Ariel Basile es autor de dos libros -ambos premiados en Argentina y España-, la novela 'Por la Banquina' y el compilado de cuentos 'Trabajos de oficina', en el que está incluido este relato.

Chau Garrafa

La primera vez que dijo “no juego nunca más” fue un par de años antes de aquella mañana. No se trató de una conclusión meditada con tranquilidad. Más bien era el resultado de un enojo pasajero luego de un mal partido. Sin embargo, la idea, surgida tiempo atrás como improbable, podría convertirse en realidad si volvía a tener otra pésima actuación.

No pudo dormir como necesitaba; un poco por la angustia de un posible retiro y otro poco por los dos platos de fideos con albóndigas de la cena. Si bien había comido tallarines porque los hidratos de carbono aligeraban la digestión, se levantó pesado y con cansancio.

De todas maneras, era el paso de los años lo que más lo condicionaba. Estaba muy distinto al Garrafa de la imagen de la Sólo Fútbol, revista que mostraba a todo aquel con el que cruzaba un par de palabras. “Cristian Abeijón. Gral. Lamadrid”, era el epígrafe de esa foto de seis por cuatro en la que un arquero flaco y pelilargo posaba en una cancha sin tribunas. Se la tomaron a los diecisiete años, cuando debutó en Primera frente a Ferrocarril Midland e inició una carrera corta aunque cargada de recuerdos: dos partidos, tres goles en contra (uno responsabilidad suya), varios centros atrapados y una volada espectacular que nadie retrató pero que él revive a diario.

 “Garrafa, ese no sos vos. ¿Qué te pasó?”, le decían. Treinta kilos de más y una calvicie que asomó temprana dejaban holgado margen para la duda. A pesar de las cargadas, estaba orgulloso de la foto. Tenía dos, una recortada como estampita, que guardaba en la billetera, y otra en el cuerpo de la revista, para los que no creyeran que había sido publicada en un medio de tanto prestigio. Aunque no había llegado a los treinta, la usaba como certificación de un pasado brillante.

Desayunó yogur de vainilla y una banana, esta última para evitar calambres. Hojeó el deportivo, enrolló las vendas, lustró los botines y revisó el bolso para confirmar que estuviesen los guantes, canilleras, bermudas y el buzo con el “1” en la espalda. Salió temprano,  necesitaba tiempo para entrar en calor.

En el predio no había ningún compañero. Faltaba como una hora y media para el partido y últimamente todos llegaban con lo justo. Aprovechó para mirar las posiciones en la cartelera. Los Gladiadores de Pompeya estaban terceros dando vueltas la tabla y, a pesar de contar con una defensa aceptable, era el equipo con más goles en contra de todo el campeonato. Se sintió culpable y pensó en irse rápido antes de que llegara el resto. Acusar fiebre y no volver. Sin embargo, tomó coraje e infló el pecho: “Hoy reaparece el verdadero Garrafa, el de la foto en la Sólo Fútbol. No me retiro un carajo”. Además, respetaba los códigos y no podía dejar a Gladiadores sin arquero el mismo día del partido. Ninguno sabía atajar y el sustituto entraba únicamente cuando el arco quedaba vacío.

“¿Qué hacés, Garrafa?”, oyó el saludo. El defensor central y director técnico del equipo fue el primero en llegar. Traía en el auto al enganche y al cinco. A uno porque vivía cerca de su casa y al otro para que no se quedara dormido. Entraron al vestuario. Al rato estaban todos.

Garrafa, hoy te quiero seguro. Nada de pelotudeo. Si viene un centro salí con todo. Rodilla, codo arriba. Al que se te pone en el medio lo partís. ¿Sí? Que te respeten, viejo. Y ordená, gritá fuerte. El fútbol no es para mudos. La arenga del DT le dio confianza. Salió mentalizado a demostrar que no se equivocaba en asignarle responsabilidades. Solo se desconcentró cuando venteó una ráfaga de olor a asado que provenía de la parrilla del buffet.

La cancha cinco quedaba en el fondo. Tres cuadras desde el vestuario. Notó que le pesaban las piernas. “Qué mal dormí”, se lamentó. En el camino reconoció a algunos delanteros de otros equipos. Casi todos le habían convertido. El petizo de Hércules, dos; el grandote de Homero, tres, y ese viejo gordo de Tercer Tiempo, uno de cabeza en un córner en el que él erró el puñetazo. Siguió caminando y al pisar el perímetro de la cancha cinco se sintió invencible como cuando era adolescente.

Se puso a pelotear y antes del partido repitió rituales que usaba como cábala en aquellos años de gloria de Lamadrid: escupió la palma de los guantes para adquirir mayor adherencia, marcó los bordes del área chica a la altura de los palos y rezó un padrenuestro en cuclillas en el punto del penal.

El árbitro lo señaló desde la mitad de la cancha y él levantó el pulgar. Varios de sus compañeros le dijeron: “Vamos, Garrafa, con huevo”. No le gustó. Valoraba el gesto pero lo hacía sentir menos, como si fuera el único necesitado de apoyo. Entonces, el árbitro pitó.

La iniciativa era de Kamikaze. Los Gladiadores de Pompeya era uno de esos equipos con cierto desprecio por la pelota, más de pegarle de punta para arriba y que los delanteros se arreglaran. Garrafa gritaba: “Marquen más de cerca, que el diez no reciba solo, no hagamos tantos fules”. Estaba de buen ánimo y percibía que esa mañana el arco de Gladiadores estaba clausurado.

El primer traspié lo tuvo a los siete minutos, cuando ninguno de los dos equipos había tenido chances serias para convertir. Un lateral en tres cuartos de cancha que Kamikaze hizo corto. El que recibía le pegó de primera. Garrafa, en el borde del área chica, vio cómo la esfera se elevaba y creyó que se iba alta. Un descenso brusco lo hizo retroceder dos pasos. Cuando la pelota estaba a la altura de su cabeza se tiró hacia atrás, pero no pudo evitar que ingresara entre su mano y el travesaño. Gol. 0-1.

Al incorporarse oyó el suspiro profundo de un defensor que tradujo como “otra vez lo mismo”. Siempre le había dado bronca ir a buscar la pelota hasta el fondo del arco. Mucho más cuando era responsable del tanto. La agarró con las dos manos y le pegó fuerte hacia la mitad de la cancha mientras los adversarios aún abrazaban al autor del gol.

“Soy un pelotudo”, pensó. Movía la cabeza como negando algo. Estaba parado en la medialuna con los brazos en jarra, a la espera de que la pelota se pusiera nuevamente en juego. “Tan bien que venía”, continuó. Su ánimo comenzó a descender. A esa antes la sacaba, por qué no la tiré al córner, ojalá me parta un rayo, ya no me da el cuero, no sé para qué insisto.

Por suerte, el empate no tardó en llegar. Un tiro libre dio en el palo del arco contrario y el nueve la empujó en el rebote. Garrafa creyó renacer. Ahora todo estaba igual y hasta tenía tiempo de convertirse en héroe, salvar al equipo de la derrota o el empate si es que sus compañeros hacían un golcito más. En una de esas el error del uno a cero pasaba al olvido. Empezó a gritarles a los defensores como al inicio y salió con seguridad en dos pelotas sencillas.

Sin embargo, volvió a pincharse un par de minutos después. Notó que los rivales remataban al arco desde cincuenta metros y que entre ellos se decían “pegale, probá de todos lados”.  Otra vez volvió al silencio y a dudar en cada salida.

El seis le pedía tranquilidad y entonces rememoró la volada contra Yupanqui en su segundo partido en Primera. Necesitaba recordar quién había sido. Su retiro tenía que ser acorde a ese pasado, no podía dejar para la posteridad una imagen lamentable. Debían recordarlo como al flaco de la Sólo Fútbol. “Yo puedo, yo puedo”, se dijo. Pero ese “pegale al arco”, que escuchaba cada vez que Kamikaze pasaba la mitad de cancha, lo volvía chiquito e indefenso.

A la siguiente pelota se sintió poco ágil y rogó que no le patearan abajo. Al instante llevó la súplica más lejos y entonces rogó que no le patearan a ningún lado. A donde fuera que dirigiesen el tiro no alcanzaría a despejar. Y así fue que llegó el segundo: gran jugada colectiva de Kamikaze, el puntero izquierdo quedó solitario frente al arco desde una posición muy cerrada. Remató violento al primer palo y estampó el dos a uno sobre el final del primer tiempo ante la pasividad de Garrafa.

En el descanso, todos comentaron “qué golazo el segundo”, pero se dio cuenta de que lo decían por piedad, para no cargarle también la culpa de ese tanto. Percibió esa sensación de “otro seguro la sacaba” que rondaba en el aire. Se fue a mojar la cabeza y tomar un poco de agua hasta el piletón que estaba detrás del banco de suplentes. Lo hizo con lentitud, para demorarse y estar menos tiempo con todo el equipo. Le daba vergüenza; sentía que lo fulminaban en cada mirada.

Qué pasa, viejo. No podemos entrar dormidos todos los partidos. Pongamos la pelota en el piso, juguemos sin miedo, los laterales muéstrense un poco más. Y vos, Garrafa, con ganas, querido. ¿Qué anda pasando? El que viene nada más que a divertirse y le da lo mismo ganar o perder que vaya a la plaza y no pierda el tiempo. Todos dejamos de hacer cosas para venir acá.

Un discurso duro, de esos un poco agresivos que el técnico usaba para despabilarlos. Igual, era evidente que todos los dardos apuntaban a él. Garrafa quedó absorto.

Las palabras del DT resultaron efectivas. Los Gladiadores de Pompeya salieron a atropellar al rival. La búsqueda del empate era frenética. Garrafa, afuera del área, sabía que el gol estaba cerca. “En un centro los embocamos”, pensó. Kamikaze ya no generaba peligro y eso lo mantenía sereno.

Solitario, desde el fondo, veía cómo su equipo dilapidaba oportunidades mientras se maldecía por los dos goles del primer tiempo. Con la confianza por el piso, se distrajo unos segundos para mirar la cancha de al lado. Recordó uno de los primeros partidos de Los Gladiadores de Pompeya jugado allí. Un cero a cero en una mañana de lluvia, cuando bajo el barro había sido figura. Fue su última gran actuación. Sonrió al recordar una estirada estupenda ante un cabezazo desde el punto del penal y cómo lo felicitaron cuando terminó el encuentro.

Se quedó con esas imágenes, parado como una estaca, con la vista en el arco de enfrente, donde Gladiadores acorralaba a Kamikaze. En realidad ya no veía lo que estaba sucediendo, apenas oía a lo lejos “uhh”, “vamos que los tenemos”, pero en esos momentos él reproducía el penal que le rozó los dedos pero que no pudo detener frente a Ferrocarril Midland, las banderas de Lamadrid atadas al alambrado y la cara del reportero gráfico de la Sólo Fútbol cuando le dijo: “Vení, pibe, que te saco una foto”.

De pronto, un griterío lo sacó del enfrascamiento. En seguida escuchó con más precisión: “¡Dale, Garrafa, llegá!”. Vio cómo el delantero contrario pasaba por su costado derecho pero ya no tenía tiempo de reaccionar. Giró cuando el adversario le había sacado un par de metros y corría rumbo al arco vacío. Esperó las puteadas de sus compañeros.  Nadie le dijo nada; ni siquiera lo miraron.

Faltaban cinco minutos, el tres a uno era irreversible. Los Gladiadores de Pompeya dejaron de atacar, tiraron la toalla y en el descuento se comieron el cuarto gol. El árbitro no dejó que sacaran del medio y finalizó el partido con dos pitazos fuertes.

Garrafa fue a buscar la pelota al fondo de la red y se la alcanzó al juez de línea. Caminó con los ojos vidriosos hasta el banco de suplentes. Al llegar, le dieron unas palmadas de consuelo en la espalda. “Ya está, no pasa nada”, le dijo el nueve. “A vos no te pasará nada, la puta que te parió”, respondió Garrafa y le tiró una piña al cuerpo, un golpe débil que en nada condecía con la expresión furiosa con que amagaba lanzarse al ataque. El centrodelantero no dudó: le aplicó un cross a la mandíbula que lo tumbó al piso. El resto del equipo permaneció perplejo, sin comprender qué estaba pasando.

Entre el cinco y el ocho ayudaron a Garrafa a levantarse. Le faltaba un diente y un hilo de sangre le corría perpendicular al labio. El nueve se retiraba de la cancha junto a otros dos compañeros que impidieron que la pelea siguiese. Él fue hasta su mochila, sacó quince pesos y se los dio al que juntaba la plata.

Y al fin, escuchó aliviado la sanción del capitán: “Chau, Garrafa, andate. No vengas más”.