez no podamos recordar en detalle lo que ocurría antes de aquel día, pero es difícil olvidar el temor que surgía en las víctimas cuando intentaban recordar sus calvarios. Durante muchos años lo que se censuró, dramáticamente, fue el relato del daño. Los afectados no tenían cómo contar el sufrimiento, ni a quiénes; eran ciudadanos sin Estado protector, sin justicia y sin siquiera un desahogo personal capaz de aliviar la carga insoportable del silencio.
Si hay algo que revela esta política de Derechos Humanos que lleva una década, es que las víctimas tenían algo que decir y la sociedad tenía algo que escuchar de ellas. Por lo tanto, cuando en nombre de una deseada “evolución” histórica muchos supuestos demócratas sostuvieron (aún lo sostienen) que había que dejar de hablar del pasado y de la dictadura y mirar hacia adelante, lo que pretendían era negarse a escucharlas.
Dejar a las víctimas sin voz, enmudecerlas, sugerirles que lo sufrido no es digno de ser considerado por el sólo hecho de que no es actual –lo cual no es cierto: el daño, aunque haya ocurrido en el pasado, no hace otra cosa que actualizarse en quien lo padeció-, no intentaba otra cosa que banalizar nada menos que miles de crímenes aberrantes.
El 24 de marzo de 1976 tiene hoy otro sentido porque existió el 20 de agosto de 2003. De lo contrario, sería una fecha que no haría otra cosa que conmemorar el triunfo de los represores.