El virus de la inseguridad
Imaginemos que mañana las tapas de todos los diarios aparecen con titulares catástrofe que anuncian la existencia de un peligroso virus mortal que invade nuestro país. Y pasado mañana también. Y el martes. Y el miércoles.
Todos los canales replican la noticia. Y notifican los casos sospechosos en la apertura de cada noticiero, dedicando minutos, horas, días enteros a la cobertura del misterioso mal que pone en peligro a la sociedad toda.
Los más memoriosos dirán que esto ya pasó. Y no hace mucho. Fue en 2009. ¿Se acuerdan del peligroso virus de la gripe A?
La estadística decía que los casos mortales eran incluso menos que los estacionales.
Pero los medios no parábamos de replicar que estábamos en presencia de una epidemia que podía terminar con la especie humana.
Sobrealertado por el contexto internacional y psicopateado por el discurso mediático, el Estado nacional decretó la emergencia sanitaria, una medida de alcances difusos que sirvió –entre otras cuestiones- para poder adquirir sin demasiados trámites productos “indispensables” en el combate contra el nuevo virus como vacunas, barbijos, guantes y alcohol en gel.
La población se abalanzó sobre las farmacias y las góndolas de los supermercados, empujada por la psicosis. Y como era de esperar, el gran negocio lo hicieron los laboratorios y las empresas que comercializaban todos los productos que podían salvar nuestras vidas de la pandemia.
¿Hubo casos? ¿Hubo muertes? Si, pero jamás superaron estadísticamente a los de años anteriores.
Sólo por un instante, piensen si no nos está pasando hoy algo muy similar con la inseguridad.
Negar la existencia de hechos criminales que cotidianamente se cometen en el país, sería tan estúpido como ignorar las estadísticas consolidadas sobre la cantidad de delitos graves que tienen lugar en nuestras ciudades. Los organismos internacionales –que no son oficialistas, ni opositores- afirman que Argentina es uno de los países de la región con menos homicidios.
En estos últimos cinco años, lo único que creció sostenidamente es el número de presos que hay en las cárceles. Hay 10 mil más que en 2008. El 64 % tienen menos de 30 años, casi 7 de cada 10 no tiene condena y el 87 % son pobres. Si como se afirma irresponsablemente, el problema de la inseguridad es que los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra y, en parelelo, nuestras cárceles están cada día más atestadas de jóvenes pobres detenidos sin condena, la salida al supuesto problema no pareciera ser la de continuar encarcelando a los sectores más vulnerables de la sociedad.
Sin embargo, tenemos la sensación de que vivimos en un estado de absoluta indefensión ante el avance de la delincuencia. La tapa del diario más leído por los argentinos en su día de mayor tirada, sostuvo a seis columnas que “Ocho de cada diez argentinos creen que aumentó la inseguridad”.
Permeable a este tipo de sensaciones, la clase dirigente reacciona. El sábado pasado, el gobernador del distrito donde mayor cantidad de hechos violentos se registran (¿no será porque se trata de la provincia con mayor cantidad de habitantes?) Daniel Scioli decretó la Emergencia en Seguridad por doce meses para “agilizar y fortalecer el combate contra el delito y proteger la vida y los bienes” de 15 millones de personas.
Para este fin, el mandatario dispuso por decreto una serie de medidas que incluyen una partida presupuestaria adicional de 1440 millones pesos (el 10 % del presupuesto destinado para el área en 2014) destinados a la compra de 400 móviles policiales, 30 mil chalecos antibalas y 10 mil armas con sus respectivas municiones.
A esto hay que sumarle la construcción de ocho alcaidías para el alojamiento de 1.000 presos y de las cuatro Unidades Penitenciarias para 2.000 internos.
Un gran negocio en puerta que ya tiene su correlato en el gasto comunal destinada a la instalación de miles de cámaras en las calles. Vivimos en un panóptico donde se nos observa con registros fílmicos que deberían ser utilizados supuestamente para la prevención del delito. Y sólo sirven para mostrar por televisión y en cadena noticiosa cómo se roba o se lincha en la vía pública, alimentando el morbo ciudadano y expandiendo esa sensación que retroalimenta el circuito mercantilista de la oferta y demanda de seguridad.
Vigilar y castigar es una fórmula que está demostrando magros resultados en el combate contra la violencia y el delito. Tal vez sea hora de pensar en una salida más humanista, basada en la idea de proteger e incluir a aquellos que más necesitan de la mano del Estado, sin olvidarse que los verdaderos responsables de la delincuencia organizada gozan de los privilegios que le otorga su impunidad y de las ganancias generadas por sus negocios ilegales.