La opinión pública de los que son dichos por los decidores
(Fragmento de “Trizas”, borrador de un libro)
La opinión pública está cada vez más privatizada. Sus propietarios han conseguido, lo que con el apoderamiento del agua aún no consiguen. Dueños del espejo construyen a la opinión pública reflejándola y refractándola; iluminándola y encegueciéndola. Cuentan con nuestra contribución instigada y a la vez voluntaria. Y ¿por qué no? entusiasta.
Se supone que cada uno está incluído en la opinión pública como el original en la fotocopia. De esa manera –y según ordenan los medios de comunicación- nuestra opinión es la expresada por ellos. Seríamos- o somos- lo que reproduce ese espejo. Y la opinión pública lo adora. Y se mira en él fascinada involucrada en lo bello y lo atroz.
Y, sobre todo, lo falso. Acepta ser mentida porque a su vez el espejo le permite mentir. Y mentirse. Opción esta que cada cual lleva en su más privada conciencia. Después de todo, mentirse a si mismo no es como mentirle a otros. Es responsabilidad propia, sin perjuicio de nadie. En este contexto el conductor, el movilero, el panelista, el opinólogo y el cronista- y en arrastre los participantes y partícipes de las redes sociales- son el vínculo con la opinión pública. Si esta se apaga la encienden; si se enciende demasiado la apagan. En un micrófono llevan una chispa y en el otro un balde de agua. Así la mantienen viva sin que se queme del todo ni acabe en cenizas. Ese vínculo es hasta hoy indisoluble. Y quienes más lo celebran son los dueños del espejo de ver como tanta gente se mira en él, fascinada.
Romperlo- nos advierten interesadamente- violaría la libertad de prensa. La de ustedes, y la nuestra. Los periodistas y sus émulos coinciden con quienes les proveen y autorizan a manejar el espejo. Y la opinión pública se siente libre frente a ese convenio. Ya sea feliz, ya desgraciada ella es la parte esencial y no invisible del juego. Y se mira y se asume. Luzca de un modo o de otro; denigrada o feliz; disgregada o compacta. No se le ocurre dudar si la que está reflejada es ella al natural, sin modificaciones causadas bajo forzamiento o hechizo. Así que cree conocerse a si misma a través del espejo. Es decir, se siente reproducida y representada.
Ese resultado la exculpa. Y a su vez absuelve a los medios y sus mensajeros. ¿Pero, entonces no existe alguna culpa ni culpable? Seguramente los hay. Aunque no parece haber tribunales ni Ley capaces de determinarlo.
A lo mejor a la opinión pública habría que hacerle esta pregunta:
“¿Decís que lo dicen la tele, la radio, el diario y las redes sociales y que lo dice todo el mundo? Está bien: lo dicen. ¿Pero vos decís lo que te dicen, o también decís algo sin que te lo hayan dicho?
La opinión pública diría que lo que ella dice es lo que dicen en los medios. Y estos al revés, dirían que lo que dicen es lo que dice la opinión pública.
Es sencillo: están los que son dichos y los decidores. Ambos se comparten.