El analfabeto político
El motivo va de la mano de los niveles de cinismo, de oportunismo o de básicos márgenes de dignidad. Lo cierto es que se vieron obligados a reconocer primero la alegría popular por una selección de fútbol que regaló bastante más que deporte. Luego debieron mostrar un nivel al menos mínimo de decencia patriótica frente a la peor carroña del capitalismo financiero mundial. Y después no tuvieron más alternativa que aceptar la emoción del 99,999 por ciento de la población con la llegada al universo de la verdad de Ignacio/Guido. Haya sido por aceptación genuina, por la exigencia de las encuestas o por algo de olfato, lo cierto es que los medios y políticos que no pueden terminar de rifar lo poco de credibilidad que les queda, durante los últimos meses mantuvieron más o menos a raya las toneladas de mala onda y pesimismo que vienen derramando a diario desde hace unos años.
Pero pasado el huracán celeste y blanco y los Maschefacts; conocidos los detalles del primer round en la batalla contra los buitres y a medida que uno se va habituando a la brisa cálida de la restitución, los de siempre volvieron a lo suyo con el hundimiento de su política en el lodo, el veneno destilado disfrazado de eso que llaman “inseguridad” y la tergiversación más a mano y burda.
Dejemos para más adelante la frivolización de la tarea más noble y vayamos directo a dos ejemplos que nos quedan bien a mano y nos permiten ver la trampa diaria.
Fui día por día. Y miré y leí en detalle las tapas y la presentación de esa creación de clima que en la jerga decimos “agenda”. Y ocurrió lo que me suponía. Me sonreí porque son de manual. La primera vez que al dispositivo se le habían visto los hilos fue en 2008, durante lo que algunos con el cachito de cabeza colonizada aún denominan la “crisis del campo”. Me acuerdo muy vívidamente de un día en el aula. Una alumna habló embebiendo de fina ironía cada palabra: “Che, resultó buenísimo para todos esto de que el gobierno nacional la emprenda contra la Sociedad Rural. ¡Durante los 90 días que duró el conflicto no hubo casi casos de inseguridad! ¡Qué genial! O…, bueno, al menos así nos lo contaron algunos medios de comunicación. Ahora que el enfrentamiento terminó, vuelve a haber delito. ¿Qué extraño todo, no?”, había comentado la estudiante.
En esta oportunidad fue igual: El Mundial, el procesamiento de Boudou, la masacre en Gaza, el supuesto default, la recuperación del nieto de Estela de Carlotto y hasta el ébola contribuyeron a que en la Argentina bajara el delito.
¿No? ¿No hay una ecuación matemática entre lo que presentan las portadas y lo que ocurre? Ah, disculpen la inocencia. Pensé que sí porque mientras estos temas estaban en la cresta, no hubo ni un título grandilocuente sobre robos y asesinatos relacionados con robos.
Las alarmas volvieron a ser encendidas recién a principios de este mes bajo las siguientes advertencias periodísticas: “Secuestros, el delito que crece en el conurbano”, “Seguridad electrónica: cada vez más hogares regulados”, “Inseguridad sin freno”, “Gran Buenos Aires violento”, “Asaltos y secuestros cada vez más violentos”, “Matan a un jubilado cada 5 días en asaltos” e “Inseguridad: en el año ya asesinaron a 23 menores”. Ninguna de estas generalizaciones pudieron leerse entre el 15 de junio (cuando rodó la primera pelota) y el 30 de julio (día en que, supuestamente, caíamos al abismo debido al default). Los delitos vinculados con la propiedad privada -es decir eso a lo que la mayoría llama inseguridad y que no incluye ni abusos sexuales, ni violencia de género- no fueron tema de tapa en ese mes y medio de balón y batalla judicial en la oficina de Griesa. Llamativo, para decir lo menos.
Sobre el falseamiento y la adulteración, ¿qué más afirmar que no haya sido ya discutido y demostrado? Valga lo de ayer, el viernes 15 de agosto, como botón de muestra de lo que vienen haciendo de lungo y siguen porque es lo que conocen. A la decisión presidencial de ir a fondo contra la las aves de rapiña, funcionen estas afuera o aquí y se llamen Elliot o Donnelley, los principales periódicos del país la definieron así: “Aplican a una empresa de EEUU la ley antiterrorista” y “El gobierno quiere aplicar a una empresa la ley antiterrorista”. Así. Bien vago. Con una falta de especificidad y especificación que permite que el distraído acentúe esa idea ramplona de que lo que más le divierte a este Poder Ejecutivo es aplicar un intervencionismo estalinista a las fábricas y a la propiedad privada. Con esta concepción vuelan bien alto, como un cóndor, como un águila o como un buitre –para usar precisión de cirujano- la idea tan desarrollada del vocero número uno de esos fabricantes de juicios inmorales a países soberanos que se dan el distinguido nombre de “holdouts” para tapar la caca que los embadurna. Me refiero al modo en que José Luis Espert –quien no se ahorra insultos ni a mi persona ni a la Presidenta- definió a la política oficial: “el estatismo stalinista que nos regala casi a diario la pingüinera gobernante”.
Y sobre la actividad más honrosa y estimable que puede desarrollar una persona, como es la política valgan un par de apuntes sobre cómo los medios han vuelto a sobrevolarla al igual que otras aves que aletean por la zona.
Es sabido que desde que los medios nacieron, si algo se les opone es la política. Ella necesita complejización, tiempo, profundidad, análisis, pormenores y detallado conocimiento de los por qué si ésta se lleva adelante en serio y con sincero deseo de transformación. Es decir, ontológicamente es lo opuesto a la lógica propia de los medios de comunicación. Es “aburrida” para este modo de dar a conocer el mundo y de abordarlo. Se opone, se enfrenta, pelea, da batalla ante la inmediatez, la instantaneidad, lo espontáneo, lo vacío, lo banal, lo superficial, lo liviano. Está (es) las antípodas del entretenimiento. La política necesita largo plazo y cabeza fresca. Y formación. Mucha formación, de bocho y corazón.
Durante la segunda década infame -los años noventa- política, medios y farándula parecieron lo mismo. No fue una casualidad. Fue premeditado y zurcido con ahínco. Esperaron agazapados a que política sonara más a desilusión que a sueño para ocupar su sitio.
Pongamos una fecha. Abril de 1987. Digamos que el “Felices Pascuas” nos mandó a varios a casa defraudados de la primavera. Pues bien. Allí estaban ellos, para volver al sitial, el que habían perdido en otro abril, el de 1982, cuando se cavaron la fosa de la credibilidad con el “Estamos ganando” del triunfalismo uniformado.
Unas horas antes de que todo se tiñera con el nombre de Guido, tuvimos una dosis fuerte, concentrada de intento de desterrar a la política del lugar que le corresponde. En el programa que ya lo había hecho –o intentado- en 2009 y con el mismo prototípico modo: llamar a Olivos y que el o la jefe o jefa del Estado salude con exagerada simpatía y cercanía al conductor. Y aquí quiero detenerme un instante para sentar posición de modo claro y terminante: la farandulización no es que los dirigentes políticos vayan a la televisión. Decirlo así es reducir un sistema complejísimo de simbologías y sutiles construcciones semiológicas. El problema está en si ese dirigente -o el partido político- se entrega manso a los modos de construcción de sentido de ese medio. Si se rinde a las mieles de la inmediatez. Si cree que la televisiva es la única arena en la cual disputar. Si piensa que minuto a minuto es sinónimo de voto a voto. Si cree que la generación de simpatía efímera es idéntica a empatía y confianza.
Un dirigente que no piensa, analiza, conoce e incluso va a la televisión es alguien ajeno a estos tiempos. Es decir, los medios deben formar parte de su hacer cotidiano. Pero una cosa es tener un poco de la atención puesta en ellos y otra bien distinta es ser de ellos.
Un signo (positivo y muy) de estos tiempos fue que la visita excesivamente extensa del diputado/novio y la complicidad lindante con lo obsceno de otros que tienen funciones ejecutivas fue empalagoso y disruptivo para muchos. Entonces, lo ocurrido el lunes pasado por la noche no fue parte del paisaje, no fue un dato más de la cotidiana de la televisión. Y esto tiene una y sólo una piedra basal: Néstor Kirchner primero y Cristina Fernández después comprendieron en toda su acabada dimensión aquel “¡Que se vayan todos!” -que le daba de lleno al corazón de los gerentes del hacer y dejaba de lado a los autores intelectuales del desastre- y repusieron además de la autoridad presidencial, la política en el sitio que le corresponde si pretende ser sinónimo de transformación.
Por eso la comunicación de atril, en lugar de los anuncios en sets de televisión. Por eso la palabra política en las sedes institucionales y no las primicias en las tapas de los domingos. Por eso la sorpresa en el anuncio, en lugar del off the record al diario de más tirada. Por eso el debate caliente en Diputados en lugar de los insultos televisables que terminaban volviéndose anestesiante luego del loop en que el medio convierte a la reiteración. Por eso el señalamiento hacia los medios y el debate de igual a igual con periodistas de renombre, en lugar del show en los medios y el brindis compartido con los editorialistas. Por eso el debate masivo, callejero y popular sobre la propiedad y la desmonopolización en lugar de la negociación entre cuatro paredes con los dueños de las licencias.
Todo esto no es una táctica de un par de personas astutas. Es la estrategia de quien no quiere entregarle la subjetividad -la suya y la de toda una nación- al modo autoayuda de hacer política.
“Y Aníbal lo hizo otra vez”, se manda la presidenta para iniciar el segundo prólogo que le regala al ahora senador y durante más de una década ministro kirchnerista. Y lo que hizo Fernández (hombre) que Fernández (mujer) introduce es un libro titulado “Conducción política, así hablaba Juan Perón”.
En este título, Aníbal Fernández se refiere, entre otra decena de nociones a algo de lo que aquí estamos comentando: al coaching, un término que suena a entrenamiento, a preparación física para, a repetición de movimientos y dice que: “sobre esta base se ha creado una suerte de método enlatado que, pomposamente han dado en llamar coaching político”, algo que “huele a plástico, a desodorante de ambiente llamado Rumor de un amanecer tardío en el otoño, o algo así. Huele a esteroides, a oficina con ozonificador de aire, a vida ligth, a milanesa de soja”, sostiene él.
Y agrego yo: suena al Ernesto Marroné de “La aventura de los bustos de Eva” y de “Un yuppie en la columna del Che Guevara”, de Carlos Gamerro. Sobre todo al de esa fabulosa escena en la cual este ex montonero devenido gerente, que luego de engullirse por décadas todos los manuales de autoayuda del estilo cómo ser un emprendedor exitoso, termina comandando una asamblea fabril con la lógica de esos decálogos berretas y mentirosos que siempre cuentan con consejos del estilo “Empieza visualizando las cosas positivamente”, “Busca el talento y no los títulos” y “Sé tenaz y nunca te rindas”.
Porque son lo mismo. Están untados con la misma pasta. Esos que se dicen políticos pero que sienten asco por la política -incluso la que ellos hacen- o aquellos que se jactan, se auto embadurnan con esa sustancia pringosa y maloliente, de ser a-políticos, no son más que los que encajan como en obra del ingeniería en aquello de Terry Eagleton de que “la noción de desinterés intelectual es por sí misma una forma oculta de interés, una expresión de la rencorosa malicia de aquellos que son demasiado cobardes para vivir peligrosamente”.
No fue una casualidad que en un libro de 2014, en el libro de 2014 de Aníbal Fernández, la Presidenta haya encontrado una excusa perfecta para lanzar esas botellas al mar que suele arrojar. “Desconfíen –solicita Cristina Fernández en esas dos páginas del prólogo- de los que les recomiendan que no se metan en política. Porque ¿saben una cosa? La política sí se mete con ustedes”. Dura, directa e incisiva. En la misma dirección que esas líneas de Bertolt Brecht que apuntan directo a aquellos que se sacan la política de encima como si fuese caspa en el hombro.
“Ahora me llevan a mí, pero ya es tarde”, advirtió el dramaturgo alemán a los mismos que define en El analfabeto político. “El peor analfabeto –escribió- es el analfabeto político. Él no oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. Él no sabe que el costo de la vida, el precio de los porotos, del pan, de la harina, del vestido, del zapato, de los remedios, dependen de las decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostitución, los niños abandonados, el asaltante y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, estafador y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales”.
A algunos los vemos en tele. A otros los observamos entregarle hasta su propia subjetividad al aparato mediático, gritar hasta la afonía que no hay ideologías y entregarse sometidos al discurso de la posmodernidad, lo que lo mismo que correr presuroso y con ansias a que los abrace y haga de ellos lo que quiera la más poderosa y dañina maquinaria de la siempre llena de dinero derecha.