Papel de lesa humanidad
Todavía la Argentina no debatía ni el rol ni la propiedad de los medios de comunicación, ni había conciencias semiologizadas y alertas en casi cada ciudadano, ni se había extendido la idea de que poder y gobierno no necesariamente eran lo mismo, ni se había puesto -o se había colocado a sí mismo- el Poder Judicial en el centro del debate nacional y muchísimo menos se hablaba con naturalidad de cómo habían sido civiles los ideólogos del plan que ejecutaron, codo a codo para satisfacción de las corporaciones económicas, los represores de uniforme y los miembros de la patota. Apenas si el kirchnerismo –que aún no era tal cosa- había dado sus primeras pinceladas con la cadena nacional del Presidente para dar cuenta de cómo lo extorsionaba la Corte de la mayoría automática, con una discusión cara a cara con el pliego de condiciones que José Claudio Escribano le había enviado desde la tapa de La Nación a la primera magistratura del país, con la orden de bajar los cuadros y con algunos otros gestos que iban recién mostrando el tallado del movimiento. Empezaba el forcejeo –eso sí se notaba- pero los poderosos de siempre se mantenían en su posición de saberse triunfadores de cualquier batalla a la que fueran desafiados.
Era en ese contexto, que los medios –incluso los de derecha- se daban el lujo todavía de jugarla de poseedores de un costadito progre. Porque aún tenían esa capacidad perversa de fagocitar lo revulsivo, introducirlo en sus propias entrañas y escupirlo edulcorado; de volver lo antisistémico, inofensivo. Aún no habían sido impugnado el corazón de su razón de ser. Todavía podían posar, darse esa manito de pintura que los hacía presentables y jugar a la democracia de utilería.
Porque en nuestra Nación, decir todavía no implicaba empeñar la palabra, es que el diario La Nación se daba algunos permisos, como el de quitarse cierta solemnidad y de celebrar actitudes discordantes con su propia historia.
El domingo 4 de septiembre de 2005 el diario escribió sobre Daniel Rafecas. “El juez que revisa el pasado reciente”, fue el modo en que lo describieron desde el título. “En Tribunales –contaba La Nación- todos hablan de él. Y algunos hasta lo comparan con el juez español Baltasar Garzón. Pero Rafecas tiene una particularidad: nadie, excepto algún que otro procesado por él, habla mal de este magistrado. Aunque se lo intente, las anécdotas que relatan sus colegas, colaboradores, allegados o abogados del foro lo pintan, sencillamente, como un tipo normal. Un estudioso y laburante que, después de mucho esfuerzo, llegó al cargo que siempre soñó.
Como consecuencia de la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida, ordenó la detención de diez policías federales, cuatro gendarmes y un agente del Servicio Penitenciario Federal que durante la última dictadura habrían cometido violaciones a los derechos humanos en la jurisdicción del I Cuerpo de Ejército. Y, convencido de que hay otras formas de pensar y aplicar la ley penal, llevó a tres supuestos skinheads menores de edad que atacaron a un chico judío a recorrer la Fundación Memoria del Holocausto, donde les dio una clase sobre racismo en lugar de encerrarlos en un instituto. Su trabajo más ponderado lo hizo como titular de una comisión que creó el ex procurador general de la Nación Nicolás Becerra para investigar los procedimientos fraguados por la Policía Federal con el fin de mejorar las estadísticas de la fuerza y así, supuestamente, reducir la sensación de inseguridad. (…) Quizás todo cambie con el correr de los años pero, hasta el momento, el juez Rafecas no es más ni menos que un tipo normal”.
Rafecas había sido designado en octubre de 2004 y sus pares fueron los entonces nuevos jueces federales Ariel Lijo, Guillermo Montenegro y Julián Ercolini. Había llegado –nombrado por la Cámara Federal- para ocupar el juzgado federal Nº 9, el que tenía a cargo Juan José Galeano cuando fue destituido. El entonces camarista Gabriel Cavallo había dicho de Rafecas: "Es uno de los jueces más preparados".
Toda esta catarata de elogios hacia Rafecas tuvo un freno anterior a su desestimación de la denuncia de Natalio Alberto Nisman contra la Presidenta Cristina Fernández. Fue en 2010 cuando se atrevió a lo que nadie se había animado antes: ligar, vincular, poner en un mismo mosaico, delito económico y crimen de lesa humanidad. “Existen distintos elementos que determinan la conclusión de una clara inescindibilidad entre los hechos de privación ilegal de la libertad que tuvieran por víctimas a una serie de personas vinculadas con la firma Papel Prensa y la eventual comisión de ilícitos referidos con la transferencia presuntamente compulsiva de acciones de esa empresa que se encontraban en propiedad de la familia Graiver”, había escrito Rafecas en una de sus sentencias. Fue el 7 de julio de 2010. La guerra ya era declarada y se habían borrado los márgenes para la hipocresía y “los como si”. “Se vincula la compra de acciones”, había escrito el juez “con la dictadura” y había sostenido en su fallo también que “la existencia de acuerdos entre los diarios entre los cuales se encontraba el de no publicar nada que atentase contra la Junta Militar”.
La Argentina se empeña en hacernos vivir historias que o son circulares o nos muestran cuán anclados están algunos al protagonismo de los sucesos. El juez Lijo ha pasado a ser uno de los mejor considerados por las plumas de los poderosos desde el momento en que es quien tiene en jaque al vicepresidente Amado Boudou. Con Guillermo Montenegro nadie que escriba y hable en los medios que comandan la oposición se mete porque, en primer término, es funcionario del candidato que les conviene y en segundo lugar, porque les hace de vocero con todo gusto. Gabriel Cavallo ha dejado el Poder Judicial para convertirse en uno de los abogados personales de la mismísima Ernestina Herrera de Noble.Y Julián Ercolini, pues ¿qué decir?, ha llevado estos días la connivencia jurídico mediática a extremos –incluso para conocedores del tema- aún hoy sorprendentes.
El titular del Juzgado Federal 10 no necesitó ni 24 horas para sentenciar que no iba a tomarles declaración indagatoria a Herrera de Noble, Héctor Magnetto, Bartolomé Mitre, al abogado Juan Gainza Paz y al ex secretario de Desarrollo Industrial de la dictadura Raymundo Pío Podestá. Cuando todavía teníamos la piel erizada por la impunidad con que el juez de Bahía Blanca Claudio Pontet había dictado la falta de mérito a Vicente Gonzalo Massot, luego de la abrumadora prueba presentada por los fiscales José Nebbia y Miguel Palazzani contra el dueño de La Nueva Provincia. En el mismo contexto en que la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal resolvió también la falta de mérito del dueño del Ingenio Ledesma, Carlos Pedro Tadeo Blaquier, y el entonces gerente administrativo de la empresa, Alberto Enrique Lemos, Ercolini sostiene que no había respaldo legal suficiente para sospechar que hubo irregularidades en la adquisición de la empresa Papel Prensa por parte de los diarios La Nación, Clarín y La Razón a la familia Graiver/Papaleo.
Al accionar de Ercolini, ninguno de los dos periódicos involucrados lo encontraron “exprés”. Muy por el contrario. Fue descripto como el “rechazo” de “el juez” frente a las “presiones del kirchnerismo sobre la prensa” y a lo demandado por “un fiscal”, “Gómez Barbella, de la agrupación K Justicia Legítima”. Lejos de las descripciones que recibió Leonel Gómez Barbella de ser “fiscal K”, de sugerir que había sido nombrado en el cargo casi al borde de lo ilícito y de poner en tela de juicio su recorrido en el Poder Judicial, de Ercolini hicieron una semblanza que lo coloca cerca del bronce y llegaron a utilizar al híper mediático abogado y diputado massista Mauricio D´Alessandro como cita de autoridad para cuestionar el pedido del fiscal federal que se atrevió a una de las jugadas más fuertes contra los dueños de la construcción de sentido común en nuestra patria. Y, por supuesto, Ricardo Kirshbaum no eligió hablar de fallo “muy veloz” ni de excesiva “premura para un caso muy complejo”, como sí lo hizo el viernes 27 de febrero cuando cuestionó la decisión adoptada por Rafecas de enterrar por improcedente la presentación de Nisman vía la jugada de Gerardo Pollicita.
Entre aquellas loas a Rafecas en aquel diario La Nación que podía permitirse el cinismo porque la política todavía estaba arrinconada y el fallo de Ercolini circularon poderosísimos torrentes de agua sanadora bajo los puentes de la historia construida recientemente: Toda la discusión, la aprobación, la sanción, la reglamentación y la aceptación por parte de la Corte Suprema de la constitucionalidad de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual; la elaboración, y publicación del Informe Papel Prensa, La verdad; la presentación en la Justicia de Lidia Papaleo en tanto querellante por los padecimientos sufridos para ser obligada a vender sus acciones de Papel Prensa y el hallazgo de los papeles que hacen las veces de eslabón perdido entre el delito económico potencialmente prescriptible y el crimen de lesa humanidad que no deja de ser perseguido: las Actas de la Junta Militar halladas en el edificio Cóndor junto con las de la Comisión Asesora Legislativa –con que la dictadura reemplazó al Congreso- y las reglamentaciones internas de la Comisión Nacional de Valores, por donde pasó todo el ir y venir de Papel Prensa debido a que se trata de una empresa que cotiza en bolsa.
Cuando Lidia Papaleo alzó su voz para que todos conocieran su padecimiento físico y psicológico aún se encontraban del otro lado de la verdad estas actas y documentos de la Junta que muestran la obsesión de los más altos jefes de la dictadura por los bienes de los Graiver. El punto 4 del acta 5 del 15 de septiembre de 1976 dice textualmente: “Caso Graiver: se tomó conocimiento de los antecedentes y se les dio giro al Señor Ministro de Economía”. El anexo 1 del acta 8 marca las “pautas referentes a la disposición de los bienes de los inhabilitados”.
A partir del acta 14, de los primeros días de noviembre de 1976, la mismísima Junta Militar -la conformada por quienes eran los dueños y decisores de los destinos de cualquiera que habitara el suelo nacional- comienza a mostrar y a dejar por escrito la primera muestra de la existencia de un poder por encima del poder de uniforme. En esos documentos dejan asentadas ciertas preocupaciones por el comportamiento de los “nuevos dueños” de la empresa Papel Prensa. No es habitual ver con firma de puño y letra de Jorge Rafael Videla y de Emilio Eduardo Massera papeles que indiquen que había otros que podían tener hasta más poder que éstos de uniforme de cuyas decisiones dependía el seguir o no existiendo de millones.
Dos muestras documentales más de cómo las cúpulas empresariales funcionaban como la patronal del proceso dictatorial son las siguientes: En el libro “La dictadura del capital financiero”, un trabajo que buceó en las resoluciones de la Comisión Nacional de Valores, se relata que en el “acta 688 del 22 de junio de 1978, se cita al Directorio de Papel Prensa para que aclare la colocación de acciones y puesta a disposición de revalúo autorizado por resolución 3763. En julio de 1978, en acta 691, el General Cassino informa que el 4 de dicho mes concurrieron directivos de Papel Prensa a la CNV, Dres Laiño, Aranda y el Capitán Perernau a “quienes se le hizo notar que la publicidad que había efectuado la empresa no se ajustaba a lo convenido en oportunidad de dictar la resolución 3763”. Es decir, que la empresa Papel Prensa ya vendida a La Nación, La Razón y Clarín no sólo se daba la licencia de incumplir con lo establecido por el organismo comandado por miembros de las Fuerzas Armadas, sino que aquella CNV les manifestó su malestar frente al incumplimiento pero estuvo muy lejos de llamarlos al orden con rigor o de apercibirlos, como se hubiera hecho con cualquier otra empresa y, ni que hablar, de pasar a mayores, como sí lo hubieran hecho con cualquier otra empresa.
El otro increíble ejemplo de poderío por sobre el poder absoluto de la Junta es el relatado -en una de las actas de la CAL que aparecieron junto con toda la documentación del el edificio Cóndor- por el entonces capitán de Navío Alberto D´Agostino, designado por decreto 2414/77 como representante del Estado (de aquel Estado de mano de hierro) en el directorio de Papel Prensa. Si no fuese la más cruda realidad, lo relatado por D´Agostino daría lugar a un guion de ficción de éxito asegurado. Relata, según consta en ese acta: “A poco de iniciarse las gestiones, como es de conocimiento de Su Excelencia el señor ministro, se planteó la interpretación del alcance del punto 7 del decreto 2414, al decidir el suscripto con su conocimiento y aprobación asistir a las reuniones de Directorio. Ello motivó que se suspendiera la reunión de ese día para estudiar por ambas partes el problema. Con fecha 30 de agosto se realizó la misma y ante el mantenimiento por parte de los señores Ricardo Peralta Ramos, Bartolomé Mitre y contador Héctor Magnetto, de la posición de no permitirme el acceso a la misma, el suscripto levantó un acta ante escribano público dejando constancia de la situación. Atento a lo expuesto y acorde con las directivas recibidas al respecto, se trasladó este problema a ese Ministerio”. Que se entienda: en pleno 1977, cuando las detenciones seguidas de tortura y desaparición estaban en su pico más elevado; en medio del momento de mayor brutalidad criminal de la dictadura, los representantes de los tres diarios se dan el permiso de impedir al representante de la Junta Militar de que participe de una reunión de directorio de una empresa de la cual el Estado es parte.
Ya en 1950 el papel para diario era un problema en debate. En ese entonces era el Estado quien concedía los permisos de importación y fijaba las cuotas de compra. Por aquellos años, el diario de los Mitre adquiría 8.388 toneladas de esa materia prima y ocupaba el tercer lugar en importador luego de La Prensa y de El Mundo.
Juan Carlos Onganía creó el Fondo para el Desarrollo de la Producción de Papel y Celulosa (decreto ley 18.312 de agosto de 1969) y con esa medida todos los diarios pagaron durante una década el 10% de sus importaciones. El dinero estaba destinado a la creación de una fábrica de papel. Alejandro Agustín Lanusse determinó que la empresa debía poseer un 51% de capital argentino y que el Estado aportaría la otra parte. Se llamó a concurso y luego de declararlo desierto, Lanusse adjudicó la parte privada a Civita, Doretti y Rey. Para 1976 David Graiver ya controlaba el 80% de las acciones clase A. En aquel más que confuso episodio, Graiver muere en lo que fue denominado un accidente de avión.
La historia que sigue es ahora más conocida. Lidia Papaleo, viuda de Graiver, es “invitada” junto con Juan (el padre de David) e Isidoro (su hermano) a una reunión en el coqueto edificio que La Nación poseía en la calle Florida para encontrarse con Mitre, Patricio Peralta Ramos, de La Razón, y Magnetto. Allí es donde la convencen de vender, con el sutil argumento de que en juego estaban nada menos que su vida y la de su hija. Luego del traspaso de las acciones, todo el grupo Graiver es detenido por la policía de Ramón Camps y Lidia es torturada por el propio Miguel Etchecolatz.
Como contara Jorge Lanata en el diario Crítica: “Los Graiver ni siquiera cobraron la cesión de las acciones. Gracias a gestiones de la dictadura, los diarios lograron dos créditos: del Banco Español del Río de la Plata y del Banco Holandés Unido sucursal Ginebra, por 7.200.000 dólares, a sola firma y sin avales. Años más tarde, ante el fiscal de Investigaciones Administrativas Ricardo Molinas, Magnetto declaró que el préstamo tuvo un aval de una papelera internacional, pero se negó a ratificarlo por escrito a pedido del fiscal”.
Hay un dato de una perversidad pasmosa y es el que muestra el detalle con que se llevó a cabo la apropiación de la empresa. Los tres diarios que iban que quedarse con la fábrica y la Junta Militar debían cubrirse en lo formal y crear una falsa legalidad para enfrentar posibles inconvenientes en el futuro: este presente, sin ir muy lejos. Para lograrlo necesitaban que Lidia Papaleo realizara la cesión –bajo coerción, bajo amenaza y con todo el rigor que hiciese falta- en situación de libertad formal. Por una sencilla y única razón: La dictadura había creado la CONAREPA, un organismo llamado Comisión Nacional de Recuperación Patrimonial al que iban a parar los bienes de todos aquellos signados como subversivos. Los diarios debían evitar que Papel Prensa pasara a ese fondo para que otros no les disputaran el botín. Necesitaban el traspaso directo. Esa es la razón por la cual el grupo Graiver fue secuestrado con posterioridad a la formalización de la operación irregular, ilegítima, sucia y sin el consentimiento de la familia, pero con las apariencias de legalidad que le dan a Ercolini hoy las vergonzantes excusas para hacerse el gil.
Por si no alcanzara con todo esto, Papel Prensa nos debe a todos los ciudadanos el subsidio de energía eléctrica que recibe por parte del estado provincial y muy especialmente indemnizaciones a los ciudadanos de la zona de San Pedro porque según la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA “los valores hallados en la muestra de agua analizada exceden los límites admisibles para descargas de efluentes líquidos de acuerdo a lo establecido por la Resolución 336/03 de la autoridad de la provincia de Buenos Aires”.
Presionan, roban, mandar torturar y matar y encima contaminan.
Argentina –y el mundo, si me permiten- vive un momento particular. El capital, el poder del dinero, los verdaderos dueños del poder real, están jugando una de sus pulseadas más importantes frente a los Estados que intentan ser soberanos. En nombre de eso es que deben pensarse algunas situaciones. El caso de Papel Prensa es uno de los ejemplos más claros de eso de lo que estamos hablando.
Vamos a corrernos por un momento de la conmoción humana. Voy a hacer de cuenta que jamás vi los ojos de Lidia, que nunca tuve su mirada directa a la mía, sencillamente porque quien alguna vez se hundió en sus espejos de agua no puede sino quedar conmovido para siempre. Pero voy a hacer el ejercicio de correr esos ojos de mi reflexión; de hacer a un costado la sacudida que implica conocer los detalles de lo padecido por el grupo Graiver en sus propios cuerpos. Y voy a invitar a quienes se preocupan de lo que el Estado “gasta”; a los liberales que tanto estremecimiento les produce lo que se va por las “canaletas” y a hablarles a ellos: olviden a Lidia y a Osvaldo Papaleo y a su clamor, sigan defenestrando a Guillermo Moreno y a su esposa por su informe Papel Prensa La Verdad, mantengan el odio por Néstor y Cristina Kirchner y oigan otras voces:
“Papel Prensa es uno de los casos de corrupción más graves de la historia argentina. Pone de manifiesto las relaciones y procedimientos empleados por los grandes grupos de poder”. Ningún K dijo esta frase. La escribió el fiscal Ricardo Molinas en su libro “Detrás del espejo”.
“Crónica se editará, dentro de pocas semanas, con el papel más caro del mundo”. Ningún pingüino escribió esta declamación. La firmó el 8 de octubre de 1986 en la tapa del vespertino su propio dueño, Héctor Ricardo García.
“Se regaló Papel Prensa sólo a tres diarios. Luego se elevó el arancel de importación de papel a 48% para que no hubiera otra escapatoria que comprarle a esa fábrica a precio exorbitante. Cuando bajó el arancel, con los radicales, y el precio bajó, Papel Prensa no le vende a nadie. A precio bajo sólo se benefician los dueños”. Ningún funcionario sostuvo esta apreciación. La escribió el creador de Ámbito Financiero, Julio Ramos, en su libro “Los cerrojos a la prensa”.
No se trata en esta historia de ser kirchnerista o no serlo. Se trata de no ser zonzo y de entender que durante la dictadura, para quedarse con nuestras vidas, nuestras cabezas y nuestro dinero hicieron “falta –como escribió Juan Gasparini en “El Crimen de los Graiver”- periódicos y revistas dóciles que se sumaran al concierto de la obsecuencia mientras detrás del escenario se consumaba la carnicería social, política y económica”. De eso estamos hablando cuando nos adentramos en la tenebrosa historia de Papel Prensa.