Trabajo sucio y trabajo esclavo
Fue un notición. Una alegría explosiva provocó saberlo: los dos jóvenes argentinos cuyas fotografías habían sido tapa de diarios porque estaban perdidos luego del terremoto en Nepal pudieron comunicarse con sus familias y se encuentran en buen estado. Los hermanos Ganza y la pareja de Ezequiel Ratti y Camila Lavalle, que estaban de viaje por aquella lejana Asia, aparecieron con vida y sanos luego del sismo que arrasó a Katmandú.
Las 30 horas de incertidumbre conmovieron no solamente a sus familias. La fotografía de estos jóvenes en las portadas nos los acercó. La catástrofe nos conmovió y cualquiera, de más o menos buena madera, deseó que aparecieran y que pronto pudieran abrazar a sus familias y amigos que, seguro, no pegaron un ojo durante la noche del domingo al lunes.
La foto, el nombre propio, alguna característica particular y personal y cierto dato de sus vidas íntimas son elementos que logran que una crónica pase de texto lejano a información próxima; que provoque empatía, cercanía, contacto, conexión, un vínculo.
No tuvieron la misma suerte los dos pibes muertos en el incendio de Flores. No pudo lograr lo mismo la familia del chico de 13 que murió el mes pasado en la villa Rodrigo Bueno, tras caer en un pozo ciego. No le fue ni parecido al chiquito de 9 que quedó acurrucado bajo la mesa en medio de un tiroteo de bandas y con la Gendarmería sin accionar. No les sucedió nada similar al hombre que sufría de epilepsia y falleció en 2011 en la villa 31 porque ambulancia y médicas se negaron a ingresar al barrio. No ocurrió nada ni parecido con los bomberos que, para cumplir con su labor, dieron su vida cuando la trampa financiera internacional junto al caranchismo local incendió el depósito de Iron Mountain. No fue ni comparable lo que se cubrió sobre el incendio de marzo de 2006 en Luis Viale 1269, en Caballito, donde murieron 6 personas, de 25, 15, 10, y 4, 4 y 3 años.
No tuvieron la misma suerte, en primer y fundamental lugar, porque los argentinos que estaban en Nepal cuando tembló la tierra están vivos y los protagonistas de estas otras catástrofes –que no tuvieron nada de naturales- ya no están entre nosotros. No gozaron de la misma fortuna, además, porque en menos de 24 horas supimos los nombres y conocimos los rostros de los jóvenes viajeros, pero casi nadie –a menos que se haya tomado el trabajo de ir a buscarlos- conoció datos precisos de Rodrigo Menchuca y Rolando Adair, los dos primos que se encontraban en el sótano de la casa de Flores cuando ocurrió el incendio. Apenas un par de personas debe saber que, por ejemplo, asistían a la escuela Provincia de la Pampa.
Me atrevería a apostar a que apenas una decena de personas sabe que el pibe que murió en la Rodrigo Bueno se llamaba Gastón Arispe Huaman, que tenía muy buenas notas en la escuela y que murió porque la ciudad incumplió con la ley de urbanización.
No creo que demasiados sepan que Kevin Molina tenía una sonrisa bella y unos ojazos picarones y que –como escribieron los sabios de La Garganta Poderosa- “tenía 9 años, de luz, de risa, de paz”; que quedó “aterrado y meado y acurrucado como cada vez que lanzan para estos lados las batallas que digitan desde sus barrios privados”; que “para no ver nada, se mantuvo escondido debajo de una mesada” y que un tiro del enfrentamiento le dio directo en su cabecita.
Estoy convencida que sólo algunos están informados de que a las médicas del SAME Eva Celia Rodríguez y Marcela Susana Tela, acusadas de abandono de persona seguida de muerte, les dieron tres años de inhabilitación en un fallo con gusto a poco pero histórico porque por primera vez en la Ciudad de Buenos Aires se condena a médicos por no brindar atención a una persona por vivir en una villa. Pero me juego que casi nadie sabe que el hombre que murió en aquel episodio de desidia, odio y discriminación se llamaba Humberto Ruiz y que le decían “Sapito”.
Pocos se acuerdan -porque pocos se ocupan de recordarlo, además– que en el incendio intencional de Iron Mountain perdieron la vida siete bomberos, dos miembros de Defensa Civil, un joven voluntario de 25 años. Y que para ocultar las 5 mil cajas de fraude, se cargaron, además, a Facundo Ambrosi, a la subinspectora Anahí Garnica -de 27 años, madre de una nena y miembro de la primera promoción de mujeres en la Superintendencia de Bomberos- y a Damián Veliz, Eduardo Conesa, Maximiliano Martínez, Juan Matías Monticelli, Leonardo Arturo Day, Sebastián Campo y Pedro Baricola. Sus nombres no son bandera de indignación ni espada en la nuca de quien debe llevar adelante las averiguaciones judiciales.
Sólo un par de memoriosos deben recordar con precisión que un 30 de marzo en otro taller de costura clandestino, en Caballito, un incendio se llevó la vida de Juana Vilca Quispe, de Elías Carbajal Quispe, de Rodrigo Quispe Carbajal, de Harry Rodríguez Palma, de Wilfredo Quispe Mendoza y de Luis Quispe, de 25, 15, 10, 4, 4 y 3 años y que todos ellos eran bolivianos.
Trabajadores y niñitos que para el relato dominante o no están o aparecen en la narrativa con confusas y desordenadas responsabilizaciones. Este entramado expresivo es armado así no por falta de profesionalismo, sino para que poco quede claro, para que el candidato que -por ahora- les conviene siga ateflonado. La sobreinformación es para confundir y la disección informativa, para que no linkeemos.
Martes 28 de abril de 2015: La Nación en su edición de papel. El título principal no lleva letras, es una foto del pre candidato PRO más votado en una imagen de Conversaciones de La Nación TV. Abajito: “Macri y Larreta buscan asegurar los votos propios para evitar el ballotage” y más abajo aún; “Un taller clandestino, mortal para dos niños”. “La mafia de los talleres ilegales, fuera de control” fue la generalidad con que presentó el tema el diario más leído. No les faltó casi nada para titular con algo así como “El fuego se cargó la vida de dos nenitos”, en línea con aquella piedra basal del cinismo militante del “La crisis causó dos nuevas muertes”.
En el andén del subte hay una leyenda para quienes están esperando montarse a la formación: “Esperemos siempre detrás de la línea amarilla”, dice lo escrito en el suelo. Hago caso a la indicación pero arriesgo que ahí hay una parte importante de la respuesta del triunfo el domingo 26 de abril: todos hicimos caso y nos quedamos esperando detrás de la línea amarilla. Tanto para oponernos -al fenómeno que monstruosamente es hoy por hoy además de triunfador y gobernante, hegemónico en la ciudad-, como para analizar el porqué de ese haber ganado. No alcanza, como escribió Amilcar Salas Oroño con “escupir al gorila”.
En los barrios donde murieron Rodrigo Menchuca y Rolando Adair, Gastón Arispe Huaman, Kevin Molina, Humberto Ruiz, Facundo Ambrosi, Anahí Garnica, Damián Veliz, Eduardo Conesa, Maximiliano Martínez, Juan Matías Monticelli, Leonardo Arturo Day, Sebastián Campo, Pedro Baricola, Juana Vilca Quispe, de Elías Carbajal Quispe, de Rodrigo Quispe Carbajal, de Harry Rodríguez Palma, de Wilfredo Quispe Mendoza y de Luis Quispe triunfaron los globos multicolores y la ideología amarilla.
Hay un núcleo duro de 30, 35, 40%, si quieren, de furia cacerola, de odio racista, de esos que quieren matar a la yegua y callarnos de un bollo a todos nosotros; que quieren que de un día para el otro se acaben la AUH, el PROCREAR, el PROGRESAR y todos los programas que ni saben cómo se llaman pero que conocen perfectamente de quiénes se ocupan; que de inmediato seguirían o volverían a pagar en negro a las personas que hacen los quehaceres de sus casas y que no detestan tanto al demonio como al peronismo actualmente en el gobierno nacional. Pero sería ceguera, un enojo que no conduce a ningún lado o una importante miopía analítica pensar, suponer o creer que todos los que metieron la boletita PRO en la urna son eso. Sería, justamente, quedarse esperando detrás de la línea amarilla. Hay que hacer plano corto sobre la línea y sobre la madeja amarilla, empezar a desenrollarla y llegar a la punta del ovillo para entender de qué va la labor de los que siguen a Mauricio Macri en esos sitios donde se supone que la más mínima conciencia en sí o para sí (no importa cuál) impediría que alguien se suicide cruzando la raya y tirándose del andén o sufragando de esa forma.
“Trabajo sucio” es el título de la nota del siempre riguroso periodista David Cufré publicada en el diario Página 12 del sábado 2 de mayo. Su texto me despierta una de las que creo gran pregunta político-electoral para la ciudad de Buenos Aires: ¿por qué es a veces tan complicado darle carnadura a una política nacional en la metrópolis a veces tan rabiosamente amarilla? ¿Por qué a la ideología cuesta tanto construirle mordiente –imagen de una querida compañera santafesina- en la últimamente excesiva autónoma ciudad? No es una respuesta acabada, pero hay un dato que vincula el fuego, el desconocimiento y el triunfo del discurso que sólo surfea mientras cava hondo para meterse de cuajo en la zona donde se echan raíces profundas: cuando en 1994 –reforma de la Constitución mediante- se descentralizó todo menos el ajuste, las atribuciones de la policía del trabajo quedó a cargo de las provincias y salió de la esfera nacional. La Nación sólo conservó la tarea de inspección en seguridad social y, como si fuera poco, la ciudad de Buenos Aires apenas si al área de trabajo le otorga el rango de subsecretaría, la de Trabajo, industria y comercio.
Dice Cufré: “La aplicación de políticas de desprotección de los trabajadores durante los gobiernos de Menem y la Alianza contó con la asistencia técnica –y la presión política– del FMI. Esa influencia persiste al día de hoy como una huella en la institucionalidad argentina: de las 24 jurisdicciones que componen el país (…), sólo en nueve existe un Ministerio de Trabajo propio. (…) El dato por sí solo puede ser irrelevante si hay voluntad política de resolver los conflictos e inequidades del mundo del trabajo, pero en la foto de la Argentina 2015 no es el caso en varias provincias. Una muestra extrema de ello ocurrió esta semana con el incendio de (…) Flores (…). El hecho puso en evidencia la debilidad de la fiscalización estatal, que en el distrito gobernado por el PRO es motivo de reclamos permanentes. Mauricio Macri dejó en claro que la lucha contra los abusos empresarios no figura entre sus objetivos centrales de gestión”. “Se enojan cuando uno va y los clausura”, dijo el candidato PRO. "Murieron 2 chicos porque el gobierno nacional nos pone trabas y no nos deja devolver a esa gente a sus países de origen", publicó el martes 28 de abril el medio digital “El corunio” que había dicho el jefe de gobierno.
Un jefe de gobierno ateflonado hasta límites desconocidos incluso por el diario campeón de las operaciones periodístico/políticas.
Trabajo sucio es el que hacen con el cinismo vuelto nota editorial en la edición de hoy. Los potenciales, esta vez, fueron mandados al rincón junto con los nombres propios y las afirmaciones vagas y las generalidades ocupan espacio, cosa de que quede bien tapadito el dato que puede permitir -a todos quienes votan- ver lo que ocultan.
“Las autoridades y la justicia”, “una zona liberada a la ilegalidad desde hace un par de décadas”, “zona porteña pero no la única en el país”, “la gente se indigna con las muertes, pero debiera ser natural indignarse con la causa: el negocio de la venta ilegal de ropa” que tiene lugar según el editor firmante en “la avenida Avellaneda y La Salada”. Cheeky y Awada, bien gracias. Son de los nombres propios que mejor hacer desaparecer.
El incendio calcinaba los cuerpos de Rodrigo y de Rolando mientras se terminaban de abrir las urnas. Duele, molesta, incomoda, enfurece e indigna a cualquiera que tenga media fibra de buena gente. Pero enfurecerse, indignarse, enojarse, molestarse con el voto sin complejizar, sin acercarse al análisis, sin intentar un por qué interrogador para lograr buen diagnóstico, es de comentarista, es de descriptor de los estático.
Quienes pretendan –pretendamos- cambiar el estado de ciertas cosas deberán –deberemos- desmadejar, destejer la compleja urdimbre amarilla, conocer la textura y desarmar su armazón para ir al corazón de ese 47 por ciento de aceptación con robustez, carnadura y vigor en la propuesta. Hincar, ahondar hasta que la convicción se vuelva acto. Porque indagar en el voto para lograr convencer e increpar cuando consideremos equivocada la premisa del sufragio es bien diferente de andar a los gritos sopapeando votantes.
Hay un agujero, un hueco grande entre el núcleo duro de proyecto nacional y la por ahora poca capacidad de creación de oído entre la mayoría de los porteños. No se trata de ganar las elecciones. Se trata de que es inmoral que a la mayoría de quienes vivan en la ciudad no les retumben sus nombres y que no les duela, no les moleste, no les incomode, no los enfurezca, no les indigne que Rodrigo Menchuca, Rolando Adair, Gastón Arispe Huaman, Kevin Molina, Humberto Ruiz, Facundo Ambrosi, Anahí Garnica, Damián Veliz, Eduardo Conesa, Maximiliano Martínez, Juan Matías Monticelli, Leonardo Arturo Day, Sebastián Campo, Pedro Baricola, Juana Vilca Quispe, de Elías Carbajal Quispe, de Rodrigo Quispe Carbajal, de Harry Rodríguez Palma, Wilfredo Quispe Mendoza y Luis Quispe no anden entre nosotros. Y eso será, más que nunca propia tarea para el hogar. De lo contrario siempre habrá talleres clandestinos, fuego negligente o intencionado, ropa sucia lavada adentro para poder ser sellada con etiqueta cara y cinismo narrativo para hacer el trabajo sucio de que parezca que no hay ni muerte, ni infierno entre lienzos, ni desvergüenza de relato, ni falta de urbanización, ni desprecio a quienes les borran sus nombres a fuerza de trabajo esclavo a veces y de trabajo sucio, otras.