Otra vez abrió la puerta y estaba ahí; ese maldito perfume, penetrante, invasivo. Ese maldito perfume que la perseguía como una pesadilla que se obsesionó con ella. Ese maldito perfume que no le permitía racionalizar y la dejaba vacía de todo, llena de él. Llena de la aventura más pasional y nefasta de su vida. Ese maldito perfume que sentía todos los días tan cerca suyo, en el maldito escritorio de al lado, la transportaba a la noche clave, cuando las miradas pudieron más y las bocas se unieron en un juego desbocado de poder y placer. Donde los cuerpos, en plena calle, pedían a gritos frotarse entre lenguas descontroladas de sabor a alcohol y a cigarrillo. Y cada vez que ese maldito perfume se hacía presente, su anatomía la llevaba a aquel cuarto de hotel al que llegó con miedo y la ropa interior mojada, en el cual se animó a mirarlo a los ojos a través del espejo mientras él la penetraba por detrás. Ese mismo maldito perfume que entre gemidos y manotazos un día dio lugar a la escena más erótica de su vida en el baño de su trabajo. Ese maldito perfume que todavía encendía su instinto más salvaje. Que pedía que le levante la pollera y la alce contra cualquier pared de cualquier pasillo de cualquier lugar. Que buscaba sentir su miembro erecto. Que él le tire del pelo y le pase toda la lengua desesperada por su cuello y que acaben juntos, apoyados y transpirados, agotados y extasiados. Pero ese maldito perfume ya no y nunca más, porque cuando el escritorio comenzó a volverse su prisión, su locura, esa mañana él, delicado y suave, al saludarla ya no olía igual. Ya no olía a nada.