De cementerios de barcos y trenes, monumentos solitarios y pueblos perdidos
Como si fueran juguetes de los días que los niños de nuestra historia dejaron arrumbados en los patios del olvido, hallamos en los páramos del país: cementerios de barcos y trenes; monumentos de la intemperie y pueblos abandonados.
Cementerios de Barcos
Cuando Paul Valery escribió su poema “Cementerio marino” no hubo de imaginar que los mares y ríos del sur del sur harían sus testamentos en forma de cementerios de barcos.
En Cabo San Pablo, Tierra del Fuego, se encuentra varado, desde el invierno marítimo de 1983, el buque Desdémona. Pareciera ser un Templo de óxido levantado en memoria a todos los naufragios australes. También en el mar patagónico, pero en San Antonio Oeste, provincia de Río Negro, hallamos una especie de necrópolis de barcos, un estuario en el que se apilan embarcaciones pesqueras, naves que agonizan entre las nanas de herrumbre y los pensamientos de los pescadores que cada tanto se acercan a escuchar los consejos que sólo saben dar los viejos barcos. Cuando la marea baja, estos buques quedan en tierra, como cartas que se acumulan en los umbrales de las casas abandonadas. Sin la liturgia del mar, aunque con el misterio del río, descubrimos en el delta Ensenada - Berisso, a un grupo de barcos a la deriva, como si fueran huérfanos de la sudestada, consagrados a la odisea del río color león. Estos buques abandonados son llamados por los orilleros como: “los linyeras del río”. No podemos dejar de referirnos a Puerto Sánchez, paraje de pescadores del Paraná, ubicado en la ribera entrerriana. Allí se puede contemplar algo así como un campo santo de canoas, donde las maderas de las viejas barcas exhiben sus memorias de temporales. El linaje de apóstoles milagreros, que por años multiplicaron el surubí, con su artefacto de prodigios: el espinel, es el alma de esta comarca que considera a sus antiguos botes, como ermitas de santos paganos, tal vez santos de los ahogados, santos de los sin anclas.
Cementerios de trenes
¿Hay algo más triste en el mundo que un tren inmóvil bajo la lluvia? Se preguntaba Pablo Neruda, hijo de un ferroviario. Tal vez, don Pablo, haya algo más triste: un cementerio de trenes. En la localidad bonaerense de Vedia, hallamos, en el bosque, un vagón abandonado, éste pareciera ser un monumento de intemperie erigido en tributo a todos los trenes desaparecidos, aunque una imagen aún más (ferroviariamente) desoladora, es la del cementerio de trenes, de Ibicuy, Entre Ríos, pueblo que supo ser ferrocarrilero, y hoy es el imperio de las elegías de rieles, chatarras, vagones y locomotoras. Así como en Ibicuy hay muchas ciudades, pueblos y parajes de nuestro país que poseen cementerio de trenes, desde la cordobesa Cruz del eje hasta comarcas en las que se pueden llegar a descubrir (como si se tratara de una ironía) los restos de la “Argentina”, la célebre locomotora a vapor creada por Livio Porta. Locomotora que en pleno siglo XXI, los suizos e ingleses, están interesados en reflotar por su sistema ecológico.
De monumentos solitarios
En Quemú Quemú, típica localidad de la provincia de La Pampa, donde la llanura, el caldén y el pampero conquistan el corazón de lo cotidiano, se halla un monumento de cuarenta metros de altura, ante el cual el viajero se pregunta: ¿Semejante panteón se habrá levantado como homenaje a San Martín, Belgrano, Perón? No. El fastuoso monumento fue erigido en 1967 (por el arquitecto Lincoln Presno) en memoria al asesinado presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Es decir, en el medio del desierto pampeano, un coloso irrumpe en el cielo de los pampas: el monumento a Kennedy ¡Todo un disparo a la cabeza de nuestra cultura ancestral! De la misma forma, en el paraje cordobés “Los Cerrillos”, se encuentra el mausoleo más grande de Argentina, con sus 85 metros de altura ¿Será un mausoleo a Evita, a Mariano Moreno, a Facundo Quiroga? No, este monumento fue construido en 1935, en remembranza a la aviadora Rosa Margarita Hoffman, más conocida como Myriam Stefford, la que muriera al precipitarse su avión, en la provincia de San Juan. Raúl Barón Biza, su esposo, le encomendó al ingeniero Fausto Newton la construcción. A seis metros de profundidad está la tumba en la que descansan los restos de la aviadora, la leyenda señala que también allí se encuentran sepultadas todas las joyas de la desdichada. En su lápida el epitafio reza: “Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que, en su audacia, quiso llegar hasta las águilas”
De ciudades y pueblos perdidos
Nuestra cultura popular posee leyendas que denuncian ciudades espectrales. En la Patagonia, la Ciudad de los Césares; en Salta, Ciudad Esteco y en los Valles Calchaquíes, Ciudad muerta. Más allá de estas míticas historias, nuestro país está colmado de comarcas que están a punto de desaparecer y de muchas otras que ya han desaparecido, la mayoría a causa del cierre de los ramales del tren, otras por catástrofes naturales, económicas y culturales.
En Medanitos, páramo catamarqueño, hallamos un oratorio sepultado en la arena. El frente del templo surge del médano, desde su gastada puerta puede verse a la virgen de las dunas. El único poblador de Medanitos, Nicolás Reales, de setenta años, custodia el santuario y promete no abandonar jamás su solitario paisito de arena.
Guanaco, es un paraje, donde las esquirlas del neoliberalismo se retratan en su estación de vías muertas, este lugar que supo tener sus negocios, sus hoteles, sus escuelas, hasta hubo recibido a Carlos Gardel, allá por noviembre de 1912, cuando el Zorzal criollo se presentaba junto a Martino. Guanaco es hoy, una morada fantasma, tal es así que en una de las paredes de su estación se puede leer una leyenda que reza: “me voy, no aguanto más la soledad” Pero si tuviésemos que nombrar capital de la desolación argentina a alguna comarca, sin duda esta debiera ser la bonaerense Villa Epecuén, que llegara a ser uno de los balnearios termales más importantes del país, y que fuera borrada por una inundación, la madrugada del 10 de noviembre de 1985 cuando una sudestada desató la fatalidad y el lago Epecuén avanzó sobre la población, empujándola al éxodo: 1500 habitantes tuvieron que abandonar definitivamente sus casas. Villa Epecuén se convirtió en un desierto de agua, en un cementerio lagunero. Hasta que años después, el agua bajó, dejando un museo de ruinas: árboles muertos, el gran hotel hospedado por los viejos fantasmas de salitre, la escuela a la deriva del estricto manual del silencio y, de manera escalofriante, la monumental construcción de Francisco Salamone, de pie, como poniéndole nombre a semejante tragedia: Matadero!
De matanzas y nacimientos
Mientras miles de pueblos están en riesgos de desaparición, tenemos una ciudad llamada “La Matanza” con una población de casi dos millones de habitantes. ¿Será, acaso, tiempo de poblar los lugares más desiertos del país, y tal vez de fundar allí una gran ciudad llamada “El Nacimiento”?