Todo el vodevil alrededor de la carta del Papa Francisco a la Presidenta Cristina es una pavada infernal que termina explicando más de nosotros que lo que representaba al inicio. Una carta protocolar del Sumo Pontífice argentino a la Primera Mandataria de su país deseándole informalmente éxitos en los festejos de la celebración de la Revolución de Mayo que permitió la soberanía de los criollos por sobre los colonos ibéricos terminó por generar un escándalo que no existió y que no era un escándalo ni en el peor de los escenarios.

Vamos a suponer por un segundo que efectivamente la misiva hubiese sido falsa y que la hubieran dado por cierta en el gobierno y que se la hubiesen pasado a la presidenta quien, a su vez, hubiera creído en la validez de la carta, y la hubiese agradecido públicamente de manera errónea. Ese hecho, ese supuesto error, esa desinteligencia, ¿sería tan grave? Peor aún, ¿sería un Escándalo como tituló en primera plana Clarín y La Nación? ¿Sería para tanto?

La respuesta es no.

Pero se exageró tanto desde el antikirchnerismo, ya sea político como mediático, y aún más en las redes sociales que ahora que se demostró verdadera no saben qué decir.

Se exagera tanto la indignación que al demostrarse, encima, que la carta era verdadera, y que era un telegrama de rutina, y que se envió a la nunciatura, que termina todo por ser una berretada sin par. Porque mañana nadie va a titular que lo de la nunciatura es escandaloso, porque no se lo creen nadie, y porque no conviene enojarse con los embajadores del papa en nuestro país.

Todo el asunto del telegrama del Papa a la Presidente vía Nunciatura pasará rápidamente a segundo plano, como la importancia de la carta misma, reduciendo la indignación inicial, el mentado enfático escándalo, largamente hablado, y seriamente comentado, al olvido.