Carne de cañón
Como la mayor parte del planeta, los argentinos hemos decidido vivir y morir dentro de los parámetros de la sociedad de consumo.
El capitalismo tiene sus ventajas. Pero también altos costos.
Los pibes pobres son el extremo más vulnerable de este modelo.
Y no me quiero referir en esta oportunidad a los 23 que se mueren diariamente en la Argentina (de los cuales 14 podrían salvarse si existiesen las políticas adecuadas), sino a las decenas de chicos menores de 18 años que son procesados por violación a la ley de drogas actualmente en vigencia.
Atención a este dato: solamente en Rosario, la cifra de menores de edad judicializados tras ser capturados en bunkers donde se comercializan estupefacientes llega en la actualidad a 150 chicos.
Niños con historias calcadas unas a otras, que representan el eslabón más débil en la cadena de venta de estupefacientes, a la que se incorporan precisamente condicionados por su fragilidad.
La persecución en este nivel no abre ninguna perspectiva de llegar a los organizadores del negocio criminal. Hacerlo termina siendo un contrasentido jurídico y un dispendio de recursos laborales y materiales, algo poco útil para controlar el narcotráfico ya que las acusaciones no tienen más sustento que investigaciones policiales deficientes.
Observemos este caso, que reporta el diario La Capital en su edición dominical. Sergio tiene17 años, vive en un asentamiento del Gran Rosario y, como tantos otros, abandonó el colegio y está desocupado. Un día de verano andaba por las inmediaciones de uno de los bunkers de drogas que pululan por la ciudad.
La policía santafesina –esa misma que está corroída por la corrupción y denunciada hasta el hartazgo por ser connivente con los narcotraficantes- lo pescó in fraganti. Lo detuvieron y el 28 de marzo lo procesaron por comercio de drogas y le trabaron embargo por veinte mil pesos.
La Convención de Derechos del Niño, a la que Argentina adhiere en la Constitución Nacional, prescribe que deben adoptarse medidas especiales para tratar a chicos a los que se acuse de haber infringido leyes penales sin recurrir a procedimientos judiciales.
Nada de esto se hizo.
Tampoco se inicio una investigación sobre las actividades de ese centro de comercialización de drogas, a quién pertenecía, de dónde provenían los estupefacientes y adónde iba a parar el dinero que se recaudaba por su venta, quién o quiénes protegían el kiosco. La justicia sólo se limitó a dar por cierto la versión policial y procesar al muchachito.
No importa si hubo investigación previa, filmaciones o seguimientos que determinen con sustento qué hacían los chicos en los bunkers.
La llegada a Rosario de las fuerzas federales trajo tranquilidad a la población. Generó una saludable sensación de seguridad que hacía rato no se respiraba en la ciudad más populosa de la provincia de Santa Fe.
Entre otras medidas ejecutadas por los gendarmes, se destacó la demolición de varias de estas precarias casamatas ubicadas en el corazón de las villas, donde la dosis de paco puede conseguirse por cinco pesos y un papel con merca cortada con aspirina y otras porquerías por treinta mangos.
Con esto se logrará ahuyentar por un tiempo el comercio ilegal de sustancias. Pero el problema no desaparecerá. Hasta tanto no se entienda que la raíz de todo se encuentra en el corazón mismo del sistema capitalista, no habrá ejército de gendarmes ni justicia amañada que pueda ganarle la verdadera batalla al narcotráfico, que seguirá encontrando en cada esquina carne de cañón para vender su droga y adictos para consumirla.