Secuelas psicológicas en el año de los besos y los abrazos perdidos
Los abrazos, las caricias y los besos son una forma irreemplazable de comunicar las emociones y los afectos. Muchas patologías mentales, desencadenadas en la primera infancia, son consecuencia de la falta de manifestaciones afectivas. Madres o padres hundidos en duelos, ausentes, desconectados por diversas cuestiones, relegando la importancia de la mirada afectiva, de las palabras dulces, de las caricias y de los besos. El cuerpo se vivifica, y con los años es territorio de diversos placeres, cuando desde el inicio es estimulado. Luego, en cada etapa de la vida, la conexión física es una fuente de placer y también de sanación. Basta contemplar el rostro de dos que se funden en un abrazo para comprender el valor del encuentro físico. La expresión emocional en el amor de pareja, como en la amistad y en los vínculos familiares, es esencialmente corporal, y más en este lado del universo, en el lado latino de la vida, donde la comunicación es efusiva y por sobre todo física. Las palabras son importantes, también abrazan, pero hay momentos en los cuales quedan pobres, se impone el silencio y se necesita de un abrazo.
El abrazo es contacto, es contención, calma los dolores del cuerpo y las angustias. El abrazo es saludo de encuentro y de despedida. Con el abrazo se demuestra amor y pasión. El abrazo es festejo y es alegría. El abrazo es unidad. Por eso, en este tiempo pandémico, no sentimos vibrando en la incomodidad, sin abrazos ni besos estamos viviendo a medias, cerca pero lejos, haciendo y reprimiendo. Todo sucede detrás de una frontera infranqueable, un límite que si lo transgredimos, vamos hacia la posibilidad de la enfermedad y la muerte. Llagamos hasta una aduana en la que debemos dejar los besos y los abrazos, y desde allí ensayar nuevas formas de comunicación pero que definitivamente no alcanzan, como si quisiéramos detener una inundación con las manos.
Este año, el de los besos y los abrazos perdidos, dejará consecuencias, sin lugar a dudas. Amantes desencontrados. Hijas e hijos sin poder conectar con sus madres y sus padres en la cercanía habitual y necesaria. Seres convalecientes que tuvieron o tienen que atravesar enfermedades, privados de una de las medicinas fundamentales para la recuperación psicofísica: la cercanía de los afectos, las expresiones faciales, las palabras, las caricias y lo besos. Muertos que se han ido en soledad, entre desconocidos detrás de barbijos. Y los que perdieron a un ser querido, se quedaron sin el último adiós, sin reconocimiento ni velatorio, rituales necesarios para iniciar el duelo y la elaboración de la pérdida.
Estamos luchando contra una peste a la que se le gana con distanciamiento social, pero eso no nos tiene que privar de seguir buscando nuevas formas de encuentro, porque la falta de afecto es tan nociva como la peste. Una cosa es quince días; y otra, seis meses, o más. Ya sabemos cómo cuidarnos y cuidar el cuerpo para evitar enfermar y que se propague el coronavirus. Ahora, y sin pausa, es tiempo de sumar el cuidado de la mente. Darle, de alguna manera, lugar a los afectos. Trabajar desde el mundo interior para reconectar con el afuera y comenzar a sanar las secuelas psicológicas de tantos días de encierro, el miedo a salir y la incertidumbre de un mañana poblado de incógnitas. Están las videollamadas, los besos por celular y las nuevas formas para saludarnos, pero resultan prótesis insuficientes. Sigamos buscando alternativas para reconectarnos. Los seres humanos somos sumamente creativos, para el bien y para el mal. Esta pandemia nos arrebató vidas y calidad de vida. Tendremos que aguantar este formato hasta que llegue la vacuna. Los besos y los abrazos que no dimos, no se acumulan, están perdidos. Solo nos queda resistir, seguir inventado formar alternativas de encuentros, objetos transicionales, las manifestaciones afectivas que se nos ocurran, hallar sustitutos de abrazos y besos, palabras que besen, gestos que abracen, lo que sea, para no bajar los brazos, para acompañarnos en ese tiempo de la mejor manera posible, para no quedar privados de lo más importante que nos queda: la vida y los afectos.