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La presidenta Cristina dice no creer “en los hombres y mujeres que no tienen historia. Si no tenés historia dónde estabas cuando pasaban las cosas que pasaban en la patria”. Tiene razón.

¿Cuál es la historia de Julio Piumato? ¿Cuál la mía? La historia de cada uno no es un cheque en blanco para el futuro. Algunos que lo piensan así, traicionan esa historia. Buena o mala, no importa. La historia que sea, porque en definitiva peor que sea vergonzante, es no poder reconocerse en ella, o no animarse a hacerlo.

Por el contrario, aquel que estuvo preso en la dictadura y sobrevivió a sus compañeros, o fue perseguido durante la “democracia” neoliberal, no obtiene, per se, un salvoconducto político para el futuro, sino un nuevo mandato, mayores responsabilidades, y obligaciones aún más perentorias. No está blindado moralmente hasta la eternidad, sino, apenas, habilitado a confrontaciones de intensidad mayor. Esa es, quizás, una de las enseñanzas históricas que dejan a las futuras generaciones de luchadores argentinos las Madres de Plaza de Mayo: se lucha como se vive, sin histeriqueos, ni poses, con naturalidad y conciencia.

¿Dónde estaba Piumato cuando los jueces que convalidaban el saqueo neoliberal, la corrupción menemista, la impunidad para los genocidas, el olvido de sus crímenes y, por añadidura, la condena a la lucha de los desaparecidos, perseguían a los trabajadores judiciales que se les oponían y resistían la colonización total del Poder Judicial por parte de los grupos económicos?

¿Estaba al lado de los trabajadores, o a la diestra de los jueces más emblemáticos de aquella ocupación, como María Romilda Servini de Cubría?

Piumato, que todavía hoy chapea con la CGT rebelde, el MTA, la Marcha Federal, y cuanto hito popular haya protagonizado el pueblo en aquellos años (si algún distraído le pregunta hasta le jurará haber tirado piedras durante el Santiagazo), y ahora le lava los pies al “centauro” José María Campagnoli, durante la década del noventa hacía la amistad en Tribunales con los jueces más rancios de la juricatura nacional, incluso antes de que Corach se los mostrara a Cavallo en aquella legendaria servilletita de papel tissue.

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Me explico: durante el año 1997 y casi todo el 1998 (el proceso duró más de doce meses), la Comisión Interna gremial de la Secretaría Electoral de la Capital Federal fue sumariada y perseguida (también los activistas que no éramos delegados y por tanto no teníamos el fuero sindical ni la tutela).

¿La comisión de cuál delito se quería dilucidar? Uno terrible, especialmente en aquellos años de fin de la historia, caída del muro de Berlín, y triste y solitario final de las utopías: haber publicado un boletín interno, que sólo duró dos números, donde los trabajadores y trabajadoras escribíamos poemas, notas de opinión y hasta nos animábamos con cuestiones que hacían a nuestra labor diaria, desalienándonos un poco y hasta desmintiendo así la versión oficial de la magistrada a cargo de la Secretaría. Después de todo, esos dignos y valientes trabajadores nos sabíamos agentes de la Justicia, nos hacíamos cargo de que nuestro compromiso era con la Constitución y el pueblo al que pertenecíamos, y no esclavos ni un bien de uso de las autoridades del juzgado.

Durante la rigurosa “investigación” la jueza llegó al extremo de citar a todos los empleados y empleadas de la Secretaría Electoral para preguntarles qué opinaban sobre la publicación, lo que constituía una alevosa persecución ideológica, además de una violación a la libertad sindical. Para Piumato, no era para tanto.

A mí Servini me “acusó” de ser demasiado libre. “Yo soy respetuosa de la libertad de prensa, pero es inadmisible que alguien que afirma descreer de las prácticas habituales trabaje en una secretaría electoral. Por eso es mejor que este empleado se vaya a otro sector donde no se enferme”, le dijo entonces al diario Página 12.

Para que se entienda: yo había escrito en el segundo número de “El Sótano” (así se llamaba la revista, que en su nombre hacía referencia a la ubicación de la Secretaría, en el subsuelo del Palacio de Tribunales), una nota en la cual expresaba, sintéticamente, que las elecciones se habían convertido en un perverso mecanismo institucional, meramente formal, pura cáscara sin contenido, que sólo servían para legitimar el despojo y la impunidad menemistas, y frustrar el verdadero sentido y razón de ser del sistema de partidos.

La jueza Servini de Cubría entendió, entonces, que eso era peligroso para la democracia. Sin dudas, más peligroso que permitirle a un partido declaradamente nazi la personería jurídica y el reconocimiento del Estado a sus actividades políticas, como resolvió hace unos días en beneficio del partido de Alejandro Biondini, Bandera Vecinazinal. Servini, a Biondini, todo; a sus trabajadores, el traslado.

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Y aquí entra en acción Julio Juan Piumato, quien prefirió honrar sus acuerdos con Servini y no el compromiso asumido, al menos formalmente, con sus trabajadores, más allá de que disintieran con él (“El sótano” imprimió su segundo y último número gracias al aporte voluntario de los empleados de la Secretaría, que financiaron los gastos, porque el gremio no autorizó la publicación, que ya veníamos editando, aunque con otro nombre, desde el año 1995. Entonces, fuimos censurados por Piumato cuando pusimos en la portada de la revista un título que decía que Menem, Massacchesi y Bordón, candidatos presidenciales en aquel comicio que consagró por segunda vez consecutiva al riojano de Anillaco, eran “lo mismo con distinto olor”. Me explico: como ahora a Julio Bárbaro, entonces Piumato apoyaba a Bordón).

Copio textual el valioso testimonio que en aquel momento (agosto de 1998, cuando terminó el sumario), extrajo la periodista Adriana Meyer, de Página 12, único medio que prestó atención a la grosera persecución ideológica por parte de la jueza, y a la vergonzosa complicidad de la conducción de la Unión de Empleados de Justicia de la Nación: “Les dimos respaldo, aunque no era una publicación nuestra y nos parecía un disparate desconfiar de la democracia”, decía Piumato repitiendo los argumentos de Servini. “¿Es cierto que ustedes los negociaron?”, insistía Meyer. “No. Badano se fue solo. Si nos hubiera avisado se podía beneficiar Iramain, que es un chico muy especial, no entiende algunas cosas y con su actitud está entorpeciendo su propia defensa”.

Piumato mentía descaradamente: Badano no se fue solo, sino que fue presionado de tal manera que optó por presentar la renuncia. Hasta los médicos del servicio de medicina preventiva de la Corte Suprema, presionados bajo cuerda por la jueza, desconocieron la licencia por stress que le aconsejó su médico personal.

En cuanto a mí, evidentemente sigo sin entender algunas cosas. Pasan los años, mi experiencia se nutre, y en mí la traición sigue sin ser una opción posible y mucho menos válida, ni moral ni políticamente.

Aquel testimonio de Piumato es revelador y explica, visto en contexto y perspectiva, su actual posicionamiento. Quien lo lee podrá entender más fácilmente el por qué de su pirueta ideológica y el giro de 180 grados en sus alianzas políticas, y echar luz sobre el oscuro apretón de manos con Recondo, el lock-out que sirvió a los jueces durante el tratamiento legislativo de las leyes de Democratización de la Justicia, y los mandados que, obediente y puntual, le hace a Ricardo Lorenzetti. Para reconocerse en su historia, Piumato tendría que volver a ese artículo en Página 12, y menos a sus años en prisión durante el genocidio.

Por último: si no nos exoneraron a todos (en mi caso, además de la suspensión de 30 días después rebajada a 10, la sanción fue el traslado a otra dependencia, el Cuerpo de Calígrafos de la Corte), no fue gracias a la intervención de las autoridades del sindicato, sino debido a la perseverante labor de los compañeros abogados que nos defendieron durante el proceso (un tal Mariano Recalde, y el gran Edgardo Confalonieri, por entonces trabajadores judiciales como nosotros), y al apoyo político, con el cuerpo, de las Madres de Plaza de Mayo.

Ellas (incluida Juana de Pargament, que por entonces tenía 16 años menos que sus 100 actuales), cuando el despido era casi un hecho, fueron a la sede del juzgado en Comodoro Py y casi patearon la puerta de ingreso a la Secretaría, para decirle a la jueza, en su propia cara, que ni se atreva a tocarnos. No había muchas opciones en aquellos años de oscurantismo neoliberal, y menos con un gremio tan entregado a la patronal, la sempiterna corporación judicial.