UNO

Su vozarrón le perforó los oídos. Sentía sus exhalaciones en la nuca. Se quedó callada, como todo el resto. Y no se dio vuelta, a pensar de la tentación de ver al tipo que había logrado atraer la atención de los otros cincuenta que estaban cantando. La consigna evocaba con bronca la muerte de los diez bomberos de Barracas y los talleres clandestinos de Juliana Awada. Hubo unos instantes de zozobra, pero ni bien cerró la estrofa, en la segunda vuelta cantaron todos. Luego se entonaron -con emoción- un par de clásicos en relación a NK, y el oh, vamos a volver -con bravura, resentimiento-, hasta que se produjo otro parate en los cánticos y el hombre volvió a hacerse cargo, en soledad, de otra consigna, improvisada en ese mismo instante. Se había adelantado hasta el pie de la escalinata y ganaba el centro de la escena. Liliana ahora lo tenía de frente. Vestía alpargatas, pantalón de lona y una remera gastada. Tendría cerca de sesenta años. Parecía un cerrajero. O el encargado de un edificio de oficinas de la zona. Tenía la mandíbula tensa. Movía los brazos con ese gesto tan argento de la tribuna. El segundo tema estaba dirigido a Larreta. En su antimacrismo se condensaba su respeto y añoranza por NK.

DOS

El joven pegó un salto y se trepó a la base del mástil que se erige frente al CCK. A sus pies quedaron los ramos de flores, cartulinas y papeles escritos a mano, fotos y banderas con las imágenes de NK y CFK que gran parte de los asistentes empezaron a depositaron allí a partir de las seis de la tarde. El flaquito llevaba una remera en una de sus manos. La anudó a la soga que se extendía hasta la bandera nacional que flameaba enloquecida en lo alto por el viento que soplaba desde el sur.  Luego logró subir lo ofrenda no más de un metro y medio. Lo suficiente para coronar su homenaje. La remera flameó en el aire frío del bajo porteño. Era blanca y en el centro tenía impreso el rostro del ex presidente, que reía, quizá, por saberse un patriota que se estaba ganando un lugar en el corazón de la historia y del pueblo por el que estaba dejando todos los días un poco de su vida. Solo se escucharon un par de tibios aplausos cuando el chico pisó de nuevo el suelo. Pero ahí, a solo dos pasitos, desabrigada y tan joven  como él, estaba su novia. Se fundieron en un largo abrazo y simplemente se largaron a llorar.

TRES

Ahora estaban todos al pie del monumental edificio, justo en la parte central, luego de haberse trasladado desde la plazoletita de la bandera nacional. Muchos llevaron las flores y otras ofrendas para ponerlas en los portones. Se cantaba, se aplaudía, se atragantaban las lágrimas y el llanto. Algunos sacaban fotos. Hasta que una señora con lentes oscuros que estaba al lado de Liliana, elevó la vista hacia la altura y se cruzó con la cita de Borges que Lombardi ordenó incrustar en un corpóreo de grandes letras luminosas: Nadie es la patria, pero todos los somos. Fue inmediato: mientras un par de lágrimas le surcaban los pómulos de la cara, la señora y una amiga comenzaron a gritar la consigna que probablemente mejor sintetice el espíritu de la etapa kirchnerista: la-patria-es-el-otro, la-patria-es-el-otro.

CUATRO

Lucía, una trabajadora estatal, esperaba a su hermano en las escaleras del ingreso al CCK, para sumarse al homenaje. Su deseo era estar en La Matanza, pero no pudo irse antes de la oficina. Más de quinientas personas ya realizaban la actividad, pero ella no podía sumarse. Estaba estacada al escalón. Quebrada. Sin fuerzas. El viento que llegaba desde el sur hacía que algunos papeles y botellas de plástico remolinaran en círculo, aparte de helarle los huesos. Fumaba un cigarrillo, ensimismada en la tristeza que la había agobiado todo el día, hasta que se despabiló, y levantó la vista ni bien comenzó a escuchar insultos. Uno detrás de otro. Salían de las bocas de los hombres y mujeres que entraban al CCK, seguramente a participar de alguna actividad. Los destinatarios de sus vómitos eran los manifestantes que estaban en el mástil, recordando a su muerto. Los agravios no tenían ningún tipo de fundamento. Eran puro odio. Ella no pudo tolerar la situación. Le escribió un mensaje a su hermano para pedirle disculpas, mientras enfilaba a pie hacia Retiro.

CINCO

El encuentro duró una hora y media, quizá dos. El viento había soplado todo el día, y en esa zona era muy difícil tolerarlo varios minutos seguidos. No hubo escenario ni oradores. Tampoco grandes y coloridas columnas de militantes que portasen bombos, ni paraguas, ni flameadoras. Solo gente suelta, en su mayoría de mediana edad para arriba, que no pudo o quiso ir a Villa Palito, en La Matanza. Algunos quizá ni sabían del acto que las organizaciones populares habían organizado allá para homenajear a NK. No importaba. Frente al CCK se juntaron quinientos hombres y mujeres como Liliana, una psicoanalista que había tenido una breve participación política en la década del setenta, el posible cerrajero y también Lucía, licenciada en sociología, o el hermano, que necesitaban verse las caras, darse un abrazo, compartir su tristeza. Son los empoderados que llegaron con una bandera atada al cuello, con un pin en la mochila, con el ramo de jazmines en la mano. Son los saben que el Grupo Clarín ostenta un poder criminal. Que para edificar un país justo y soberano hay que meter un gobierno popular en la Casa Rosada. Los que consiguieron trabajo. Los que querían presos a los genocidas. Los que recibieron una compu o una beca para estudiar. Los que se sienten privilegiados por haber vivido la década ganada. Los que salieron a la calle, hace un año, para evitar la tragedia macrista.