El tiempo está después
Inauguramos sección: #CuentosPermitidos. Nuestro jefe de Deportes da el puntapié inicial con el primer relato de muchos que habrá en los cuentos de los viernes.
"Un día nos encontraremos en otro carnaval. Tendremos suerte si aprendemos que no hay ningún rincón, que no hay ningún atracadero, que pueda disolver en su escondite lo que fuimos... el tiempo está después", Fernando Cabrera, músico uruguayo.
El tiempo está después
La camioneta era la misma, una dodge con cúpula de madera atrás, cerrada con lona. Yo tenía entonces 10 años más o menos. Jugaba con algunos compañeros de primaria en la vereda de lo que fue mi casa hasta después de la adolescencia. En eso, la pelota que estrenaba se nos fue a la calle. Siempre me quedó la sensación de que el conductor la vio venir y ni siquiera frenó. Podría haber hecho algo para evitar romperla como a una bolsa. Así quedó aquella pelota de gajos negros y blancos que recién me habían regalado. Mis amigos no dieron importancia. Y yo escribo a más de veinticinco años de aquella mañana.
El otro día por la tarde, jugaba en la vereda con mi hijo de tres años. En el mismo barrio, en la misma calle, en una vereda a la otra cuadra de la que fue mi casa hasta la adolescencia. Guille pateó la pelota con gajos rojos y blancos deliberadamente hacia la calle y...
¡Venía la misma camioneta! Una dodge con cúpula de madera atrás, cerrada con lona. ¡No!, pensé pero no grité y vi -cómo si el tiempo repitiera la escena-, esta vez al conductor volantear y eludir con la rueda derecha delantera, pero con la de atrás darle de lleno y reventar la pelota de gajos rojos y blancos como reventó aquella de gajos negros.
La calle se partió al medio con la explosión y yo enseguida lo miré a mi hijo. Lo acompañé mientras bajaba al asfalto para buscar el cuero estropeado y volví a la vereda tomándolo del hombro. No pude evitar que estallara en llanto. Lo abracé y abracé y en eso estaba cuando sollozaba -“ay... papito, papito”-, que escuché un motor en retroceso. Miré de reojo y lo sospeché, pero seguí en cuclillas frente a mi hijo, que miraba la pelota agujereada entre mis manos y las suyas.
Era la camioneta. Guille dejó de llorar y también miró, como mira cada vez que algo estaciona o arranca delante de sus ojos. Vi unos zapatos negros y el pantalón de gafa azul por entre las ruedas hasta que apareció por la parte de atrás de la camioneta. Subió a la vereda pidiendo perdón y llevó una de sus manos al bolsillo. No, loco todo bien, le dije. Cuando estuvo frente a nosotros sacó plata de su bolsillo. No, loco, qué me vas a dar, le dije, incrédulo. Me quedé mal chabón me dice, y me explicó con ganas que “con la de adelante la esquivé, viste, pero con la de atrás” y puteó a su camioneta por “vieja de mierda”.
No loco, le repetí, me vas a hacer llorar. Insistió con el dinero, ahora también Guille le negaba con la cabeza, y le pregunté si era del barrio. Dijo que era fletero, “de los que están al lado de los chinos, en la avenida”. Contó que pasa “siempre por acá y los veo jugando”. Se agachó para acariciarle la cabeza a mi hijo y le pidió disculpas: “Campeón, perdoname”. Guille asintió con la cabeza después de mirarme, se limpió un moco y le dijo chau.
Y yo le dije gracias, "gracias por frenar y bajarte", le dije.