Hacia inicios del siglo XIX la situación española era entre patética y explosiva. En el marco en que las ideas de la Ilustración, que al tiempo que habían promovido el proceso de modernización y centralización del poder real durante el reinado de Carlos III, introducían las nociones de libertad individual y derecho constitucional, España asistía a la acelerada descomposición y degeneración individual e institucional de la monarquía.

Hasta aquí, todo podría haber discurrido dentro de una lógica y no, como terminó sucediendo, en varias lógicas simultáneas y contradictorias: un bando de la renovación compuesto por intelectuales y burgueses, llamémosle "liberales", y otro de la reacción, integrado por el clero, la nobleza agraria y los hidalgos de provincias, los "conservadores".

Napoleón mete la cola

Pero las cosas no podían ser tan sencillas. Mientras en la vecina Francia la revolución había acabado con el antiguo régimen, en España un vivillo reemplazaba al pusilánime Carlos IV, tanto en la alcoba de la reina como en el gobierno del reino, ejerciendo el poder de modo arbitrario y personal. Puesto que todo tiene un límite, en 1808 un motín provoca la abdicación del monarca en favor de su hijo Fernando, quien es a su vez apresado y obligado a abdicar por Napoleón Bonaparte.

A partir de ese momento, desconociendo al nuevo monarca (José I) impuesto por Bonaparte, a través de las Juntas y luego de las Cortes de Cádiz y por medio de una Constitución, los españoles se gobiernan a sí mismos, aunque siempre en nombre de Fernando, "el Deseado".

Si bien no faltaron liberales que simpatizaran con los invasores franceses así como más tarde los conservadores serán respaldados por los ejércitos de la Restauración francesa, en líneas generales los españoles lucharán unidos contra Francia. Pero la discordia ya está sembrada y de ahí en más y en líneas generales, habrá dos bandos: el de los constitucionales y el de los absolutistas que, a lo largo de los tiempos y las confusiones venideras se llamarán liberales y conservadores, cristinos y carlistas, republicanos y nacionales.

Adopten la denominación que adopten, siempre se tratará de la difícil búsqueda de una a menudo imposible convivencia entre dos bandos excesivamente opuestos y un poder central en permanente tensión con las tendencias autonomistas.

Hacia el realismo mágico

La situación europea y en particular la española, debían repercutir del otro lado del océano. Y en forma amplificada: a los conflictos que atravesaban a la metrólopi, a la guerra antifrancesa y a la puja entre las ideas liberales y las adscritas al más rancio conservadurismo, en América se sumarían las diferencias de derechos y privilegios entre españoles nativos y españoles americanos, la marginación de los mestizos, la explotación de indios, campesinos y esclavos,  los intereses comerciales en unos casos beneficiados y en otros perjudicados por el monopolio, las ansias autonomistas, las intrigas de agentes ingleses, franceses y portugueses interesados en sacar tajada de la debacle española, la reproducción, al interior de las diferentes regiones americanas, del mismo sistema de exacción que había ligado a España con sus dominios de ultramar y la aspiración de las elites nativas a ocupar el lugar de la burocracia colonial en la explotación de los diferentes territorios.

En América, no sólo los liberales no fueron necesariamente independentistas, ni los independentistas necesariamente republicanos, ni los republicanos liberales ni los liberales antiesclavistas o, cuando menos, reformadores sociales, sino que la adscripción de la mayoría de los protagonistas a los distintos bandos e ideas fue variando según los tiempos y las circunstancias.

Tal vez el caso más manifiesto de los inusuales cruces de ideas e intereses sociales haya sido el de la Venezuela de los primeros tiempos de las luchas revolucionarias, en los que el republicano, liberal y aristócrata Simón Bolívar enfrentó al pulpero español José Tomás Boves, proscrito, casado con una mulata, ni monárquico ni republicano, caudillo de los llaneros negros y mestizos que, hasta su muerte en 1814, derrotó, una y otra vez, a los "patriotas", en cuanta batalla se presentara.

El poder español se perpetuaba en Venezuela gracias a los pobres y los esclavos conducidos por un jefe popular, mientras que la independencia, la república y la libertad iban de la mano de los encomenderos y propietarios de esclavos que aspiraban a reemplazar a la burocracia colonial sin que nada cambiara al interior del país.

Mientras vivió Boves y Bolívar (exiliado en Haití) no aceptara los consejos de Alexandre Petión de abolir la esclavitud y la servidumbre indígena, el dominio español se sostendría en los sectores populares, más allá de la adscripción a las ideas liberales o reaccionarias de los distintos dirigentes.

No se trató de una excentricidad venezolana y cualquier repaso a los procesos revolucionarios americanos abundaría en ejemplos de similares (y aparentes) incongruencias. De hecho, será difícil encontrar una personalidad que, a lo largo de los años, se haya mantenido tan  irreductiblemente alineada en un bando sin mostrar jamás ninguna fisura en su pensamiento ni la menor vacilación en su línea de acción, como la del recalcitrante Francisco Javier de Elío.

La Primera Junta

Elío era un general veterano de la guerra de Rosellón en la que los ejércitos de la monarquía española aliada a Portugal y Gran Bretaña, combatieron contra las tropas de la flamante República Francesa luego de la ejecución del Luis XIV.

Designado gobernador de Montevideo en 1807, un año después desconoció la autoridad del virrey Santiago de Liniers, a quien veía con sospecha debido a su origen francés. A instancias del intrigante José Manuel Goyeneche, representante de la Junta Suprema de Sevilla, autodesignada gobierno legítimo de España tras la obligada abdicación de Fernando VII, Elío organizó en Montevideo la que sería la auténtica Primera Junta de América, conformada en su totalidad por españoles de ideas absolutistas.

Desde Montevideo, Elío combatiría a la Junta de Buenos Aires, con mayor enjundia desde que la Junta de Cádiz lo designara virrey del Río de la Plata. Desconocido por el cabildo porteño y con la campaña oriental sublevada por Pedro Viera y Venancio Benavides y ya en manos de las fuerzas de José Artigas, el poder de Elío no se extendía más allá de las murallas de Montevideo, desde donde, de todos modos, siguió hostigando permanentemente al gobierno revolucionario.

Llamado de regreso a España, en 1812 fue públicamente amonestado por las Cortes de Cádiz debido a los desaciertos de su gestión, su sistemático ataque a la junta porteña y su acendrado reaccionarismo.

Vivan las cadenas

Cuando Fernando VII fue liberado y regresó a España en 1814, las Cortes decretaron que no se reconocería libre al monarca ni se le prometería obediencia hasta que no prestara juramento a la Constitución liberal sancionada en 1812. Fernando se cuidó de hacerlo, evitando la ruta de Madrid y dirigiéndose a la ciudad de Valencia. Ahí lo esperaba un diputado con un manifiesto firmado por 69 de sus colegas. Se trataba de una monstruosidad que será conocida como Manifiesto de los Persas en razón de que empezaba de la siguiente manera: “Era costumbre en los antiguos persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su rey a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor”.

Luego de esta tan sucinta simplificación de los seis años de guerra de independencia y autogobierno español, a Fernando VII poco le restaba para llevar a cabo su golpe de estado y reimplantar el absolutismo, los privilegios del clero y hasta el Santo Oficio: el ejército que, de inmediato, Elío puso entusiastamente a su disposición.

“Vuelva todo al ser y al estado que tenía en 1808” decretó el monarca y de inmediato, Elío se abocó a la persecución y caza de liberales. Todos los diputados que pudieron ser apresados fueron a prisión, se dictaron numerosas y arbitrarias penas de muerte y destierro y las delaciones y venganzas personales no sólo estuvieron a la orden del día sino que fueron ensalzadas por el clero, las autoridades y la prensa absolutista hasta que Fernando fue recibido en Madrid al grito de “Vivan las cadenas”.

La sublevación militar

Pasaron seis años de tan incesantes como fracasadas revoluciones liberales hasta que, por intermedio de la logia de Cádiz, el Director Supremo de las Provincias Unidas Juan Martín de Pueyrredón envió un dinero destinado a sublevar la flota que zarparía hacia el Río de la Plata a fin de sofocar las sublevaciones americanas. El oro americano, la concentración de la flota, las pocas ganas de las tropas y el espíritu liberal de los oficiales coadyuvaron a que el coronel Rafael de Riego se pronunciara a favor de la Constitución y apresara al general en jefe del cuerpo expedicionario, el conde de Bisbal, comandante de la expedición punitiva.

El pronunciamiento de Riego y la marcha de sus tropas por Andalucía, entonando el himno que llevará su nombre, provocarán una seguidilla de sublevaciones liberales a lo largo y ancho de la Península hasta que un atemorizado Fernando VII se verá obligado a jurar la Constitución.

“Marchemos francamente y yo el primero, por la senda constitucional”, anunció el monarca, iniciando así el Trienio Constitucional, en cuyo transcurso Elío fue metido en prisión por el duque de Almodovar para evitar que el pueblo lo ejecutase. Porfiado hasta la insanía, intentó dirigir desde la cárcel un motín absolutista y fue ajusticiado en 1822 por medio del garrote vil.

Una nueva restauración

El período constitucional llegó a su fin luego de una nueva invasión francesa, esta vez de signo contrario y pedida secretamente por Fernando a la Santa Alianza: 95.000 soldados al mando del duque de Angulema cruzan los Pirineos para restaurar el absolutismo en España, lo que tendrá lugar el 31 de agosto de 1823, cuando el ejército liberal sea derrotado en la batalla de Trocadero.

Fernando inaugura la llamada “Década Ominosa” con la ejecución de Riego, ahorcado el  7 de noviembre de 1823 en la Plaza de la Cebada de Madrid.

El nombre de Elío fue rehabilitado por el propio Fernando: el rey que violó sistemáticamente todas y cada una de sus promesas otorgó al hijo de Elío el título de marqués de la Lealtad, mientras el cadáver del recalcitrante general fue exhumado y vuelto a enterrar con todos los honores en la catedral de Valencia.

En 1936, a los sones del himno de Riego, los restos de Elío fueron  sacados de la catedral por simpatizantes republicanos que esparcieron sus huesos por el campo. Después de más de cien años, el pueblo español seguía viendo en Elío el símbolo más oprobioso de la reacción y el absolutismo.

Por lo que parece, no le faltaba razón.

El cadáver del Fernando, sin embargo, fue dejado en paz. Señal de que al pueblo, a veces, le falta perspicacia.