Memorias de un niño peronista: El lobizón
26. El lobizón
Mientras en el bar –y para desesperación del doctor Rofo, que pretendía seguir con su conferencia sobre Román Alfredo Subiza– Carlitos y Alberto Culacciati todavía acaparaban la atención con el relato minucioso del ataque de peronismo sufrido por doña Amalia, yo ya estaba instalado en la cocina de la casa de mi tía. Había pedido permiso para quedarme a dormir, atraído por la perspectiva de comer milanesas con puré.
Hasta esa noche, las milanesas con puré de mi tía habían sido las mejores del mundo. Después, ya no. Y no porque alguien las hubiera hecho mejor sino porque a partir del momento en que mi tío Polo se volvió lobizón, las cosas en la cabeza de mi tía ya no volvieron a funcionar con normalidad.
Esa noche a mi tía se le deben haber fundido unos tres millones de neuronas, pero no vayan a creer que por eso desentonaba en el grupo familiar, tanto el restringido como el ampliado a Pablito Serún, el Pelado, el Mudo, Carlitos y Alberto Culacciati, el diariero Miguel y hasta la momia de don Manuel. El que empezó a desentonar fui yo: nadie me creyó cuando conté que el tío Polo se había convertido en lobo, como Nazareno Cruz.
Con su moderna Oceanic Multiband sintonizada en Radio Nacional, mi tía freía las milanesas sin perder detalle del León de Francia.
–Soy como la rosa encarnada / que sin preguntarle nada / a todo da su fragancia –decía pensativamente mi tía apenas el locutor anunciaba el inicio del programa.
De acero por los caminos
va dibujando el destino
de mi lastimada Francia.
Retrucaba desde la radio el tocayo francés de mi tío Rodolfo.
–Todo el pueblo gime y llora... –acotaba mi tía, antes de que el joven León de Francia anunciara la inminente revolución libertadora, democrática y francesa que acabaría con la dictadura del rey Felipe:
Todo el mundo se levanta
tras la banderola loca
que hizo saltar en astillas
el terror a la Bastilla
de mi lastimada infancia…
Acodado a la mesa de la cocina, y sin prestar mucha atención a la radio, yo leía en el Intervalo la última entrega de Nazareno Cruz, el lobo. Afuera, en el patio, mi tío Polo había terminado de bañarse y se peinaba frente a un espejo redondo de marco celeste, que colgaba de un clavo en una de las paredes.
Mientras en la radio el León de Francia luchaba contra el odiado rey Felipe II, que oprimía al pueblo y era capaz de las mayores maldades, ajeno a todo yo creía escuchar los aterradores aullidos de la Lechiguana
"¡Jeremías! ¡Jeremías! No dejes parir a tu mujer.
Seis hijos te dio el señor...
El séptimo leche de diabla mamará y te nacerá lobizón"
Nazareno era séptimo hijo varón y, en cuanto conoció el amor, en las noches de luna llena se convertía en lobo, se comía las ovejas y asesinaba personas, arrancándoles las entrañas. Como si eso no fuera suficiente complicación, se había enamorado de la hija de un rico.
No sé si esa noche era de luna de llena ni si mi tío Polo estaba enamorado, pero no bien escuchó los golpes en la puerta de calle, al final del pasillo, también él se convirtió en lobo. Alcancé a verlo pasar frente a la ventana de la cocina. Cruzó el patio a la carrera, trepó por la escalera que llevaba a la terraza, a mitad de camino dio un salto, se sentó sobre la medianera y desapareció en el patio de la casa de don Santiago un instante antes de que el grupo de policías irrumpiera violentamente en el pasillo.
La puerta de calle era de chapa, con postigo de vidrio, que se quebró al golpear contra los cajones de cerveza apilados contra la pared.
Al escuchar el ruido, mi tía salió al patio, limpiándose las manos en el delantal y diciendo algo así como “¡Ehh! ¡Iiii! ¡Ehh! ¡Iiii!”, mientras los policías corrían en fila india y a los gritos, tropezando con los cajones de cerveza apilados a la bartola a lo largo del pasillo.
Yo había dejado de leer, pero permanecí paralizado en la silla frente a la ventana que daba al patio, como la figura de un cuadro o una fotografía en sepia. Si hasta hoy me parece verme.
Me resulta extraño evocar la escena, en la que además de los policías rodeando a mi tía y metiéndose a hurgar en las piezas, me veo a mí mismo, pálido, con los ojos muy abiertos, en la ventana de la cocina. Y si ese recuerdo es un recuerdo ajeno, no es de mi tía, que a partir de ese momento quedó como un poco ida, olvidaba cosas y se perdía en la calle. De la irrupción policial apenas si pudo conservar una nebulosa reminiscencia.
Con los años, también para mí el suceso adquirió un carácter extraordinario, no sólo porque veía mi propio rostro recortándose con cada vez mayor nitidez en la ventana de la cocina, sino por la sospecha de que mi tío debía estar investido de poderes extraordinarios, como el mago Mandrake.
Alguno ya lo habrá pensado: Polo tenía que tener poderes ¿cómo, si no, pudo saber que era la policía no bien golpearon a la puerta de calle?
La respuesta es sencilla: porque golpearon. La puerta de calle jamás estaba con llave y cualquiera entraba a casa de mi tía como Pancho por la suya, pero jamás por la puerta del pasillo.
El acceso habitual a la casa de mi tía era a través del bar, donde, al final del mostrador, una puerta –también de chapa pero ciega y pintada de color mierda de perro–, siempre abierta, comunicaba con el pasillo. Prueba de que el bar era el acceso habitual a la casa de mi tía lo constituía el simple pero concluyente hecho de que entre el patio y la puerta que comunicaba con el bar no había cajones entorpeciendo el paso.
Cuando íbamos de visita a lo de mi tía, por lo menos tres veces a la semana a lo largo del año, con mi mamá entrábamos por el bar, por la puerta de Lascano.
El bar tenía dos puertas. Esa, pequeña, de dos hojas, junto a la mesita donde doña Teresa depositaba diariamente el cadáver de don Manuel. La otra, la grande, de ocho o diez hojas, se abría sobre la ochava.
Las puertas sobre Lascano –la del pasillo y la más chica del bar– estaban una muy junto a la otra, pero eran tan diferentes –una de chapa color celeste con postigo de vidrio inglés, la otra de madera barnizada de doble hoja– que cualquier extraño las creería de casas distintas.
Eso les ocurrió a los policías. Eran perfectos extraños, no pertenecían a la seccional ni contaban con información suficiente. De otro modo, hubiesen entrado por el bar y sorprendido al tío Polo en momentos en que daba los últimos retoques al nudo de su corbata, frente al espejo del patio.
Mi tío debió comprenderlo apenas aterrizó en el patio de don Santiago, luego de deslizarse a través del parral y del enrejado de alambre que lo sostenía.
En el verano, el patio de don Santiago era cubierto por una tupida parra, de la que a veces, haciendo equilibrio sobre la medianera, alcanzaba a robarme algunas uvas.
Enjuto, flexible y a la vez sólido como un zapato Gomicuer, el tío Polo consiguió pasar sin dificultad por entre alambres, hojas, racimos y sarmientos, para caer al patio, a cubierto de la mirada de la policía y comprendiendo que la denuncia no había partido de ninguno de los vecinos del barrio ni de la seccional ni, mucho menos, de Aníbal, el vigilante, su amigo de la infancia.
Con la tranquilidad surgida de esta certeza, saltando medianeras pasó de la casa de don Santiago a la de don Manuel, de ahí a la de doña Juanita y así, hasta llegar a la de Emilio, en la esquina del pasaje.
La medianera que separaba la casa de Emilio de la de Carlitos y Alberto Culacciati y su sacrificada madre, que lavaba y planchaba para afuera mientras sus dos hijos languidecían junto al mostrador del bar, era tan alta como las paredes exteriores. Desde la terraza de los Culacciati, sobre la misma pieza de la vieja Culacciati –las señoras del barrio la llamaban, más respetuosamente, “Doña María”– el tío Polo trepó con dificultad, apoyándose primero en una maceta y luego utilizando como escalones los desparejos ladrillos sin revocar.
Desde lo alto de la medianera conjeturó que saltar al patio de Emilio sería un acto suicida y caminó, en difícil equilibrio, hasta el techo de chapa de una de las piezas, de donde Emilio lo rescató por medio de una escalera de pintor.
Ustedes se preguntarán qué hacía mientras tanto la policía.
Una parte del grupo que había irrumpido por el pasillo se desvió, sorprendido por la existencia de la puerta color mierda de perro, hacia el bar, donde pidieron documentos al Mudo, al Pelado, a Carlitos y Alberto Culacciati, a mi tío Rodolfo, al diariero Miguel, a don Manuel, que los miró con ojos vidriosos de ginebra e incomprensión y a un indignado doctor Rofo, quien creía estar siendo víctima de una postrera venganza de Román Alfredo Subiza.
También y principalmente, se ensañaron con Pablito Serún, que pretendió levantarlos en peso valiéndose de su amistad con Juan Domingo Perón, con quien se comunicaba telefónicamente.
Con un índice despellejado y cubierto de indelebles costras de mugre Pablito Serún señalaba el teléfono, pringoso y enhiesto sobre la repisa tras del mostrador, cuando recibió el primer mamporro.
Los golpes cesaron una vez que mi tío y el Mudo, que debía el apodo a su incontrolable locuacidad, consiguieron que los policías –que no eran realmente policías sino comandos civiles y oficiales de la Marina– acabaran de entender que el pretendido amigo de Perón no era más que un pobre loco.
La consecuencia del procedimiento policial: el indignado doctor Rofo fue detenido por desacato a la revolución libertadora y democrática, mientras Carlitos y Alberto Culacciati eran llevados al Departamento de Policía por averiguación de antecedentes. No tenían documentos. Los guardaba su mamá, en la cómoda.
En la casa, el oro grupo de comandos civiles y marinos se desparramaba por el patio, las piezas y la terraza, donde tropezaron con los cascos de lavarropas en desuso, las jaulas de botellas de vino y los cientos de conejos que corrían en la oscuridad. Buscaban una bomba.
Mi tía seguía diciendo “¡Ehhh! ¡Iiii! ¡Ehhh! ¡Iiii!”, con los ojos en blanco, en medio del patio.
La palabra “bomba” era demasiado fuerte para ella. Creo que ese fue el momento en que sufrió la primera de las sucesivas masacres masivas de neuronas.
En la casa de la esquina, Polo y Emilio tomaron una cerveza en el relativo fresco del patio, sin que Emilio mostrara la menor curiosidad por saber qué había llevado a mi tío a ingresar a su casa de un modo tan inusual. Finalmente, abrió –creo que por primera y única una vez en su vida, porque jamás las había visto ni las volví a ver abiertas– las celosías de la ventana que daba al pasaje, por la que Polo saltó a la vereda. Se acomodó las ropas, sacudió el polvo de sus pantalones y caminó hacia Jonte, alejándose de los policías, con rapidez pero sin correr, no sin antes saludar con un cabeceo a Aníbal, que fumaba un cigarrillo en la puerta de su casa.
–Suerte –dijo Aníbal, con el cigarrillo entre sus labios.
Dos días después, oculto por sus compañeros del ferrocarril en la locomotora de un tren de carga, Polo llegó a Rosario.
Publicado en Revista Zoom