La guerra de los mundos
El traficante en uso de la presidencia del Banco Central Nicolás Caputo apeló a un antiguo refrán –“No hay mal que por bien no venga”– para justificar el acuerdo con el FMI. A su juicio, la crisis económica, los déficit gemelos, la alta inflación, la recesión, desindustrialización, destrucción de las economías regionales, caída de los salarios, colapso de los sistemas de salud y educación y la simultánea disparada del dólar y las tasas de interés, serían los males necesarios para arribar a un acuerdo que sólo un imbécil o un malvado podría tildar de “bueno” o “positivo”. Salvando las distancias, lo de Caputo equivaldría a congratularse de que un tren nos dejara sin piernas ya que en lo sucesivo nunca más tendríamos que cortarnos las uñas de los pies. Salvando las distancias, insistimos, porque, al menos, cortarse las uñas de los pies puede volverse cada vez más molesto a medida que avanzan la edad y el perímetro de la cintura, mientras que ningún acuerdo con el FMI ha sido jamás beneficioso para nadie, excepto el FMI, los comisionistas o “contactos de cuenta” y los especuladores financieros, entre quienes, hemos de admitir, descuellan el propio Caputo y sus secuaces Cañonero, Dujovne, Sturzenegger y etcétera, etcétera. Entender lo que no puede ser entendido Chifladuras del tenor de las de Caputo desconciertan a opositores, observadores y aun aliados: ¿creen realmente estos señores en los disparates que manifiestan con tanto descaro y carencia de lógica? Este interrogante, no siempre explicitado, es el que dio origen a la alucinación de una derecha moderna y hasta democrática o, mucho más gravemente, a la creencia de más de un opositor en la posibilidad de establecer algún acuerdo extra-delictivo con la pandilla gobernante. Tiene tan poco sentido intentar dilucidar qué tan derecha y tan democrática es esta derecha democrática, como estabilidad y garantías algún pacto: no se trata de diálogos o acuerdos entre semejantes. Sólo es posible conocer aquello que de alguna manera, aun remota, se nos parece. O, para decirlo más directamente, con los debidos estudios podemos llegar a imaginar o interpretar el modo de razonar y hasta la estructura de pensamiento de gentes de otras culturas y aun de otros tiempos, pero ni el más avezado zoólogo puede tener idea de cuáles son los mecanismos mentales de una gallina de guinea o los sentimientos de un grupo de esporofitos de un helecho arborescente, ni aun en el caso de convivir con ellos desde muy pequeñitos. Esto es lo primero y principal a advertir, aun tan tardíamente: no hay que confundir la catadura de la pandilla gobernante con la de sus votantes, ni dejarse engañar por los rasgos de humanidad que en algunos se les puede creer ver. Estos señores son a nosotros, a los “nosotros” que no comulgamos con sus discursos y también a los “nosotros” que desean verlos como enviados celestiales, anunciadores de un mundo mejor, seres tan extraños y ajenos como los perversos extraterrestres del film Marte Ataca. De hecho, sólo bichos malignos provenientes de otro planeta pueden exhibir la lógica de seres como Caputo, Quintana, Lopetegui o el excelentísimo, por no abundar ni pretender el estudio, la vivisección digamos, de sus versiones outlet, tal como la señora vicepresidente, unos cuantos periodistas o más de algún diputado nacional propenso a eructar tweets con la delectación de quien elabora delicados haikus. Es inútil tratar de comprender la lógica que los rige y suicida la creencia en algún tipo de diálogo o, peor aun, cualquier vínculo que no suponga el trasiego unidireccional de fluidos corporales, tal como lo están comprendiendo amarga y –mucho nos tememos– dolorosamente la mayoría de los gobernadores justicialistas y no menos intendentes pretendidamente peronistas o renovadores de la provincia de Buenos Aires. Sin embargo, en tren de ficción científica y a los fines de estudio y alguna comprensión, convengamos –por un instante– en que el actual elenco gobernante no proviene de otra galaxia sino que es una encarnación “moderna” de una derecha que aspiraría a gobernar democráticamente o, al menos, respetando las reglas republicanas. Instrucción cívica y educación democrática Si democracia es lo que su etimología indica –gobierno del pueblo–, va de suyo que una oligarquía –aun en el caso de provenir de nuestro mismo planeta– no puede jamás ser democrática. Sería una contradicción en los términos, por lo que en aras de un buen entendimiento, en este caso convendría hablar de “república”. La apelación a las instituciones republicanas fue el recurso al que tradicionalmente recurrió la derecha vernácula para descalificar los “excesos democráticos” de los “regímenes totalitarios”, otra muy seria contravención a la lógica que, ya se ha dicho, conviene dejar pasar. Seamos entonces todos “republicanos”, no dicho en su sentido lato, que lo somos puesto que no adscribimos a la monarquía, sino en el sentido figurado propio de nuestro país. Como ocurre en cualquier sistema diferente al unicato, la dictadura o la monarquía absoluta, en su manifestación presidencialista la república se sostiene en la existencia de una ley madre o Constitución, y en la desagregación del poder en tres encarnaciones institucionales a la vez contradictorias y convergentes: el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, que, según la receta, deben complementarse y controlarse entre sí en permanente búsqueda de un difícil equilibrio. [Uno entiende que a veces esto puede sonar tan fantástico como hace algunas décadas a los jóvenes estudiantes resultaba esta misma explicación mientras más allá de las aulas escolares gobernaban dictaduras militares o presidentes electos en base a la proscripción de partidos y expresiones políticas significativas, pero téngase en cuenta que hablamos de abstracciones teóricas]. El poder institucional así desagregado convive –a veces en forma conflictiva y otras de modo subordinado– con otros poderes de los que el texto constitucional pasa olímpicamente. Por ejemplo, el poder de los grandes grupos económicos y financieros y el de los medios de comunicación, a los que en ciertas coyunturas es posible añadir el de una o más congregaciones religiosas y los de una o varias fuerzas armadas y hasta de seguridad. En los papeles, el sistema parece funcionar equilibradamente, pero no ocurre así en la realidad, especialmente cuando uno de los poderes institucionales avanza sobre los otros o, ya en tren de colapso, los institucionales son sometidos al arbitrio de uno o más de los extra-institucionales: si tradicionalmente lo fue el de la fuerza armada asociada al poder económico, en los tiempos actuales es ese poder económico el que, consustanciado con el poder de los medios de comunicación, controla al poder ejecutivo, extorsiona al legislativo y coloniza al judicial. Una experiencia muy dolorosa Uno de los ejemplos recientes más escandalosos –si es que a esta altura alguien se puede escandalizar de algo– fue el del blanqueo de capitales, introducido en el parlamento debidamente lubricado con una reparación histórica a los jubilados que más que reparación fue estropicio y que abrió la puerta al desmantelamiento del sistema jubilatorio. Debe reconocerse que algunos diputados opositores pusieron algún leve reparo a la introducción de semejante blanqueo: al votar la ley que amnistiaba la evasión impositiva y la existencia de plata negra y/o malhabida exigiendo su sola manifestación y sin ninguna obligación de repatriarla (con lo que es imposible saber cuál sería la ventaja que podría obtener el fisco de tamaña incongruencia), para relajarse lo suficiente algunos legisladores exigieron que los amigos y parientes de personas públicas (entre los que se contaban ellos mismos y todos los integrantes de los poderes ejecutivo y judicial, así como sus amigos y familiares) fueran excluidas de semejante posibilidad. Así fue sancionada la ley, pero el alivio de los legisladores tuvo corta vida: inmediatamente después el excelentísimo les introdujo de golpe y en seco un duro decreto modificatorio, extendiendo la amnistía a parientes y amigos, entre ellos, su propio hermano. Dolido en su amor propio y burlado en su inocencia, el diputado Felipe Solá presentó una denuncia judicial argumentando que, siendo de categoría inferior, un decreto jamás puede modificar una ley, algo que hubieran comprendido hasta aquellos escolares que se educaban democráticamente en medio de las dictaduras. Sin embargo, luego de ser rechazado por la jueza María Biotti, quien negó al diputado idoneidad para presentarse como demandante, por decisión de la Sala V de la Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal, el recurso prosperó y quedó en las manos de la jueza (RE) María José Sarmiento, de triste memoria y turbia trayectoria, quien finalmente la desechó por ‘abstracta’, en razón de que habiendo ya finalizado el blanqueo, el delito no podía volver a ser cometido. Acto seguido, se jubiló y seguramente se encuentre en algunas de las naves interestelares que orbitan sobre la región a salvo de que se le haga notar que con ese mismo criterio también habrían sido abstractos los homicidios cometidos por el odontólogo Ricardo Barreda que habiendo eliminado a su suegra, esposa e hijas, ya no tenía ninguna otra suegra, ni esposa ni hijas a las que volver a asesinar. Siendo serio el daño inflingido al sentido común y la sensibilidad del diputado Solá, el caso es apenas una muestra del comportamiento habitual de numerosos jueces y fiscales de distintos fueros y a esta altura, de la totalidad de los camaristas federales. La lógica del agua Todo sería para risa si prescindiéramos de los damnificados, asesinados y encarcelados ilegalmente y sin posibilidades de defensa, y muy especialmente, si acaso la pandilla extraterrestre tuviera éxito en su propósito de reducir al estupor y la resignación a gentes de por sí tan conflictivas como los argentinos, a quienes nada les acomoda lo suficiente como para sentirse satisfechos durante mucho tiempo. Es posible que con la infatigable colaboración de periodistas y medios de comunicación, la complicidad de muchos legisladores pretendidamente opositores y la descomposición biológica de jueces y fiscales, finalmente lo consigan y todo discurra en paz e infelicidad hasta el fin de los tiempos. Pero de no ser así ¿qué es lo que puede deparar el futuro? ¿De qué modo esos argentinos siempre insatisfechos podrán modificar una situación cada vez más intolerable, siendo que los medios previstos por la Constitución están siendo crecientemente vedados? Excepto los bichos extraterrestres ¿piensa seriamente alguien que las dos décadas largas de violencia que sacudieron a nuestro país fueron producto de modas o malas compañías? ¿Que la sistemática violación a la lógica implícita en la constante apelación a las instituciones democráticas en medio de regímenes dictatoriales careció de la menor relación con el camino elegido por una generación para acabar con tanta “hipocresía organizada”? Descartada la resignación, dígase con una mano en el corazón si existía acaso otro camino. Nadie va a pretender que los extraterrestres comprendan el tenor de las disyuntivas que se presentan en un futuro más próximo que remoto, ni que les importe un bledo sus consecuencias, pero todavía quedan entre jueces, legisladores, políticos, sindicalistas, militares y policías, algunos seres humanos dotados de alguna entereza y racionalidad: deberían comprender lo urgente que resulta detener a los extraterrestres y devolverlos a la galaxia de donde nunca se les debió haber permitido salir. De persistir periodistas, legisladores, jueces y fiscales en la transacción ilusoria, el temor a la extorsión y la complicidad permanente, además de propiciarse los caminos violentos mediante el sencillo expediente de impedir los establecidos por la Constitución y las leyes, todo lo que ocurrirá será que la cabeza de algún pretendido intelectual empecinado en comprender lo incomprensible acabe en un laboratorio platicando con la cabeza de Felipe Solá empotrada en lo alto de la rotunda humanidad de Graciela Camaño, mientras la vociferante cabeza de la diputada yacerá dentro de una campana sandwichera sobre el mostrador de un bar al paso de la estación Ballester. En tanto, los más negros presagios se anuncian en el horizonte y los más siniestros demonios empiezan a tomar cuerpo en el ánimo de un pueblo descalificado, marginado de las decisiones de las que es victima, burlado por los jueces, reprimido por las fuerzas de seguridad, sistemáticamente traicionado por sus representantes e impedido de hacer valer su voluntad por las buenas. Escribió allá por julio de 1952 en el diario Democracia un misterioso articulista que tal vez nunca existió, de tan fantástica que parece hoy su trayectoria: "Los pueblos siguen la táctica del agua. Las oligarquías, la de los diques que la contienen, encauzan y explotan. El agua aprisionada se agita, acumula caudal y presión, pugna por desbordar; si no lo consigue, trabaja lentamente sobre la fundación, minándola y buscando filtrarse por debajo; si puede, la rodea. Si nada de esto logra, termina en el tiempo por romper el dique y lanzarse en torrente. Son los aluviones. Pero el agua pasa, siempre, torrencial y tumultuosamente, cuando la compuerta es impotente para regularla...". El agua siempre pasa, por las buenas o por las malas. He ahí la moraleja.