Hablar de Israel es hablar de la libertad
Israel es un país áspero. Es áspero el pedazo de arena sobre el que fue construido, su clima, su falta de recursos. También es áspera su gente: no se acostumbra decir "por favor", y las cosas se piden en imperativo. Su idioma tiene aspectos ásperos también. No hay gerundio, todo sucedió o sucederá, nada está sucediendo con esa elasticidad amable que nos caracteriza.
Pero sobre todo es áspera la misión de abrirse paso ante una mirada ajena que es más estricta que con los demás. Cargar sobre sí con el destino de millones de personas que no viven ahí pero para quienes fue creado. Es áspero que esas personas hayan sido masacradas, en términos históricos, hace quince minutos.
Hablar de Israel es hablar del tiempo. Un pueblo que lleva miles de años de vida, un exilio de cientos de años, una guerra de apenas semanas, un Holocausto de hace sesenta años. ¿Donde empieza el presente y cómo interpretarlo? Con tantas perspectivas, Israel es un caleidoscopio en el que se superponen los romanos, el imperio británico y los árabes. Todas las grandes civilizaciones, pero sin la comodidad que da el bronce: Israel está vivo y se siente joven.
Estamos acostumbrados a que todo sea arrastrado por el tiempo. El presente es liviano por nuestra naturaleza animal de sobrevivir. El mito nostálgico de que el pasado es mejor tiene audiencia asegurada porque la baldosa de la historia sobre la que nos paramos a mirar hacia atrás es demasiado chica. Israel es la oportunidad de vivir como presente la gestación de un Estado. No cualquier Estado: uno que encierra en su corazón a uno de los pilares de la civilización occidental, como es la tradición judía, y que tomó impulso a raíz de una mirada del pasado.
Así nacieron las grandes naciones. Así nació Estados Unidos, mirando de lejos la Revolución Francesa, así nació Argentina, dejando atrás el período colonial. Los dos tuvieron que pelear para que su mirada prevaleciera. Habría que revisar los datos, pero es muy probable que el porcentaje de países que se hayan visto envueltos en guerras se acerque al cien por ciento.
Así nacieron, pero luego crecieron y nos olvidamos. Israel está naciendo, y su arrorró fue la aceptación de una masacre y el compromiso imperecedero de no permitir que vuelva a suceder. Un buen punto de apoyo para entender cualquier conflicto es aquello en lo que las partes no están dispuestas a ceder. La guerra en Palestina sin dudas no es religiosa, pero tampoco es sólo territorial. Lo que no pueden permitir Israel es sentirse amenazado, porque está en ciernes. Las generaciones que gobiernan convivieron con las que desaparecieron hace solo sesenta años. Pensar en sesenta años en la vida de un pueblo asusta por la elocuencia de nuestra insignificancia.
Hablar de Israel es hablar del poder de las palabras. De las palabras en general, pero sobre todo del convencimiento que generan. Israel está fundado en una tradición que tiene cinco mil años y escrituras que lo sostienen. “Escritura”, que puede ser lo que se firma al comprar una casa o el Antiguo Testamento, el papel que revolean algunos para reivindicar el derecho de Israel a estar donde está, como el que agita una familia a punto de ser desalojada, gritando que está firmado por un escribano. Pero no es sólo la Torá: es un cuento que circula y le da sentido a esa existencia tan áspera, como a una chica que pedalea por una avenida empinada de noche, creyendo que es cool porque lo vio en Instagram.
Israel dibuja su propio destino, luego de siglos de no poder hacerlo. Los sentimientos individuales a veces logran llegar intactos a los tejidos colectivos. Israel produce la incomodidad propia de la libertad. No hay nadie más libre que quien decide vivir según sus propios términos.