22. La quema de la bandera

Carlitos Culacciati rescató al pavo milagrosamente ileso de entre las ruedas del Leyland, y lo llevó triunfante de regreso, escoltado de cerca por su hermano Alberto.

Cuando el grupo, siempre liderado por los Culacciati, llegó hasta el bar, Pablito Serún aun yacía desmayado en la vereda. Adentro, junto al mostrador, el doctor Rofo amonestaba a De Santis, que había colgado el auricular del teléfono. Más allá, en la mesa de la ventana de Gavilán, Friedman sufría un acceso alérgico, tenía la cara llena de motitas rojas y echaba chorros de agua por los orificios de la nariz.

El doctor protestaba, indignado.

–Esas no son bromas para hacer, caballero.

De Santis asentía, cabizbajo.

–La broma me la hicieron a mí –decía, débilmente.

–Pero en vez de pasarme el teléfono para que pudiera levantar en peso a ese irresponsable que se hace pasar por el Tirano, usted no tiene mejor ocurrencia que cortar la comunicación.

Luego de esquivar el cuerpo de Pablito, el grupo de corredores entró al bar. Carlitos Culacciati alzó el pavo por encima de su cabeza.

–¡Lo agarramos al bandido!

La tumultuosa irrupción distrajo al doctor, permitiendo que De Santis se escabullera hacia su mesa. Sin sentarse, dejó la plata de la consumición y salió con Friedman en dirección a Jonte, desde donde venía Miguel, luego de cerrar su puesto de diarios.

Al cruzarse con él, De Santis no le devolvió el saludo. Contrariado, Miguel reanudó su marcha hasta que al llegar a la esquina, se detuvo al ver el cuerpo del húngaro o rumano. Lo observó unos segundos y entró por la puerta de la ochava.

–¿Y ese qué hace? ¿Ya está durmiendo la mona?

Nadie le contestó. Todos estaban pendientes del pavo y del debate que había suscitado.

–Te dije que estabas metiendo la gamba –dijo el Mudo.

–Yo hice lo que el dotor me recomendó –se atajó mi tío– ¿No, dotor?

–¿Qué le recomendé?   

–Que para ablandar la carne había que darle coñá –mi tío señaló al pavo–. Lo que pasa es que este está peor que Pablito y se pone en pedo de nomás oler un corcho.

–¡Pero cómo se le ocurre darle de beber bebidas alcohólicas a ese pobre pavo! Lo que tiene que hacer es inyectar el coñac en la pechuga y los muslos del animal.

–Te dije... –insistió el Mudo, siempre acodado al mostrador, fumando su Particulares Fuertes

Mi tío se desentendió de él.

–¿Le tengo que dar inyesiones, entonces?

El doctor asintió, a la vez que buscaba a De Santis con la mirada.

–¿Cuántas? –preguntó mi tío.

–No sé. Una vez iniciada la cocción, más o menos una cada hora –repuso el doctor. Contrariado por la desaparición de De Santis, añadió–: Vergüenza debería darles de bromear con el Dictador Prófugo. ¡Su nombre no debe volver a ser pronunciado en este país por los siglos de los siglos!

Mi tío miraba a su alrededor en busca de auxilio.

–¿La coción? ¿Qué...?

Devorado por la curiosidad, Miguel preguntaba qué había pasado. Todavía atentos al pavo, ninguno de los corredores le hizo el menor caso ni se dignó a contestarle.

El Mudo dio una larga chupada a su cigarrillo y sujetándolo entre los dedos pulgar y medio de su mano derecha lo arrojó con notable puntería al salivadero más cercano.

–No es para tanto, dotor.

–¡Cómo que no es para tanto! ¿A usted le parece Miguel?

Miguel hacía tan notorios como estériles esfuerzos por comprender qué había pasado en su ausencia. Por más que lo intentara, no conseguía armar una secuencia lógica entre encontrar un pavo en el bar, enarbolado como trofeo por Carlitos Culacciati, ver a Pablito desmayado en la vereda y cruzarse con la precipitada marcha de De Santis rumbo a Jonte. Era demasiado como para que atinara a reaccionar.

–No sé qué pasó –dijo débilmente.

–Ah, ¿así que también usted se hace el desentendido? ¿La quema de la enseña patria le parece poco? ¿La persecución a la oposición democrática? ¿La expropiación de La Prensa? ¿El incendio del Jockey Club? ¿La habilitación de los prostíbulos? ¿La conjura judeo-masónica del dúo Vuletich – Keislavin? ¿La expulsión del nuncio? ¿La destrucción de las iglesias? –con el rostro arrebatado, el doctor se detuvo para aspirar una gran bocanada de aire– A usted no le dirán nada esas atrocidades porque es socialista, ¡pero recuerde que las hordas también incendiaron la Casa del Pueblo!

–¡No me hable de los incendios! –exclamó el Pelado.

“Buletich Crislavin”, anoté en mi libreta una vez que terminé de escribir “Una inyección cada hora”, seguro de que Perón le encontraría alguna utilidad.

El doctor juntó aire y sacó pecho:

–Por orden del siniestro Borlenghi...

–El socialista –interrumpió el Mudo.

Miguel dio un respingo.

–¡Ex socialista! –gritó.

El doctor proseguía, impertérrito, fingiendo ignorar la existencia de un pavo cloqueando en sus narices.

–...algunos oficiales, en el patio de una comisaría, prendieron fuego a una bandera nacional y arrojaron los restos a medias carbonizados en medio de los fieles católicos que marchaban en la procesión del Corpus.

–Los policías invisibles –dijo el Mudo como hablando consigo mismo.

Miguel lo miró con ira y retomó el relato del doctor.

–Con eso preparaban un acto de desagravio para el Día de la Bandera, a llevarse a cabo un par de semanas más tarde.

–Ellos –se indignó el doctor– , tan luego ellos, que habían agraviado no sólo a la bandera sino a la patria misma, y no sólo en su símbolo más puro, sino en la preparación de ese vergonzoso convenio petrolero. Ellos, justamente ellos, querían aparecer como ultra-patriotas, como defensores de la enseña de Belgrano. Hasta que llegó el trágico 16 de junio.

–¡No me hablen del 16 de junio!

–Ese día –acotó Miguel, desentendiéndose del Pelado–, la aviación y la marina de guerra habían presentado un ultimátum al Tirano. Este lo rechazó, pero tomó medidas.

–Menos mal que ya no estaba...

A Carlitos por poco se le escapa el pavo, cuando agregó:

–Que sino...

El doctor retomó su relato.

–En efecto, advertido del bombardeo, huyó de la Casa Rosada, pero sin decir nada a nadie, dejando ahí una multitud de empleados y obreros...

–Y periodistas acreditados.

–¡Periodistas acreditados! –exclamó Carlitos Culacciati.

Aprovechando su distracción, el pavo se soltó y comenzó a correr por el bar. Rápido, el Pelado le cerró el paso hacia la puerta de la ochava y Alberto Culacciati pudo capturarlo unos segundos después, cuando luego de chocar con las patas de un par de mesas, en su ciega carrera, el animal se metió en el baño.

–Y encima cometió un nuevo acto criminal contra el pueblo.

–Efectivamente, Miguel –dijo el doctor–: lo convocó a Plaza de Mayo, pero no le dio ni un arma, ni un palo siguiera.

–Menos mal, que sino...

–¡Dios menelibre!

El pavo aleteó en brazos de Alberto Culacciati.

–¡Por qué no sacan ese pavo de acá! –protestó Miguel.

El doctor no estaba dispuesto a dejarse distraer.

–Llamó al pueblo a sabiendas de lo que habría de suceder, para hacerlo masacrar impunemente y buscar así un pretexto que lo transformara en dictador absoluto.

El Mudo había encendido un cigarrillo y pasaba un fósforo de cera por el otro extremo.

–Así que la culpa del bombardeo fue de Perón...

–Claro que sí – chilló Miguel–. Por no renunciar. ¡Y saquen ese pavo! ¡Esto es un café, no un gallinero!

En esos momentos, Pablito Serún entraba al bar frotándose la frente dolorida.

–Pablito –dijo mi tío– llevá el pavo a la terraza y después andá a la farmacia de son Isaac y pedile que te dé una jeringa, de parte mía. Ah, y atalo de una pata.

Pablito permaneció estático, sin comprender, pero finalmente reaccionó y tomó el pavo de brazos de Alberto Culacciati.

–Sí Radolfo. Yievo pavo a la terraza, pero ¿a quien querís que ate?

–¡Al pavo! –gritó exasperado Miguel– No va a ser al farmacéutico.

Pablito se alzó de hombros y salió por la puerta del pasillo arrastrando los pies.

El doctor pidió otro whisky. Como era natural, mi tío sirvió dos.

–En muchos lugares de trabajo los obreros y empleados fueron embarcados prepotentemente en camiones por matones de la Alianza y enviados hacia la muerte.

–Una muerte inútil y desperada –agregó Miguel– en medio del desconcierto y de la mínima posibilidad de defenderse.

–Que lo parió –dijo mi tío, y se mandó el whisky de un trago.

–Y por la noche, el dictador, enardecido, envió a sus esbirros a cometer toda clase de desmanes y, sobre todo, a incendiar iglesias.

Miguel estaba muy excitado.

–El método de la quemazón no era nuevo. Ya lo había aplicado antes, con resultados desastrosos para el país.

–Recuérdese –interrumpió el doctor– que en ocasión de un acto en su homenaje efectuado en la histórica Plaza de Mayo, usando una infamia sin igual contra el pueblo que venía a apoyarlo, el dictador mandó colocar una bomba en medio de la multitud, provocando una verdadera masacre.

El Mudo arrojó al piso el cigarrillo a medias consumido.

–Che viejo, déjese de joder con eso de que Perón metió la bomba, que no se lo puede creer nadie.

–¿A no? –se encrespó Miguel –Yo me lo creo ¿y qué? ¿O acaso no mató a Juan Duarte?

–Tranquilícese, Miguel, que el bajo pueblo aun sigue engañado por la demagogia del régimen depuesto –a diferencia de mi tío, el doctor bebió un corto y muy correcto sorbo de whisky, como para recobrar el aliento–. El caso fue que el hecho indignó a la muchedumbre y los matones de la Alianza, mezclados entre ella, quisieron arrastrarla a desmanes. Pero como no lo consiguieron, porque engañado y todo, el pueblo argentino es noble y pacífico, fueron ellos mismos e incendiaron y destruyeron la valiosa biblioteca de la Casa del Pueblo y la no menos valiosa pinacoteca del Jockey Club. ¡Obras de arte y edificios de gran mérito fueron presos de las llamas! Un Prilidiano Pueyrredón fue quemado esa infausta noche. Faders, Petoruttis, Victoricas, Spilimbergos ardieron en funesto auto de fe para regodeo y satisfacción del demagogo.

Yo me apuraba a anotar, tratando de no perder detalle.

Mi tío llevó un vaso con ginebra hasta la mesa de don Manuel y vació el otro vaso de un trago.

–¡Qué lo parió!

–Dice bien Rodolfo. ¡Qué lo parió!

El doctor sonaba elegante hasta con las malas palabras.

Pablito regresó de la terraza mientras Carlitos y Alberto Culacciati se sentían aliviados de que ella ya hubiera muerto, que si no...

–¿Lo ataste?

Pablito asintió.

–Sí, a un cajón di cerveza.

–Bueno –dijo mi tío–. Ahora andá a buscar la jeringa.

–Cuando el bombardeo y el incendio de las iglesias, el pueblo finalmente comprendió –Miguel miró con intención al Mudo, que fumaba, indiferente–; bueno, no todos, pero sí la mayoría.

Con ese segundo de distracción, Miguel le había dado al doctor la oportunidad de retomar la palabra.

–Sin distinción de credo, raza o bandería política, el pueblo censuró amargamente la pérdida de tantas vidas inmoladas en honor del despreciable tirano y el incendio de las iglesias. Para entonces, el Dictador era un ave con un ala quebrada ¡Ya no volvería a volar!

El doctor debía tener poderes de adivino, como las gitanas, porque en ese momento Aníbal se asomó por la estrecha puerta de Lascano. Era el vigilante que vivía en el pasaje. Andaba de uniforme, pero fuera de servicio, ya que no llevaba el cubremangas blanco.

–Rodolfo –dijo–, hay un pavo colgando de tu terraza.

En un abrir y cerrar de ojos, mi tío desapareció por la puerta del pasillo a toda carrera hacia la terraza mientras el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati salían a la calle a observar el espectáculo. Yo salí detrás de ellos.

El pavo colgaba cabeza abajo, sujeto por la cuerda. Aleteaba desesperado, pero sin conseguir levantar vuelo.

Como Perón, pensé.

Aun sin poder volar, durante el almuerzo del domingo el pavo, y en parte y más modestamente, yo mismo, salvaríamos al tío Rodolfo de la paliza que estaba a punto de darle el tío Polo, siempre tan jovial y risueño, al que nunca había visto hasta tal punto enfurecido. Con decirles que daba miedo mirarlo.

Muy suelto de cuerpo y despertando los ecos indignados de sus hermanas, el tío Rodolfo sostuvo que Perón había quemado el puente Pueyrredón. Ese fue el momento en que Polo se puso serio y mi viejo quedó boquiabierto. No satisfecho y siempre imprudente, el tío Rodolfo siguió con los incendios de la Casa del Pueblo y del Jockey Club.

El tío Polo había apoyado las palmas de las manos sobre la mesa y empezaba a incorporarse. Un velo de ira le ensombrecía el rostro.

–Se quemaron los Vitorica, los Pettoruti..., los.... los...

Saqué la libertita del bolsillo y pasé las páginas lo más rápido que pude.

–...los P-p-p..., los...P-p-pe....

Leí “Las mazmorras de Pettinato”. Debía ser el nombre de uno de los pintores.

–Pettinato –dije.

–¡Los Pettinatos! –exclamó mi tío radiante de satisfacción.

Mi viejo consiguió cerrar la boca.

–¿Cómo Pettinato?

La trompada del tío Polo quedó a mitad de camino. Me miró, sorprendido, con la nariz fruncida.

–¿Pettinato?

Creo que no hubiera sido suficiente, porque el tío Rodolfo empezó a explicar que Perón había llevado a miles de obreros y empleados a la plaza para que fueran masacrados por los aviadores. Para su fortuna, Pablito llegó a tiempo. Bajó atropelladamente la escalera y gritó:

–¡Radolfo! ¡Radolfo! ¡Il pavo!

Mi tío interrumpió su disparatada versión de la conferencia del doctor Rofo y corrió escaleras arriba. Ya era tarde: después de tres inyecciones de cognac en los muslos y de seis en la pechuga, el pavo se había desplomado, definitivamente muerto.

Como todos los años, esa navidad comimos empanada gallega y matambre arrollado con ensalada rusa.

*Publicado en Revista Zoom