Lo que no se sabía de la Muerte Verde
En su libro Slapstick, or Lonesome No More, lo que vendría a querer decir Payasadas, o Nunca más solo, dedicado a quienes denominó “dos ángeles de mi tiempo”, Arthur Stanley Jefferson y Norvell Hardy, vulgarmente conocidos como “Laurel & Hardy”, el escritor Kurt Vonnegut refiere la historia de Wilbur Narciso-11 Swain, en su vida anterior, Wilbur Rockefeller Swain, último presidente de Estados Unidos, “el más alto y el único que llegó a divorciarse mientras ocupaba el cargo en la Casa Blanca”.
En ese momento crucial de la humanidad, junto a su nieta Melody Oropéndola-2 von Peterswald y la amante de su nieta, Isadore Melocotón-19 Cohen, Wilbur ocupa el primer piso del Empire State y tiene todo el edificio a su disposición. Su vecina más cercana, Vera Ardilla-5 Zappa, se encuentra a un kilómetro de distancia.
Vera vive a orillas del East River, donde con sus esclavos –a los que trata muy bien, aclara Wilbur– cría ganado, cerdos, pollos y cabras, y cultiva maíz, trigo, verduras, frutas y vides, ha construido un molino para moler el grano, un alambique para fabricar cognac, un lugar donde ahumar la carne e infinidad de cosas más.
No bien nacidos, Wilbur y su hermana heterocigótica Eliza Mellon Swain fueron considerados monstruos y nadie esperaba que viviesen mucho tiempo. Se comunicaban telepáticamente, pensaban al unísono y sostenían relaciones incestuosas en forma incesante y escandalosa. De enorme estatura, tenían seis dedos en cada una de sus manos y pies, cuatro tetillas, y frente huidiza, espesas cejas unidas, y desproporcionadas mandíbulas. El espectáculo que daban era tan bochornoso, que sus padres decidieron separarlos para siempre. Se suponía que carecían de inteligencia y que morirían antes de cumplir los catorce años.
No fue así: Wilbur estaba vivo y también lo habría estado Eliza, de no haber muerto aplastada por un alud en los suburbios de la colonia china del planeta Marte.
Los visitantes que en esos momentos recibe Manhattan, más que escasos son inexistentes. Los puentes se desplomaron, los túneles fueron destruidos y las naves no se acercan a la isla por temor a una plaga que ha asolado el lugar: “La Muerte Verde”.
El leit motiv de la historia es la consigna con que Wilbur gana las elecciones presidenciales de los Estados Unidos: “Nunca más solo”, que se le ocurrió cuando luego de uno de sus discursos de campaña, un anciano se arrastró hacia él para contarle que solía comprar seguros de vida, lavarropas, licuadoras, automóviles y cosas por el estilo, no porque le gustarran o las necesitase sino porque el vendedor parecía prometerle que se convertiría en pariente suyo. Durante un tiempo, incluso, el anciano se había entregado a la bebida tratando de transformarse en pariente de la gente que encontraba en los bares. “El barman se convertía en una especie de padre –confesó el anciano–. Sólo que de pronto había llegado la hora de cerrar”.
Es así que mientras Wilbur (que solía sentirse tan solo que la única persona con la que podía compartir sus más íntimos pensamientos era un caballo llamado Estrella Dorada) por sorteo, adjudica a cada uno de los ciudadanos una gran familia de pertenencia, que llevará como apellido intermedio el nombre de una flor, una fruta, una verdura, un pez, un pájaro, un mineral, un elemento químico, etc., de manera que cada persona en los Estados Unidos tendría unos diez mil hermanas y hermanos, unos 190 mil primos y primas, muchos miles más de tíos y tías y sobrinos y sobrinas y así sucesivamente. Las ventajas del sistema consitían en que mientras uno tendría siempre un pariente cerca, cualquiera fuese el lugar al que se dirigiera, cuando un mendigo se le acercara a pedirle dinero, si el apellido intermedio del necesitado conicidiera con el propio, estaría moralmente obligado a socorrerlo, como a cualquier pariente que se precie, aunque no se lo soporte, pero si no coincidiera, se le podría decir: “Amigo, usted tiene 190 mil primos y primas y diez mil hermanos y hermanas. No se puede decir que esté solo en el mundo. Yo ya tengo suficiente con encargarme de mis propios parientes”.
Mientras eso ocurre, la entera civilización del planeta Tierra va siendo extinguida por la Influenza Afgana, en Manhattan es conocida como la Muerte Verde que, según se sabrá, no resultaran ser la misma cosa.
Los chinos, como ya se ha dicho, establecieron colonias en la Luna y, según no se ha dicho, descubrieron el modo de pensar al unísono. Cualquier grupo de cientos de miles de mentes chinas unidas estaban a la altura de un Newton, un Shakespeare o un Einstein. Combinando sus mentes sintéticas, los chinos las convertían en intelectos tan increíbles que el mismo Universo parecía estar esperando sus instrucciones. “Ustedes pueden llegar a ser lo que desean –decía el Universo–. Yo puedo convertirme en lo que ustedes quieran”.
Y preocupados por el agotamiento de los recursos con que los humanos iban destruyendo un planeta alguna vez hermoso, los chinos llevaban décadas reduciendo de tamaño hasta tal punto que, al momento d eentrevistarse con el presidente, el último embajador chino en Washington medía apenas 60 centímetros. Venía a despedirse. Su país suspendía las relaciones diplomáticas simplemente porque en Estados Unidos no estaba ocurriendo nada que pudiera interesar a los chinos.
La última vez que alguien había visto un chino fue cuando al entrar en su habitación, el presidente Wilbur Swain Roosevelt se encontró con un chino del tamaño de su pulgar sentado sobre la repisa de la chimenea. Se trataba de un embajador volante y había sido elegido para desempeñar esa misión a causa de que resultaba visible para los extranjeros debido a su tamaño, mucho, pero mucho mayor que el de un chino corriente.
Finalmente, Wilbur descubrió que los gérmenes infecciosos de la Influenza Afgana eran marcianos cuya invasión al parecer estaba siendo rechazada por los anticuerpos de los organismos de los sobrevivientes, ya que por el momento había desaparecido la pandemia.
La Muerte Verde, por otra parte, era causada por unos chinos microscópicos, bien intencionados y amantes de la paz que, no obstante, resultaban invariablemente mortales para los seres humanos de tamaño normal que los inhalaban o ingerían.
A esta altura, no cabe ninguna duda de que la distopía de Kurt Vonnegut unida a la aparición de un virus misteriosamente originado en China ha provocado tantos estragos en el cerebro del último presidente norteamericano como en los de reputados comunicadores, periodistas e influencers sudamericanos que advierten, aterrorizados, que cada dosis de la vacuna Sputnik V podría contener miles de millones de Stalins microcópicos decididos a instaurar el comunismo en un solo país: este.