Canción del elegido
Podría haber sido la última imagen. ¿Y quién se anima a decir que no? La del cuerpo de su hija en el furgón. En esa comisaría para siempre inmunda de Isidro Casanova. Porque seguro que está grabada. Eso no se borra. Y podría haber sido la última. La que cancelara la posibilidad de seguir mirando. Pero no. Porque ella creyó.
Primero se los escupió en la jeta a ellos, a los que les dijo “¡Asesinos!”. Se los gritó. Y mientras los acusaba vio un Cristo, una figura de Jesús metida en ese mundo de mierdas. Ella lo apuntó con el dedo, miró al subcomisario y se lo dijo: “Ese, el que está ahí: él es quien los va a juzgar. Y los va a condenar para toda la eternidad”. Porque ella cree. Es religiosa. No practicante. Pero tiene un Dios.
Y podría haber sido la última imagen. Y que se le grabara tan a fuego que le paralizara las ganas, el ímpetu, la fuerza, la búsqueda. Pero no, dio vueltas, con pañuelo blanco. Protestó. Se quejó. Llevó a juicio. Y sonrió. Sonríe siempre. Y mucho. Y se ve, entonces, que no fue la última imagen.
Incluso había contado varias veces que tenía un portarretratos vacío esperándolo para, ahí, la última imagen. Eso puede que se le haya ocurrido cuando gracias a la ciencia hecha magia, con Clyde Snow, con quien supo que en su hija había habido un hijo. Y entonces la última imagen debía ser la de él. Y como creyó, buscó.
Y había encontrado 113 respuestas afirmativas. Y en cada anuncio hicieron la misma misa pagana. Ellas sentadas delante. Ellos coreando y arengando detrás. Es amorosamente esperanzador ver cómo deben ir corriendo la mesa cada vez más adelante porque atrás de ellas hay en cada anuncio uno más.
El mismo ritual que eriza la piel de la emoción. La gacetilla del anuncio prudente. El nombre. Algunos detalles en la conferencia de prensa. La historia política y de amor de sus padres. El relato de quiénes son sus abuelas y abuelos. Y el dato, que con el paso del tiempo se hace dardo: si aún alguna de ellas está viva para recibir al recién llegado, al último aparecido.
Las últimas veces Estela pidió especialmente que los tiempos y trámites se aceleraran. “Nos estamos poniendo viejas”, aclaró incluso dejando de lado la coquetería de la cual ella siempre hizo gala. Y es que cada vez más seguido informaban que una se había muerto, que otra estaba mal. Y hasta Estela andaba con alguna que otra nana.
Todos sabíamos que a quien ella buscaba era a Guido. Y hubiésemos dado todo por ayudarla. ¿Pero cómo? Si aunque gritáramos fuerte su nombre, él no iba a poder escuchar. ¿Cómo encontrarlo, si para todos él era un ser de la nada?
Pocas experiencias hay más ricas que leer de presente a pasado. Mirar con los ojos de hoy lo que fue escrito antes. Hace 100, 35 o 20 años. Hace unos meses o –como en este caso- hace un rato, cuando ocurre uno de esos hechos que corta la realidad en dos rebanadas: la del “antes de” y el “después de”.
Ojear sobre lo escrito en el pasado con un presente a favor que resuelve el acertijo, le aporta al vistazo, sabiduría. Pero leer sobre estos sucesos que quedan en la memoria como recuerdo doble: como evento en sí mismo, pero indivisibles de la evocación de dónde y qué estaba uno haciendo cuando lo supo, es ser dueño de la historia.
“Se cree que su compañero –el padre del hijo que Estela busca- era un militante de Montoneros. El padre de Guido, no obstante, se encontrará una vez que se encuentre a Guido”, le respondía María Eugenia Ludueña, autora de una biografía sobre Laura Carlotto al diario Tiempo Argentino en una nota del 22 de septiembre de 2013. Es una frase al pasar, dicha de soslayo. No es central en el texto. Es apenas un gesto de prudencia. Hace 11 meses. Hace 11 meses era eso. Hoy radica en ella –porque ya está él- la completa revelación.
Al igual que se aparece como el Aleph aquella carta de 1996 que huele tantísimo a premonición: "Despertarás un día sabiendo cuanto te quiso y te queremos todos. Y preguntarás un día dónde puedo hallarlos. Y buscarás en el rostro de tu madre el parecido y descubrirás que te gusta la ópera, la música clásica o el jazz como a tus abuelos. Escucharás Sui Generis o a Almendra, o Pappo, sintiéndolos en lo profundo de tu ser porque así lo sentía Laura. Despertarás, querido nieto, algún día de esa pesadilla, y nacerás para tu liberación. Te estoy buscando. Tu abuela Estela".
Es una frase al pasar, dicha de soslayo. No es central en el texto. Es apenas un gesto de esperanza. Hace 18 años. Hace 18 años era eso. Hoy radica en ella la completa revelación. Porque hay otra última imagen.
Dicen los astrólogos, los que analizan el universo desde la ciencia de los números, los seguidores de Maha Kundalini (la gran Madre), los conocedores de la Cábala que hay números perfectos. Desde la impunidad más absoluta que nos otorga estar emborrachados de esa felicidad que no conoce de límites porque es colectiva, digamos que existen también, astrológica, numérica, universal y cabalísticamente los días perfectos. Como el martes, como este martes que empezó a transcurrir como uno más, pero que en su mitad parió uno de esos episodios que le suceden o protagonizan otros en su vida más privada, pero que se quedan adheridos a la de todos porque siempre que los rememoremos, como nota al pie resonará ese instante en que nos enteramos.
Apenas pasadas las 15 fue en mi caso. Un mensaje de una querida amiga. Trabajadora incansable, una de las fabricó bambalinas para que hubiera escenario. Me escribió desde su trabajo en Casa de Gobierno. Yo venía de –por un rato- ser sólo mamá. Plaza y calesita. Picnic y amiguitas. Y algún que otro intercambio con colegas y jefes a ver si eso que ese que hace que la nada sea trascendente porque -como en todo cocktail de veneno posmoderno- mezcla baile y función pública, correspondía que fuese o no columna de la jornada.
Y ahí otra vez el aviso del mensaje de texto. Por lo mismo, pienso. Cuestiones organizativas. Definiciones de la cotidiana. O alguna nimiedad. Un “más de lo mismo” un tanto molesto en un día soñado de sol. De esos con que el invierno nos imprime la certeza de que pronto llegaremos a la primavera. “Parece que encontraron al nieto de Estela”, leo. Con muchos signos de exclamación. Puestos al final, siempre al terminar la oración por esa maldita costumbre que se nos está volviendo regla toda por la instantaneidad del whatsapp y el SMS. “Escuchaste algo?”, me consulta.
Y el tiempo se paraliza. La vida supuestamente real se congela. El mundo de queda quieto. Y todo, todos confluimos en un solo punto. En ese más pequeño del universo, porque se trata de un hombre común. Sólo que con una historia que tiene que ver con el con el curso de nuestra Vía Láctea, con la historia enterrada. Estamos enfrente al durante 36 años buscado ser de la nada.
Nunca la había visto así. Se nota que a varios nos llamó la atención y nos detuvimos en su ya todo blanco cabello revuelto. Tenía sus rulos, tan de directora de escuela, torcidos, desordenados, como si en esa cabeza hubiera habido toqueteos y abrazos. “Él me buscó a mí”, repetía ante los micrófonos como una especie de mantra. “Se cumplió lo que decíamos las Abuelas, él me buscó a mí”.
En Buenos Aires el sol no podía ser más cálido, pertinente y respetuoso. Tan tibio estaba el ambiente que si uno se permitía la ensoñación hasta era posible sentirse en brazos de alguien. Había calor de comunión. Era la consecuencia directa del 99,999 que había dado como resultado la prueba de ADN. 99,999 por ciento de nosotros estaba sintiendo la misma tibieza.
No estuvo bien, nada bien, que pusieran a circular fotos del aparecido y de su padre, al instante en que se supo. La jueza que suele ser prudente en el caso de restituciones habló de más. Le jugó una pésima pasada el ego, la necesidad de participación. Hubiera estado bien con saberse parte –y vaya cual- como lo fuimos todos en ésta, una de las la historia colectivas más importantes de la década.
Esa misma tarde, con orden de los astros, de las causalidades y las jugadas que la historia política argentina nos tiene acostumbrados, estaba prevista la presentación de las Actas de la Juntas Militares en la TV Pública. Estela iba a estar ahí. Gracias a la vida que no pudo estar. Algo inconmensurablemente importante le estaba ocurriendo. “Pasó lo que las Abuelas siempre decimos. Él me buscó a mí”, resonaba. Y esa frase construía un puente. Desde el estudio Uno de la TV Pública a la sede de Abuelas, al corazón de Estela, al de Ignacio/Guido Montoya Carlotto, y al del 99,999 por ciento de personas de bien que no pudimos contener el llanto.
El ministro Agustín Rossi subrayó durante la presentación dos datos nada casuales: uno, que Bartolomé Mitre, el dueño del relato por más de doscientos años, sostenía que la historia sólo debía ser contada a través de documentos oficiales. Nos sonreímos con sorna. “No le puede hacer un gambito a estas actas –dijo- si quieren, de verdad, contar la historia”. Y contó también que en esos papeles figura cómo los hacedores de la macabra historia reciente discutían acerca del término “desaparecido” y cómo intentaban borrar también a esa palabra e instalar en su lugar fórmulas como “personas con paradero desconocido”, o “ciudadano con presunción de fallecimiento”. Un intento de pixelar lo ocurrido. Para que no hubiera última imagen.
Pero ese martes era el día perfecto. La genética –juro que no entiendo por qué en estos casos se empeña tanto- le hace ole a la construcción cultural que somos los seres humanos y el buscado y ocultado no sólo aparece, sino que se corporiza con un parecido físico a quien suponían y constatan como su padre que destroza el silencio de los asesinos, el ocultamiento de las pruebas, los cuerpos y los bebés y aquel intento mitrista de decirnos que la nuestra es sólo una larga lista de suposiciones, lejana a la suya, la historia documentada.
Él, como ese ser de la nada, como ese elegido de la canción, también supo la historia de un golpe y sintió en su cabeza cristales molidos. Supo de su condición de adoptado hace apenas dos meses. “Me enteré el día de mi cumpleaños”, explicó con precisión. Pero, como lo había hecho durante toda su exposición ante los medios (en su mayoría mediocres y no a la altura de la aparición), ajustó aún más la frase y aclaró: “el día en que yo festejaba mi cumpleaños”. Estaba haciendo la misma operación gramatical de conjugación política de verbos que unos minutos antes cuando esquivando el morbo del relato detallado e íntimo que le proponían la mayoría de las preguntas, sentenció: “hace dos días que sé quién de verdad soy, o quién no era”. Nadie habría podido cruzar temporal, gramatical y semánticamente pasado reciente hecho mentira con historia construida a base de fusilamiento y escamoteo con semejante exactitud.
Con los datos que ya daban vuelta pensé mucho en la frase que usó el muy irregular titular de la Sociedad Rural Argentina Luis Etchevere. “El campo es mucho más que campo” estaba escrito en el atril desde el que insultó hace pocos días a la democracia. Y pensé en que esta vez tenían razón: que el campo era mucho más que pampa húmeda; que esta vez –como le gustaba a Mitre- quedaba constatado con cuerpo, ADN y ojalá pronto documento, ese campo ponía las huellas dactilares en el delito.
Porque ahí giraba Olavarría, y el aparecido, y el entregador fallecido hace apenas unos meses, y la institución eclesiástica y los civiles y un joven músico que se preguntaba de dónde le venía ese amor por el piano, y la palabra que es dicha recién cuando fallece el poderoso porque habilita el decir, y la resolución en apenas horas y el apuro por la primicia y el llanto y la congoja y la conmoción pero esta vez alegre y el ir por la calle con la lágrima al límite del parpadeo pero no sentir vergüenza y Estela despeinada y Estela que lo abraza y el “Chau Abu inmediato” y el “yo soy Ignacio” pero conteniendo a Guido y en cómo el nieto de Rosa Roisinblit tuvo que ponerle coto y orden a las cámaras y los micrófonos y gritarles “¡eh, un poco de tranquilidad. Imagínense lo que es esto para él y ustedes todos a los gritos, por favor!”. Y silencio para verlo, para ver a la última imagen.
Ese mismísimo martes, aquel día único, ese día perfecto a minutos de la confirmación leí en una de las redes sociales: “Videla murió en la cárcel y Estela encontró a su nieto. EL mundo está hoy un poco más en orden”. Me sonó a definición perfecta, ajustada, exacta.
Ayer, cuando Ignacio/Guido crecía en estatura al no embadurnarse en preguntas que proponían detalles no necesarios aún, y pese a las trapisondas de la ignorancia vuelta interrogación, pude observar cómo alguien puede ser un ser de la nada y al mismo tiempo un elegido; cómo cuando expresó que “esto es una pequeña victoria en una gran derrota”, no estaba sino haciendo honor a aquello de que lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida.
Al lado, durante todo el rato que él habló, calmo y pausado, preciso y prudente, bien lejos de la obscenidad y la pornografía de la palabra que a veces nos plantean estos tiempos, siempre la Abuela, esta vez SU Abuela. Ahora sí, ahí estaba esta, la que tanto anhelábamos fuese la última imagen. Y canté. Lo tararee para adentro. Y me sonreí sola cuando los vi irse, entre humo y metralla, contentos y desnudos. Ahí estaban: Iban matando canallas con su cañón de futuro.