Contrariamente a lo que podría pensarse, la ofuscada nota de Luis Alberto Romero (“Delirio nacionalista: el mito del combate de Obligado”) publicada el 9 de diciembre en Clarín y respondida el día 16 en ese mismo diario por Mario Pacho O´Donnell, no reaviva una polémica. Es que sólo una persona mentalmente perturbada puede dedicarse a demostrar que el 20 de noviembre de 1845 la flota anglofrancesa consiguió romper las cadenas que cruzaban el río (no con el objetivo de frenar a los barcos, sino para demorarlos lo suficiente y someterlos al fuego de las rudimentarias baterías costeras) y, hostigada permanentemente desde la costa, remontó el Paraná rumbo a Corrientes y Asunción.

Con el propósito de quitar sentido al Día de la Soberanía, detenerse a discutir si eso ocurrió o no, cuando es público y notorio que así ocurrió, es tan absurdo como cuestionar el calificativo de Libertador o Padre de la Patria con que se conoce a José de San Martín basados en que el único hecho de armas del que en estas tierras participó don José fue un combate insignificante a orillas del Paraná contra un grupo de españoles que había desembarcado para robar gallinas y vacas.

La gente sana y equilibrada no discute esas cosas.

Pero si la nota de Romero no aviva ninguna discusión útil, la respuesta de O´Donnell habilita un abordaje del tema que nos permite remitirnos a la actualidad.

Rosas y “la libre navegación”

Con mucho tino, O´Donnell apunta que lo que se conmemora los 20 de noviembre, aniversario de uno de los muchos combates librados contra la flota conjunta de las dos mayores potencias de la época, debería ser llamado Guerra del Paraná, puesto que de eso se trató, de una guerra por el control del principal de los ríos argentinos. Pero, a la vez, O´Donnell hace una interpretación sesgada del conflicto, ya que no se trata del control del curso de agua por el curso de agua en sí, sino de la apropiación de los impuestos al comercio exterior, en otras palabras, de las rentas de aduana. Y es en este marco en el que debe verse el argumento conceptual del conflicto: la libre navegación de los ríos.

Aclaremos que nadie discutía la libre o no libre navegación del Luján, el Reconquista, el río Quinto o el Carcarañá, sino la del Uruguay y, principalmente, el Paraná.

Cierta simplificación histórica analoga el reclamo por la libre navegación de los ríos con los principios unitarios y su adhesión a los imperios europeos. Sin embargo, quien primero habló entre nosotros de la libre navegación de los ríos fue Artigas, insospechado de cualquier connivencia con ningún imperialismo. Más tarde, el partido unitario hizo suya esa consigna para utilizarla contra Rosas, valiéndose de los reclamos de la mayoría de los caudillos del litoral. Y será finalmente esa conjunción de intereses múltiples y contradictorios (el partido unitario, Inglaterra, Francia, la elite de Montevideo, el Imperio de Brasil y los gobiernos de Entre Ríos, Corrientes y Paraguay), circunstancialmente unidos en el reclamo por la libre navegación, vale decir, por cobrar los tributos al comercio exterior, la que consigue derrotar a Rosas.

A estas alturas nadie, con excepción de Luis Alberto Romero y el coro de viudas del ñoño liberalismo del siglo XIX, puede poner en duda que la defensa del río Paraná y de la integridad territorial argentina contra las potencias europeas fue el momento más glorioso de la vida pública de Juan Manuel de Rosas, hasta el punto de granjearle la general admiración de los americanos de su tiempo. Pero a la vez, fue el núcleo de ese conflicto su principal limitación y debilidad y, a la postre, la razón de su derrota.

Si el río no es libre ¿de quién es? No de Inglaterra y Francia, ya sabemos. ¿Es de la Confederación? ¿De cada estado en igualdad de condiciones o de unos más que otros? ¿Sobre qué bases se establece una confederación en la que unos estados tienen mayores derechos que otros? ¿O no sería que ese río no era libre porque era de Buenos Aires?

Las rentas de aduana

En 1835 y recogiendo los reclamos de la provincia de Corrientes, el gobernador bonaerense Juan Manuel de Rosas redactó un reglamento de Aduana que protegía las producciones de las provincias, pero la aduana, las rentas de la aduana, así como el puerto que tiene la llave del sistema del Plata, siguieron siendo propiedad exclusiva de la provincia de Buenos Aires. En estricta justicia, Corrientes, Asunción, Santa Fe, Concepción del Uruguay o Paysandú podían esgrimir derechos semejantes: que las mercaderías de ultramar llegaran a los distintos puertos, tributando en las aduanas de las respectivas provincias (llamémosle “estados”, para que nadie se sienta menoscabado).

Este es un punto que Rosas no entendió o no pudo resolver, habida cuenta que resolverlo iba en desmedro de los intereses de la provincia que gobernaba: la necesidad de federalizar las rentas aduaneras como instrumento de organización nacional.

Si bien protegidas por el reglamento aduanero de 1835, la mayoría de las provincias (muy especialmente las mediterráneas) se encontraban arruinadas desde la temprana apertura comercial iniciada del virrey Cisneros y defendida con uñas y dientes por la elite comercial porteña, intermediaria en los negocios de importación-exportación. La protección del reglamento de 1835 amparaba la producción regional, pero del tributo aduanero no llegaba nada a ninguna provincia, más que a Buenos Aires.

El inicial reclamo de Artigas de libre navegación de los ríos evoluciona hacia la solución de fondo: derrotar a la burguesía comercial porteña y someter a Buenos Aires a la voluntad de los demás estados provinciales. Solución que, no obstante el triunfo de Cepeda, se vio frustrada por las intrigas de Sarratea y la miopía y falta de estatura política de los dos lugartenientes artiguistas: Francisco Ramírez y Estanislao López.

Durante sesenta años más se prolonga la guerra civil, que no es otra cosa que la lucha por la apropiación de las rentas de aduana y que en el litoral adopta la fórmula de la libre navegación de los ríos, fórmula que llevaba implícita la tendencia a la disgregación.

Organización o segregación

¿De qué podía servirle a Salta o San Juan la libre navegación del Paraná? Las provincias interiores necesitaban imperiosamente la organización nacional. Las del litoral, no. Les bastaba con negociar con Buenos Aires alguna forma de libre navegación. O, en todo caso, segregarse, ya fuera a través de la conformación de una república de la Mesopotamia, la integración paraguayo-correntina o la federación del Uruguay integrada por la Mesopotamia argentina, la Banda Oriental y el estado de Río Grande do Sul.

Es en esa tensión entre las provincias del litoral y las del interior que durante treinta años maniobra Rosas para consolidar la hegemonía bonaerense y, a la vez, conservar la integridad territorial de la confederación, valiéndose de su gran capacidad diplomática y, principalmente, del manejo del puerto y el control de la aduana. Y estaba en esa fortaleza su mayor debilidad, ya que se trataba de una situación altamente inestable que se resolvía o bien con la organización nacional o bien en la desintegración territorial.

De hecho, la organización nacional sólo fue posible después de que Julio A. Roca consumara, al menos en parte y a su manera, uno de los anhelos de Artigas: el sometimiento de Buenos Aires a la voluntad de las demás provincias, en otras palabras, la federalización del puerto, la aduana y la ciudad de Buenos Aires. Fue recién entonces que se extinguieron las tensiones y tentaciones secesionistas, algunas consumadas, otras temporarias y otras en proyecto.

Ese largo conflicto, motivado por la desigualdad de derechos entre estados en teoría equivalentes, fue lo que permitió y alentó la intervención de las potencias europeas. Al respecto vale la pena recordar que la flota anglofrancesa fue de algún modo convocada por Carlos Antonio López desde un Paraguay que, habiendo llegado al límite de sus posibilidades en el tradicional aislamiento de Rodríguez de Francia, se veía estrangulado por Buenos Aires.

Tras la derrota de Artigas, el aislamiento paraguayo, el federalismo defensivo de los caudillos, el "sistema americano" rosista de defensa de la soberanía (el uso del poder económico de Buenos Aires para evitar la disgregación), fueron los distintos caminos adoptados por los distintos pueblos en la defensa de sus intereses. Ninguna de esas opciones dio resultado. No, al menos, los que hubiera tenido una federación de iguales, en la que nadie fuera más que nadie.

En momentos en que por razones geopolíticas y por sentido histórico, Latinoamérica debe marchar más decididamente a la integración, es razonable repasar las causas de anteriores fracasos, el porqué de las traiciones y la razón por la que las disensiones alientan la injerencia de las potencias. De igual modo, los alcances y límites de esa segunda guerra de independencia que fue la resistencia a la invasión anglofrancesa, nos recuerdan que la verdadera integración se lleva a cabo en términos de igualdad y que no hay integración duradera basada en el solo impulso de ningún “tractor”, llámese Brasil, Argentina... o el Buenos Aires de Juan Manuel de Rosas.