Ellos creen en la meritocracia, nosotros en el amor
Un día empieza una época por la que no te gustaría atravesar, pero como estás viva y acá, la tenés que vivir. A veces te parece que los años están tan viejos que se olvidan de las cosas más recientes, las desprecian, pero recuerdan el pasado y se lo mienten siempre mejor. Y lo cuentan a quien quiera oírlos, y para ellos es como si volviera a suceder todo. Porque parece que los años se repiten, pero hay trampas. Lucen iguales, pero no lo son, aunque el parecido asombra o asusta: son copias crudas y aceleradas.
Y entonces, un día, te das cuenta que, en muy poquito tiempo, un montón de cosas se cayeron a pedazos, es más: las destruyeron y a propósito. Y no sólo las cosas se estrellan contra el piso que se hunde, las personas también. Van cayendo a nuestro alrededor fulminados por el rayo desesperante de la desocupación, del hambre. Y si no los vemos, es porque no queremos ver, y así los hundimos más en la ciénaga de la indiferencia, que es, en realidad, lo contrario del amor.
Porque esa sigue siendo la respuesta a todo: el amor, la solidaridad, el compromiso con y por el otro. Y es, justamente, lo que más falta. Porque amar sigue siendo urgente, porque cuando la gobernadora habla de los pibes que van a la escuela y cómo evaluarlos y dice que hay que aprender de la meritocracia, del valor de la meritocracia, una rabia profunda nos empaña los ojos. Nos aprieta la garganta la garra de la injusticia naturalizada. El esfuerzo personal no es suficiente, el origen nos define. No es lo mismo cuna de oro que unos trapos en una caja. La voluntad, las ganas de avanzar, el trabajo incansable, no alcanzan si no tenemos oportunidades, si nos niegan nuestros derechos. No es lo mismo crecer comiendo que ir cumpliendo años con muchos días de panza vacía. No.
A una publicidad de autos no le exijo nada, entiendo cuando el capitalismo se nos ríe en la cara. Pero a la Gobernadora de la Provincia de Buenos Aires puedo y debo demandarle todo. Porque nos gobiernan los que creen que si nos va mal, si somos pobres, si tenemos seis años y salimos con papá todos los días en un carro, a juntar cartones, nos merecemos eso. No sólo ganaron los chetos, ganaron los garcas. Porque para que ese pibe esté agitándole las correas a un caballo cansado, en vez de estar en la escuela, hay alguien que está tirando la comida que le sobra y a él le falta, que se está robando esa infancia y la está guardando en una cuenta en el exterior. Y el esfuerzo no alcanza para poder jugar y estudiar. La voluntad de madrugar en el frío, de laburar todo el día juntando botellas, no son suficientes. Y hay quienes le quieren hacer creer que se merece lo que le pasa.
Qué asco. Qué crueles y a conciencia. Y ellos toman las decisiones y en teoría ahora nos representan. Y nos dicen eso mientras ajustan la economía, descontrolan la inflación y cierran puestos de empleo.
Y en la calle, miles y miles. Y los humillan diciendo que no trabajaban. Y cada vez tenemos menos oportunidades, y todo se cae, nos arrasan. Porque ellos también se esforzaban y ahora les quitan el trabajo y les dicen que es culpa de ellos, porque se merecen estar así.
Yo no sé. No entiendo esa necesidad de patearnos en el suelo. No tengo respuestas para esto. No logro digerir tanta indiferencia, tanto odio concentrado. Me cuesta asimilar este tipo de golpes. Porque quien cree eso, quien cree que la realidad que te toca vivir no tiene nada que ver con tu ascenso social, cree que los pobres merecen ser pobres. “Merecen” ser pobres. Lo reescribo en un fútil intento de comprender. Me sobrepasa, me anula. Porque ellos, que piensan así, son quienes deberían estar generando políticas públicas para incluir a los que están afuera del sistema, para promover oportunidades, para achicar la cada vez más grande brecha entre los que no tienen nada y los demás. Ésa es, fue y será la verdadera grieta.
Pero están en otra cosa. Están eliminando posibilidades, aumentando todo, regalándole montañas de dinero a los poderes económicos concentrados, mientras dicen que deben sincerar la economía, que sólo significa ajustarles con violencia el cinturón a los sectores más vulnerados, como siempre. Y están señalándolos con el dedo, diciendo que les da el mérito para estar mejor. Que no hacen lo suficiente, que cada uno tiene lo que merece, y es por eso que ellos no tienen nada. Y que eso, además, está bien. Los revientan a piñas y les dicen que se pegan solos.
Por eso no tengo respuestas para esto, sólo esta reflexión repetida, producto de la pena y la bronca. Y en esta cavilación sólo puedo repetir lo que sí sé: amemos, así, sin más. Que amando surgen respuestas, oportunidades, ideas. Y sobre todo se afianzan los lazos solidarios que estos chetos quieren destruir una vez más. Juguemos la carta que no pueden arrebatarnos: el amor por el otro. Juguémosla fuerte, que, al fin de cuentas, es el as bajo la manga del pueblo, que ningún póker de indiferencia, ninguna mano de odio, puede vencer.