Brasil por asalto
Soy bilardista, como desde mediados de 1986 vengo reconociendo públicamente. Y con respecto a los mundiales, maradoniano, que es más o menos lo mismo.
Creo, como supongo Bilardo y Maradona también, que toda la técnica y plasticidad del fútbol tiene una finalidad concreta: el gol y, por propiedad transitiva, la victoria. El fútbol, al igual que la mayoría de los deportes (supongo que el boxeo es la máxima expresión en este sentido), puede tener una variedad casi infinita de tácticas, pero una única y exclusiva estrategia: ganar, derrotar al adversario que, en un plano metafórico, también es enemigo. Lo escuché o leí por ahí: se trata de un placebo para no aniquilarnos en una guerra sin fin.
No obstante, tengo que reconocer que, como millones de argentinos y el 99 por ciento de la prensa de aquel entonces, puteé a Carlos Salvador Bilardo durante todo el proceso previo a México: desconfiaba de su capacidad para lograr, con las mejores armas a disposición, es decir: con Diego Armando Maradona, lo que se esperaba o, mejor dicho, se ansiaba de aquella selección: ratificar lo hecho en 1978, teñido sin embargo de sospechas, por no hablar de la localía. Al mismo tiempo, resarcirnos del reciente fracaso experimentado en 1982.
Pero como necio no soy, el tipo me cerró la boca y reconocí que el talento y el trabajo, cuando se explotan coherente y coordinadamente, son plataforma para la victoria. Si a ello le añadimos que, como en cualquier guerra (aún metafórica), el fin justifica los medios y alguien dispuesto a llevarlos a cabo, tenemos la garantía de la hazaña como la sufrida y gozada en tierra azteca, donde el fútbol argentino vivió su momento de gloria.
Allí y a pesar de todo (de la realidad cotidiana a la que pretendía someternos el alfonsinismo), los argentinos pudimos aunarnos –como creo que advirtió Víctor Hugo– en un abrazo común, triunfantes; en un éxtasis masivo y unívoco como nunca habíamos experimentado. Esa vez, sin culpa ni sospechas.
Si veníamos envalentonados por el apoteósico triunfo sobre Inglaterra que consagró para siempre al barrilete cósmico, el 3 a 2 ante Alemania (las rodillas de Brown sobre el césped mexicano y sus puños en alto, los brazos alados de Valdano y, en el final, Burruchaga postrado para abrazar su inmensa porción de universo) terminó por hacernos desafiar las leyes de la naturaleza que parecían inquebrantables, venciendo en un mismo acto a Einstein, que pintaba invencible.
Creímos en ese instante tan fugaz como eterno, como bien lo había anticipado Marx, que el éxtasis colectivo nos alzaba para tomar el cielo por asalto, alcanzando el hogar de las hasta entonces intocables divinidades y entronar una nueva y única, profana y al mismo tiempo sagrada: D10S.
Y desde allí, quienes reclamamos al tiempo más de 50 junios, nos dedicamos a vivir este fútbol mundialista más que a analizarlo, como pretenden los llamados futboleros que estudian escolásticamente el deporte –como si fuera un saber hermético– y se muestran tan satisfechos con lindas jugaditas del Barcelona, del Bayern Munich o del Galatasaray –incluso se emperifollan con sus camisetas– como con el triunfo del propio equipo, desapasionando lo que es ciento por ciento pasión, esto es: el más bello estado del alma.
Nosotros, mientras tanto, nos asombramos, gozamos o sufrimos, hasta sangramos de majestad o desgracia con el gol casi de rebote de Kempes, el de chiripa de Akerman y el inopinado y violento despeje de Giunta; prefiriendo la embarrada casaca de J.J. Urquiza a la blanca inmaculada del Real Madrid, que huele más a gel para el cabello y a Hugo Boss que a transpiración, que a esfuerzo, que a lucha y redención.
Desde allí, decía, desde esa sublime altura, entre los nubarrones de una débil defensa y un dudoso guardameta, vislumbramos el Mundial que se avecina. Otra vez con la mejor arma disponible a disposición (esta vez, Messi).
Quienes contamos un puñado de canas, tres finales y dos Copas que nos embriagaron de apoteosis, incluso de soberbia futbolística, vamos otra vez a por ello: a por la gloria. Cualquier otra instancia, aún debida a imponderables, significará un fracaso.
“Muchachos –dijo el gran Bilardo a sus jugadores un 8 de junio de 1990–, acá hay dos soluciones después de esto (la derrota ante Camerún). O llegamos a la final, o que se caiga el avión cuando volvemos para la Argentina”.
Palabras santas.