Memorias de un niño peronista
12. La culpa fue de los curas
–¿Qué querés que te diga, Nena? –susurró mi tía, alcanzándole un mate a mi vieja– Me daba miedo cuando hablaba por radio.
–¿Y me lo vas a explicar a mí? –mi vieja dio una larga chupada al mate– Si al lado de casa tenemos un conventillo. Imaginate cómo los enardecía.
–Seguro estaban borrachos.
–Y fanatizados por sus discursos. Encima don Remigio…
–Te dije mil veces que tu suegro es peronista –comentó mi tía.
Cuando se trataba de defender lo indefendible, mi vieja no se iba a quedar sin argumentos.
–¡Cómo va a ser peronista si es español!
Hasta yo me daba cuenta de la falla en el razonamiento, pero, sorprendentemente mi tía pareció darlo por bueno.
Pasaba algo raro con la forma de razonar de mi familia materna. Mientras mi viejo luchaba denodadamente por aferrarse a una rigurosa lógica aristotélica, lo que no era nada fácil en esos días, mi tía, mi vieja y muy especialmente mi tío Rodolfo, llegaban a conclusiones asombrosas a partir de premisas caprichosas y generalizaciones sin pie ni cabeza. En cuanto a mi tío Polo, era peronista, ya saben. Y si por un lado esta condición explicaba algunas de sus rarezas, por el otro significaba para mi vieja un estigma suficiente como para tener que soportar otros.
–Ya te dije que don Remigio es socialista de Palacios.
Mi tía retrucó de inmediato. Se nota que lo tenía pensado.
–Pero le enseñó al nene a saludar a los aviones vivando al que te dije.
Se hacen necesarias en este punto un par de aclaraciones: “el nene” era yo. Desde que de tanto hacer fuerza había finalmente conseguido volverme más invisible que el doctor Griffin, todos hablaban delante mío como si yo no estuviera. Y “El que te dije” era Perón, el innombrable.
Todavía no había llegado el momento en que cualquiera iría en cana por decir “Perón”, aun para putearlo. Dentro de unos meses, “Perón” sería la más mala de las malas palabras que un adulto podría pronunciar, pero ya entonces, cuando todavía no había ni vencedores ni vencidos, casi todos se abstenían de decir “Perón”. Para algunos era el Tirano Prófugo, el Dictador, el Demagogo; para otros, el Hombre, el Macho, el Pocho. Pero la gran mayoría optaba por un menos comprometido, “El que te dije”.
Para mí, en cambio, hacía rato que había dejado de ser el gigante Gargantúa para cobrar la personalidad de Sandokán, el Tigre de la Malasia.
¿Quién otro, sino, iba a poder robarse todo el oro de un Banco Central?
–Cada vez que pasa un avión, el nene alza los brazos y grita Viva P… – insistió mi tía, así como lo oyen, sin terminar de pronunciar la mala palabra.
Lo que decía mi tía no era cierto: yo siempre saludaba vivando a Perón, con todas las letras, como me había enseñado mi abuelo, pero sólo cuando pasaban los aviones a chorro.
–Eso fue cuando el bombardeo…
Mi vieja había bajado tanto la voz para decir “bombardeo” que creí haber escuchado mal. Yo nunca había oído hablar de ningún bombardeo y no tenía una idea muy clara de qué podía ser eso. Lo más parecido que podía concebir a un bombardeo eran los cañonazos de los cruceros británicos, las fragatas holandesas, los buques españoles y los praos del sultán de Varauni sobre la isla de Mompracén. Los imperialistas dirigidos por el infame James Brooke querían recuperar la Perla de Labuan.
No vayan a creer que era una de las joyas de Evita que Sandokán atesoraba en su cabaña de madera. La Perla de Labuan era nada menos que lady Mariana, la sobrina de lord James Guillonk, lugarteniente de Brooke, el más implacable enemigo de Sandokán.
Mi tía suspiró:
–Menos mal que cuando el bombardeo, ya no vivía...
–Pero esas chicas hubieran estado a salvo.
¿Qué chicas? ¿De qué secreteaban mi vieja y mi tía mientras tomaban mate en el patio?
–¿Viste que la agarraron cuando quería cruzar al Paraguay con los regalos que le hizo?
–¡No ibas a esperar que la dejaran llevarse las joyas que se robó la Eva!
Como era habitual, al decir “la Eva”, la voz de mi vieja se hizo todavía más baja, hasta convertirse en un susurro inaudible.
Todavía hoy no alcanzo a entender por qué bajaban la voz. Estaban en el medio del patio, donde no podían ser escuchadas por nadie, excepto un servidor, que fingía leer en la escalera mientras tomaba nota en mi libretita de cuánta novedad pudiera interesarle saber a Perón.
Mi vieja y mi tía no se iban a andar cuidando de mí: además de haberme vuelto invisible, ellas ignoraban, como todos en el barrio, que yo era un agente secreto peronista y todavía no había ocurrido lo que no tengo otro modo de llamar que “el incidente del cuaderno de clase”.
Si alzaban la voz podrían haber sido escuchadas desde el patio de la casa de al lado, separado del de mi tía apenas por una delgada y no muy alta medianera que en los veranos solía trepar para robar uvas de la parra de don Santiago, el dueño de casa.
En la familia de don Santiago eran todos españoles, del primero al anteúltimo. El último, Manolito, un chico un poco menor que yo, que todavía no había aprendido a escribir con tinta, era el único nacido en Argentina.
Los parientes de don Santiago hablaban raro, como mi abuelo, y parecían cumplir al pie de la letra con el axioma de mi vieja: ¿cómo iban a ser peronistas si eran españoles? Además, jugaban a la brisca en los velorios, y eso era algo que no hacían los peronistas sino los españoles.
Llevaban ya un par de velorios en esa casa. El primero, de doña María, la esposa de don Santiago; el segundo, de un niño misterioso que nunca había conseguido ni siquiera ponerse de pie, ni hablar, ni mantenerse derecho estando en brazos de su tía o de su madre.
Yo no sabía muy bien cuál de las hijas de don Santiago era la madre del niño misterioso.
–Era hora –suspiró mi vieja–. Una cruz para esa pobre gente.
–Cuando te pasan esas cosas, por algo es –siseó mi tía.
¿Qué serían “esas cosas”? ¿La polio? ¿Le había agarrado la paralis al niño misterioso? ¿Cómo, si esos españoles no eran peronistas? Además, la paralis era contagiosa y si el niño misterioso hubiera muerto por culpa de la polio jamás nos habríamos mudado a lo de mi tía. Al contrario, mi tía y mi primo se habrían instalado en casa, porque hasta el peronismo era preferible a la polio.
–Es la sangre –explicó mi vieja.
Mi tía se mostró completamente de acuerdo.
–Claro, si fue el tío. Aprovechó la hora de la siesta, la tiró arriba de la cama y ahí la forzó.
–¿En la cama matrimonial?
Mi tía asintió.
–Con esa pinta de fino que tiene –agregó mi vieja–, tan elegante, siempre de traje.
–Trabaja en una funeraria.
–Pero igual ¿cómo se le ocurre acostarse con la sobrina?
–¿Qué querés? Si la Carmen anda siempre despechugada. Además, estos gallegos son unos bestias.
Debían ser muy bestias, nomás, porque no usaron la funeraria para los velorios, sino el patio de don Santiago. Claro que en la funeraria no hubieran podido jugar a la brisca. Y en los dos velorios terminaron a las trompadas.
La familia de don Santiago estaba dividida entre republicanos y franquistas, que se detestaban a muerte y se encontraban únicamente en los velorios, para jugar a la brisca, discutir y agarrarse a las trompadas.
Pero además del muerto y de la brisca, otra cosa los unía: el común odio a Perón, Borlenghi y Vuletich.
Unos los acusaban de fascistas y traidores; los otros, de rojos y demagogos.
Para don Santiago, en cambio, unos y otros, republicanos y franquistas, fascistas y rojos, traidores y demagogos, Borlenghis y Vuletiches, eran todos pura y simplemente, “piripichiflautas”.
Borlenghi, Vuletich y piripichiflauta eran otras de las palabras nuevas que aprendí en ese entonces.
Lo extraño de que mi vieja y mi tía siguieran secreteando era que, aun de ser escuchadas más allá de la casa de don Santiago, de buenas a primeras ese más allá se había vuelto democrático, tan democrático que los que ahora tenían que hablar en susurros eran los peronistas.
Parece que se lo tenían merecido, por los latrocinios. Y la epidemia de polio. Y el negociado de la carne, y el “affaire” de los tractores, el pan negro, el precio de las papas. Y el bombardeo.
Mi tía tenía una acusada tendencia a repetir una y otra vez la misma frase.
–Menos mal que no estaba cuando el bombardeo.
–Tenés razón. Hubiera sido un baño de sangre.
–¡Ni lo digas! –convino mi tía–. Un baño de sangre.
–No se iba a conformar con quemar las iglesias.
–Justamente. Lo último que iba a hacer era conformarse.
–Me daba miedo cuando hablaba por radio –dijo ahora mi vieja.
Por un momento pensé que toda la conversación volvería a empezar, repitiéndose palabra por palabra. Tal vez entonces conseguiría entender de qué hablaban.
–¿A quién no? –suspiró mi tía.
–Esa mujer era horrible, una malvada, una sisebuta.
¿Una mujer? Me sentí confuso. Hasta ese momento había pensado que mi vieja y mi tía secreteaban sobre el Tirano Prófugo.
Como siempre, sería finalmente el doctor Rofo quien me guiaría por los senderos del conocimiento.
–Esa endiabladamente hermosa, inteligente, encantadora, ambiciosa e inescrupulosa mujerzuela era la socia ideal para alguien como el Dictador...
Arrebatado por la ansiedad y el deseo de sobresalir, el diariero Miguel no se podía contener y, con el correr de los días, fue desarrollando la extraña capacidad de hacer contrapunto con el doctor: entre ambos, diciendo cosas diferentes, terminaban contando una misma historia.
–Toda una vida de intrigas –exclamó Miguel–, deslealtades, ambiciones y sobornos, jalonaron las etapas ascendentes de la carrera del Tirano hacia el poder y la riqueza.
–Burdeles y deporte –acotó el doctor–. He ahí las bases de su formación. Era legendaria la compulsión de ese hombre por las mujeres de vida torva y oscura.
–Se dedicó profusamente a las aventuras amorosas, en las que no buscaba juventud, ni belleza ni inocencia...
Mientras mi tío luchaba por deletrear “profusamente”, sin siquiera volverse hacia Miguel, el Mudo comentó:
–¿Pero no era que le gustaban las chicas?
El doctor acudió prestamente en auxilio de Miguel.
–¡Eso vendría con la senectud!
Otra palabra nueva. Como latrocinio, felonía o vuletich, debía ser otro de los tantos crímenes de Perón. Tenía que anotarla, para contarle en cuanto volviera. Había encontrado una pequeña librera negra en la cómoda de mi abuelo y tomaba nota de todas las novedades, para no olvidarme de nada.
Se imaginan que no iba a escribir en la libreta con pluma cucharita: hubiera sido un desastre de manchas. Así que usaba un lápiz de tinta.
Como quien no quiere la cosa, saqué el lápiz del bolsillo del pantalón y mojé la punta con la lengua. De tanto que anotaba, tenía la lengua completamente violeta.
–¿Con ce o con ese?
Me había dirigido al doctor Rofo, pero todos se volvieron hacia mí. De cualquier modo, mi irrupción en el mundo de los seres humanos fue brevísima: un instante después, había vuelto a ser invisible. El doctor retomó la palabra.
–No dejó de aprovechar la menor ocasión de llenarse de pieles carísimas y piedras preciosas.
–¡Ejemplares únicos en el mundo! –explicó Miguel, que leía La Vanguardia y sabía todo de todo.
–Pero pronto comenzó a secundar a su esposo...
–¡Su esposo!
No era mi tío el único que iba confundido del diariero al doctor y del doctor a Miguel. Me parece que a esa altura, nadie entendía muy bien de qué hablaban. Y más todavía: de quién hablaban. El que se animó a preguntar fue Pablito Serún.
–¿Pirón teine isposo?
El doctor se volvió hacia mi tío.
–¿De qué habla?
Mi tío retrocedió contra el frente bar. Iba a tener que sacar las botellas de ahí si quería conservar alguna.
–¿Yo? Yo no hablé.
–No se deje distraer, don Julio –dijo Miguel–, y siga con el relato.
–Usted me distrajo.
–Discúlpeme. Es que dijo “esposo” y, como todos sabemos, se trató de un casamiento falso, aunque haya sido por iglesia.
El doctor alzó un dedo.
–El cura no tuvo la culpa: no fue un casamiento falso, pero sí inválido.
Pablito Serún me sacó las palabras de la boca.
–¿Pirón casó con paralítico? ¿Li oblegaron los curas?
Pablito miraba a su alrededor, en busca de alguien que le aclarara la situación. No era el único.
–¡No me hablen de los curas! –exclamó el Pelado.
–¿Qué curas? –preguntaba a mi tío el diariero Miguel, al parecer convencido de que, puesto que lo había recogido de la calle, mi tío estaba obligado a entender de qué hablaba el rumano.
Y mientras mi tío meneaba la cabeza en horrorizada negativa, el doctor Rofo trataba de hacerse oír por encima de las risas de Carlitos y Alberto Culacciati.
Yo, que finalmente había entendido de qué hablaban, anoté en mi libretita: “Con razón les quemó las iglesias”.
*Publicado den Revista Zoom