Los jóvenes argentinos están entre los que poseen menor bienestar emocional del mundo
Un estudio realizado por la Fundación Varkey, una ONG con sede en Londres, señala que más de cuatro de cada cinco jóvenes argentinos de la llamada Generación Z, los nacidos entre 1995 y 2001, tienen problemas emocionales.
Preocupante. Ese es el primer calificativo que asoma cuando se analizan los resultados del estudio realizado en todo el mundo y que coloca a los adolescentes y jóvenes argentinos-de entre 15 y 21 años- en una situación de escaso bienestar emocional.
Argentina es el segundo país, después de Brasil, en el mundo con una generación que sufre de ansiedad, acoso, siente falta de cariño y oportunidades.
Mientras el promedio mundial de bienestar suele ubicarse en 30 puntos, en Brasil, el porcentaje solo alcanza los 16 puntos y Argentina se ubica en los 18 puntos.
El informe titulado "Generación Z: encuesta de ciudadanía mundial. Lo que piensan y sienten los jóvenes del mundo" pone de relieve una realidad que está oculta para muchos.
La encuesta realizada online, como iniciativa de la Fundación Varkey recopiló las respuestas de 20 mil jóvenes de todo el mundo para comprender cómo y qué piensan los llamados "bebes del Milenio".
En términos generales de "felicidad" el 68 % de los adolescentes y jóvenes consultados (en Brasil, Argentina, Estados Unidos Canadá; Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, Rusia, China, Corea del Sur, Japón, India, Indonesia, Turquía, Israel, Australia y Nueva Zelandia). se sienten felices. En Argentina, ese porcentaje llega al 70 % y se asocia directamente a los vínculos familiares y amistades.
Mientras que el bienestar emocional- bajo en nuestro país- apunta a una situación de pensar en problemas, ansiedad, no sentirse querido o solo; la felicidad incluye otros aspectos que van desde el bienestar físico y las relaciones que se establecen.
En cuanto al futuro, los argentinos fueron más que pesimistas. Sólo el 9 % considera que el mundo está mejorando contra un 47% que no ve buenas perspectivas.
Fuente: La Nación/Luciana Vázquez