Traduttore, traditore
El memorioso Carlos A. Catroppi en su epítome “Intérpretes y traductores” recuerda las peripecias de un capitán Vicente Copello, que supo vivir en Buenos Aires durante los agitados años de las invasiones inglesas. Quiso la mala suerte que el infortunado Copello, voluntario de las milicias que defendieron la ciudad contra las tropas del brigadier William Carr Beresford, tuviera un aceptable dominio del idioma inglés.
Una invasión improvisada
Como es sabido, la improvisada expedición, fruto de las deudas y devaneos del almirante Home Pophan, carecía de intérpretes. No es un detalle menor. En la pequeña aldea, convertida en capital del Virreinato sin más méritos que el contrabando que minaba las economías regionales, Beresford gozaba de tantas oportunidades de comunicarse con el común de los lugareños como las que habría tenido en Bostwana.
La invasión, sin embargo, había sido iniciativa de un vecino bilingüe de Buenos Aires, el comerciante norteamericano Guillermo Pío White, quien enterado de la toma de la colonia holandesa de El Cabo por parte de la escuadra del almirante Home Pophan, escribió al marino ponderando las fantásticas riquezas de Buenos Aires así como las facilidades que presentaba para un audaz golpe de mano.White y Pophan se habían conocido en tiempos en que el inglés estaba destinado en la India y, por esas cosas que tiene la vida de los grandes hombres, había contraído con White una considerable deuda de juego, que el comerciante creyó llegado el momento de cobrarse.Basándose en los informes de White, Pophan dejó El Cabo, atravesó el Atlántico Sur y luego de una pequeña escaramuza, sus fuerzas de desembarco derrotaron a la simbólica guarnición militar española y a las bisoñas milicias de voluntarios.
Gramática parda
Tras la huida del virrey y el derrumbe de la defensa porteña, el 27 de junio se redactaron las condiciones de la rendición de la ciudad, observada en silencio por un numeroso grupo de prisioneros entre quienes se encontraba el improvisado capitán Vicente Copello.
Servil y lisonjero como todo buen criollo, a pedido de su coronel, Copello gestionó que, una vez diluida la efervescencia patriotera del primer momento, se permitiera a los doblegados defensores porteños conservar las armas luego de la rendición, puesto que al fin y al cabo eran de su propiedad. Capello mostró en el trámite tal dominio de la lengua inglesa que, de inmediato, Beresford le ordenó presentarse en el fuerte.
Copello no ofició de intérprete durante las prolongadas conversaciones que Beresford sostuvo con Juan Martín de Pueyrredón, pues estas tenidas eran en francés, o con el doctor Manuel Belgrano, que mostraba el suficiente dominio del inglés como para traducir el famoso discurso de despedida de George Washington. Pero todo indica que intervino como intérprete en el confuso episodio que desembocó en la rendición inglesa frente a las fuerzas de Liniers y que dio lugar a una enojosa situación.El brigadier Beresford insistió, hasta el último instante de su vida, en que jamás había capitulado: “alguien” le había prometido que podría reembarcar libremente luego de hacer efectiva la entrega del fuerte. Los españoles, por su parte, sostuvieron que los británicos eran prisioneros de guerra. No fue sino tras largas discusiones y con la mediación del oficioso White, que pudo arribarse a un acuerdo propio de la gramática parda, tan consustancial al espíritu de la hispanidad: los ingleses podrían reembarcarse libremente, pero sólo cómo, cuándo y para dónde lo dispusiera Santiago de Liniers, quien de inmediato procedió a internar a Beresford en Luján. Ante la inminencia de una segunda invasión, el británico se fugaría ayudado por los hermanos Rodríguez Peña.
Ese “alguien” que precipitó la rendición inglesa tergiversando las palabras y ocultando las verdaderas intenciones de Liniers, no habría sido otro que el capitán Vicente Copello.Sobrevenida la reconquista, la turba patriótica saqueó la casa de Copello, sospechado de connivencia con el enemigo. Al igual que White, fue metido en prisión, aunque éste por poco tiempo: miembro de la high society de Buenos Aires, el norteamericano había establecido sólidos lazos de amistad y comercio con Tomás O'Gorman, cuya esposa Ana Perichon, La Perichona, se haría pronto amante de Liniers.
Sexo y cohecho en el Fuerte
El capitán de fragata Santiago Liniers llevaba años sirviendo militarmente a la Corona de España. Relegado a puestos de segundo orden debido a su origen francés, no era tampoco un hombre de alcurnia, pero sí un marino con los blasones suficientes como para frecuentar los salones de ese embrión de oligarquía porteña. Acaso fue así que trabó relación con los O´Gorman, o tal vez lo hizo a través de su hija: poco tiempo antes, la joven María del Carmen Liniers y Sarratea había contraído enlace con Jean Baptiste Perichon, cuñado de Tomás O´Gorman y hermano de Anita, La Perichona, a quien poco después Liniers, ya viudo, medio caduco y embobado con su belleza y desparpajo, llamaría La Petaquita.
Como todo contrabandista, además de activo propulsor del libre comercio, O´Gorman tenía buenos contactos con los grupos independentistas y con los espías del estilo de Guillermo White o los agentes ingleses Manuel Aniceto Padilla y Saturnino y Nicolás Rodríguez Peña. Según la cotilla de las comadres de entonces, mientras O'Gorman había colaborado con la ocupación británica en el despacho de Beresford, Anita lo hacía, y con mayor fervor, en la alcoba del brigadier. El resultado de tanta cooperación fue que al momento de la reconquista de Buenos Aires por las fuerzas leales a la corona española, el matrimonio O'Gorman se vio obligado a fugar a Río Grande do Sul. Regresaron a Buenos Aires recién cuando Liniers fue primero proclamado y luego designado virrey, transformándose así en el primer y único caso de un delegado real elegido por la decisión popular, hazaña democrática de la que el pueblo de Buenos Aires no dejaría de arrepentirse.
El gobierno del héroe de la Reconquista fue notorio por los casos de nepotismo, cohecho, peculado, y por su pública y escandalosa convivencia con Anita. Finalmente, en secreta misión diplomática o más probablemente para sacársela de encima y librarse de la maledicencia, Liniers la mandó a Río de Janeiro, donde la ya treinteañera Petaquita se convertiría en la querida predilecta de lord Strangford, ministro inglés ante la corte lusitana.
El retorno británico
En cuanto el año siguiente se tuvieron en Buenos Aires noticias de una segunda expedición inglesa, comandada por el general John Whitelocke, Guillermo Pío White huyó preventivamente a Montevideo ayudado por su amigo Liniers. Por su parte, Vicente Copello, incomprendido gestor de la Reconquista que había despistado a Beresford mediante una traducción engañosa , fue internado en Chile, donde permaneció prisionero. Los intérpretes de Whitelocke, que había venido mejor preparado que su predecesor, fueron su ayudante, el capitán Wittingham y el propio White –incorporado a la expedición en Montevideo–, a quien se les sumó el entusiasta y desinhibido Padilla, redactor de The Southern Star o La Estrella del Sur, periódico bilingüe encargado de la propaganda.
Derrotado por el mismo Liniers, en su regreso a Inglaterra Whitelocke llevó consigo al intrigante y delicado Padilla, para protegerlo de las autoridades, amenizar la larga travesía o para lo que fuere. White, por su parte, consiguió que lo dejaran en libertad y continuó viviendo en Buenos Aires sin ser molestado, y hasta participó de la Revolución de Mayo. Su gran mérito fue presentar a las autoridades revolucionarias al marino irlandés Guillermo Brown. A su muerte, acaecida recién en 1842, su familia recibiría un importante subsidio del Estado.Rodríguez Peña y Padilla recibieron de la Corona británica una pensión vitalicia de 1500 libras.
Juan Martín de Puerredón, Manuel Belgrano y Nicolás Rodríguez Peña son tenido como próceres. Calles, plazas y monumentos recuerdan sus nombres. Vicente Copello, el artífice del engaño que hizo posible la derrota británica, corrió distinta suerte. Traído de regreso a Buenos Aires en 1808, le fue confiscado todo su patrimonio y condenado a diez años de prisión. En 1812, al reconocerse su inocencia –aunque no sus méritos– fue puesto en libertad para esfumarse para siempre de la memoria de los hombres de bien.