En casa de Emilio
Mayo había empezado con clases y con frío. Hacía tanto tiempo que no íbamos a la escuela que me parece que, sino todos los niños, el menos yo concurrí el primer día con la emoción y la expectativa de un chico de primero inferior.
Desde luego, el entusiasmo no podía durar mucho y el miércoles nomás, ya no veía la hora de que llegara el viernes, cuando con mi vieja iríamos a almorzar a casa de mi tía. Y lo más importante: me quedaría hasta el domingo, ayudando en el bar o jugando a la pelota en la vereda cuando me cansaba de vigilar desde la terraza los movimientos del barrio.
Debió ser un viernes de fines de mayo, entonces. O principios de junio. No bien terminamos de comer, desoyendo la no muy enfática recomendación de dormir la siesta (era un mediodía cálido y soleado y hasta las madres y las tías eran capaces de comprender la conveniencia de que los niños aprovecharan en otoño todo el sol que les era posible) salí disparando hacia la calle.
Está demás decir que no lo hice por el pasillo. Y que no bien llegué a la puerta color mierda de perro, me frené en seco, y entré al bar caminando. Correr en el bar era para mi tío Rodolfo una acción tan horrenda como escupir en el piso. Para eso estaban las salivaderas. Y para correr, teníamos la calle.
Excepto don Manuel, no vi en el bar ni al Pelado, al Mudo o Carlitos y Alberto Culacciati, por no mencionar al doctor, seguramente abocado a sus trascendentales labores democráticas, o a Miguel, todavía en su puesto de diarios, cada día más irascible, neurasténico y resentido por la noche trascurrida en la comisaría debido a su intento de quitar de la vía pública un emblema del régimen depuesto, prueba incontrastable de que la policía seguía siendo peronista.
Apenas había pasado el mediodía y ocupaban un par de mesas algunos operarios de la imprenta de la calle Terrero, todos de overol azul, y algún que otro fabricante de vinos tan dudosos como el afamado Pistone que fraccionaba mi tío, que acababan de comprar en bordalesas, en las bodegas del otro lado de la vía, y más tarde envasarían adulterándolos convenientemente. Comían especiales de jamón y queso, sánguches de milanesa y hasta porciones de tortilla, las únicas comidas preparadas que mi tío podía vender en el bar sin violar excesivamente las normas de salubridad. En un futuro no muy lejano planeaba ofrecer un plato del día –lentejas, mondongo, algún guiso–, más económico y a la vez más redituable que los sánguches, para lo cual serían imprescindibles las influencias libertadoras del doctor y la construcción, en un ángulo del salón, de una pequeña cocina. Ya las milanesas y tortillas que preparaba cada madrugada en la cocina de la casa, provocaban las suficientes broncas con mi tía como para intentar platos más sofisticados.
El verdadero berretín de mi tío era ofrecer huevos fritos en su aceite “especial”, en el que maceraba varios ejemplares del ají puta parió que crecía en un par de macetas de la terraza, tan temible que hasta era respetado por los conejos.
El resultado de la fritura debía ser mortífero, pero no era eso lo que fastidiaba a mi tía. Por el contrario: se habría sentido feliz si de buenas a primera el aceite hubiera exterminado, en un instante, a todos los habitués del bar, empezando por su hermano y siguiendo por Pablito Serún. El serio problema era la radical incapacidad de mi tío Rodolfo para comprender que, antes de colgar la espumadera del ganchito de la pared, era conveniente lavarla, secarla o, cuando menos, dejar que escurriera el aceite dentro del sartén.
Con gran habilidad, mi tío colocaba en el plato el par de huevos fritos, impecables, perfectos, como si fuesen de utilería, para de inmediato colgar del gancho la espumadera, chorreante de un aceite espeso que trazaba oscuras líneas a lo largo de los azulejos.
Expulsado sin contemplaciones y exiliado para siempre, el tío Rodolfo se había transformado en un auténtico Cocinero Prófugo.
Cuando pasé a su lado, miraba pensativamente hacia la puerta de la ochava, perdido en su sueño de tener un avión negro con el que regresar a la cocina, para enchastrarla a su gusto y entera satisfacción.
Salí a la calle y caminé hacia el pasaje, donde Julio y otro chico, al que conocía de la murga de los pascualitos, peloteaban con una Pulpo. Ahí nomás nos pusimos a jugar un metegolentra en el que el arco se situaba debajo de la ventana de la ochava de la casa de Emilio.
Varios pelotazos habían pegado, como era habitual, en las celosías de chapa, siempre cerradas. Nadie se hacía problemas: Emilio debía andar por el centro, en su misterioso trabajo de periodista. O de sepulturero. O de vampiro. O de lo que fuera.
En la mitad de la bocacalle, Julio se disponía a mandar un centro. Si me caía bien, le pegaría de bolea, tan fuerte, que el pibe de los pascualitos quedaría aplastado contra la pared de ladrillos.
El centro vino, y la agarré bien, a lo Trigili, aunque un poco alto, y la pelota se estrelló violentamente contra las celosías.... justo cuando Emilio las abría.
Mientras Julio y el pascualito corrían, cada uno en una dirección diferente, quedé paralizado en medio de la vereda como un monumento al boludo atómico.
La Pulpo rebotaba, lentamente, cruzando el pasaje.
–Vení para adentro –ordenó Emilio con voz cavernosa, de gigante de cuento de hadas–. Necesito que me hagas un favor.
No me pregunten por qué no había corrido antes, cuando rajaron Julio y el otro chico, ni, mucho menos, por qué no corrí entonces. Mentiría si les dijera que una fuerza misteriosa me obligó a permanecer en la vereda, como no fuera la de un soberano cagaso. Pero no vayan a creer que me quedé paralizado hasta el invierno, aun sin saber que ese año sería tan frío, gris y fundamentalmente, triste, porque Emilio no me asustaba realmente, tal vez porque mi viejo lo estimaba tanto.
Pasé a su lado por una de las dos enormes y descoloridas hojas de la puerta y me encontré en un pasillo techado que daba al patio. A mitad del pasillo, una puerta comunicaba con la sala. Estaba abierta.
Todo ahí, en el pasillo, en la sala y en lo poco que se veía de patio daba una impresión inversa a la del derruido exterior de la casa. Hasta la tierra de un cantero, donde florecían malvones y geranios, se veía cuidada y sin el menor resabio de yuyos.
Me había demorado admirando en la sala una enorme biblioteca repleta de libros que debía ser la envidia de mi viejo, lo más parecido a un autodidacta que vi en mi vida.
Sentí un empujoncito en la espalda. Emilio me indicaba que siguiera hasta el patio.
Seguí. En un costado, bajo el cono de sol que dejaban pasar las altas paredes, sentado en un sillón de mimbre, el tío Polo tomaba una cerveza.
Se veía más flaco, pero bien, como siempre, juvenil y peinado a la gomina. Sin embargo, no sonreía.
Mientras yo volvía a quedar petrificado, me miró fijamente. Por un instante, me distrajo la espuma de cerveza que le blanqueaba el bigote.
–¿Es cierto que en el bar hay uno que habla con Perón?
Me alcé de hombros.
–Eso dice Pablito, pero el doctor Rofo piensa que es Pepe Arias. Parece que imita muy bien a Perón.
El tío Polo y Emilio me miraban perplejos.
–¿Cómo va a ser…?
–¿Pepe Arias? No…
–Pero mi papá no cree que sea Pepe Arias.
–No –confirmó Polo– ¡Cómo va a ser…!
–Entonces, si no es Pepe Arias, seguro que el que llama es deveras Perón –dije, asombrado de mi descubrimiento.
Polo asintió, pensativo.
–¿Con quién habla?
–Con Pablito –La mirada de mi tío me hizo temblar– Y pregunta por De Santis. Uno que maneja ómnibus –me apuré a explicar–. El que vive acá a la vuelta, en la casa de doña Carmen.
–Ah, sí, ya sé.
Permaneció reflexionando lo que me pareció una eternidad, cambió una mirada con Emilio, asintió como para sí y me pidió que, sin decirle nada a nadie, fuera a buscar a De Santis. Necesitaba hablarle.
¿Cómo no iba a entrar corriendo al bar?
–¡Acá no si core! –protestó Pablito– Dicile Radolfo.
Pasé a su lado, sin prestarle atención, y miré hacia la mesa junto a la ventana de Gavilán. Estaba vacía. Decepcionado, volvía hacia lo de Emilio para comunicar la mala noticia, cuando me encontré frente a frente con Friedman. No se lo había mencionado a Polo, ni Polo me dijo nada de él, pero supuse que, siendo tan unidos como para tomar la copa juntos después de pasarse el santo día en el mismo ómnibus, uno de chofer y el otro como guarda, Friedman debía estar al tanto de todo cuanto hiciera De Santis. Así que le conté.
–Ya v-v-viene –tartamudeó Friedman, antes de ponerse a temblar, estornudar y echar agua por la nariz.
De Santis entró por la puerta de la ochava, caminó lentamente hacia nosotros y se dejó caer en la silla.
–Pibe, traete un café y un Cinzano.
–P-p-polo qu-qu-quiere hablar con v-v-vos.
Asentí a las palabras de Friedman, creo que todavía un poco agitado por la carrera.
Hablando de carreras, mi tío Rodolfo me miraba con enojo desde el mostrador. En un rato, en cuanto me le pusiera a tiro, ligaría un rapapolvo. Y lo peor era que no podía revelarle la verdad. Él también hubiera corrido de enterarse de que el tío Polo estaba en la esquina, en el patio de Emilio, pero Polo me había hecho prometer silencio absoluto, y me veía obligado a cumplir. Estaba acostumbrado. Por ejemplo, nadie sabía que yo era un agente secreto de Perón, pero nadie ¿eh?, ni Perón. De igual manera, nadie se enteraría de que Polo andaba en el barrio, excepto De Santis. Y Friedman, claro.
De Santis se incorporó en la silla con esfuerzo. Aunque no debía ser el sobrepeso lo que lo agobiaba.
Caminamos por Lascano hasta el pasaje, yo el primero. De Santis conocía la casa de Emilio –vivía a la vuelta, a unos 20 metros–, pero no iba a perderme la reunión.
¿Habré pensado que la información podía resultarle útil a Perón?
Vaya uno a saber en qué pensé, si pensé. Estar presente me parecía la cosa más natural del mundo: al fin de cuentas, era una conjura de peronistas.
Polo no fue de la misma idea. Lo primero que hizo al verme en el patio, entre Friedman, De Santis y Emilio, que había ido a abrirnos la puerta, fue mirarme serio –muy serio– y decirme que me las tomara. Así, como lo oyen.
Polo era tan jovial que cuando se ponía serio no había más remedio que hacerle caso. Nunca pensé en cuales podían ser las consecuencias de desobedecerle. Esa no era una alternativa que ni yo ni ninguno de los pascualitos hubiéramos considerado alguna vez. Era algo descabellado, como comerse un zapato o meterse una cucaracha en la nariz.
Nunca me metí una cucaracha en la nariz, por si quieren saberlo. Pero sentí que mi deber era contarle a Perón no sólo qué hacían y decían los contreras sino también en qué andaban los peronistas, de manera que, fingiendo obedecer, fui hasta el pasillo, abrí la puerta de calle y, sin salir, la cerré con ruido, antes de escabullirme en la sala, desde donde era posible escuchar y, si quería, hasta ver lo que ocurría en el patio.
Friedman y De Santis se habían sentado en los sillones de mimbre. Emilio preguntó si querían tomar algo, buscó otra cerveza en la heladera de la cocina y dijo que necesitaba darse un baño.
Cuando desapareció detrás de una de las puertas que daban al patio, Polo seguía mirando fijamente a De Santis sin decir palabra.
–¿Cómo te está yendo? –preguntó De Santis para romper el hielo.
No sé si alguno de ellos habrá advertido qué extraña parecía la situación. Polo y De Santis se miraban como desconocidos. De Santis, incómodo. A mi tío, en cambio, se lo veía a punto de saltar de la silla. Todo su semblante trasuntaba una bronca apenas contenida. Sus palabras sonaron como el chasquido de un látigo:
–¿Me puede explicar qué carajo está haciendo Perón?
Friedman se hundió en el asiento. De Santis abrió los ojos, sorprendido.
–Y yo qué sé...
Tras un instante de desconcierto, Polo apoyó los antebrazos en los muslos, echando su cuerpo hacia delante.
Friedman se hacía todavía más chiquito. Sus pies ya ni llegaban al suelo.
–¿No sabe nada de un golpe?
–Ah, el golpe –dijo De Santis, para mayor confusión de Polo.
–Entonces es verdad...
De Santis seguía sonriendo, no muy seguro de nada, ni siquiera de querer sonreír.
–¡Es verdad! –repitió Polo.
Claro que es verdad, pensé. Hasta mi viejo y mi vieja secreteaban del golpe en la cocina de casa, justo antes de cenar, mientras mi vieja ponía la mesa y mi viejo leía La Razón. Lo llamaban “el golpe de los nacionalistas”.
Polo se puso de pie y caminó por el patio, hacia una de las puertas. Por suerte no era la de la sala, desde donde yo seguía la conversación, en absoluto silencio y acurrucado junto a un aparador. Se detuvo de improviso, giró en dirección a De Santis, y regresó hacia el sillón de mimbre, pero no se sentó.
–¿En qué quedamos? Al final Perón hace una cosa y dice otra. ¿No era que no teníamos que confiar en los militares?
De baja estatura, tórax ancho y brazos extremadamente delgados, con los ojos muy abiertos en su cara redonda, De Santis parecía un sapo sorprendido en medio del patio.
–La verdad, no sé qué decirte. ¿Vos qué pensás, Ruso?
Friedman temblaba en el sillón. Polo, De Santi y yo, siempre escondido, aguardábamos su dictamen devorados por la ansiedad. ¿Se podía o no se podía confiar en los militares?
Nunca me pude enterar.
–¿Qué carajo estás haciendo acá? –preguntó detrás mío la voz cavernosa de Boris Karloff.
Un instante después, Emilio me llevaba de la oreja y me sacaba a la calle. Una vez que las enormes hojas de la puerta se cerraron, dejándome definitivamente afuera, me sentí como Perón en la cañonera paraguaya.
Pero igual a Perón, ya encontraría la manera de escabullirme.