Desde que el tío Polo andaba escondido, las comidas en lo de mi tía se habían vuelto muy aburridas, como si todos estuviesen más apagados, tristes o idos. Por más que el tío Rodolfo repitiese, a su manera, lo que había creído entender de las fundamentadas exposiciones del doctor Rofo, nadie parecía prestarle la menor atención. Mi viejo comía en lo de mi tía únicamente los domingos, a las apuradas, antes de ir a la cancha, y mi vieja lo hacía también algunos pocos mediodías. Después de tomar mate y secretear en el patio, volvía a casa a preparar la cena. Sólo quedaba mi tía para contradecir al tío Rodolfo, pero la mayor parte del tiempo mi tía parecía estar en otro planeta o haber quedado fijada en el momento del tiempo en que el grupo de infantes de Marina y comandos civiles se habían aparecido en el patio a preguntarle por una bomba.

Para peor, esa noche a mi tío Rodolfo se le había dado por preparar una paella, que compartiría con Pablito Serún y los muchachos del bar antes de escuchar la pelea.

Los muchachos del bar que compartieron la paella con mi tío fueron el Pelado, el Mudo y Carlitos y Alberto Culacciati. Ni al diariero Miguel ni al doctor Rofo les había interesado escuchar la pelea y don Manuel debía estar muerto desde hacía años, y así como cada tarde doña Ramona depositaba su cadáver en el bar para que se ventilara un poco, cada noche, antes de la hora de la cena, lo pasaba a retirar.

Comimos en la cocina, con mi tía y mi primo, escuchando en Radio del Estado un radioteatro que ese día festejaba sus cinco años de existencia repitiendo la primera obra del ciclo, “Canción de primavera”, que hizo llorar mucho a mi tía.

Radio del Estado parecía ser la única que no estaba pendiente de la pelea.

En cuanto terminé con la cuarta milanesa –así como la ven, ida y todo, mi tía seguía haciendo las mejores milanesas del mundo– corrí al bar, donde mi tío y sus amigos se habían reunido alrededor de la inmensa Zenith a válvulas. Al igual que el teléfono, la Zenith había pasado a ser responsabilidad exclusiva de Pablito Serún, quien se abocaba durante horas a manipular el ojo mágico para sintonizar una novela o, los domingos, escuchar a Fioravanti.

Pablito Serún escuchaba extasiado a Fioravanti hablar del “esférico”, el “cancerbero” o el “peón de brega”, preguntándose que misteriosos mensajes pretendía comunicarle el famoso relator deportivo.

Una vez que de tanto dar vueltas al ojo mágico, sintonizó  radio El Mundo, Pablito suspiró satisfecho: lo que no era trasmitido por Fioravanti, en realidad no ocurría.

Sin embargo, la clara voz y la perfecta dicción de Fioravanti nada decían de lo que ocurría en la Escuela de Mecánica del Ejército, donde en el extremo contrario a la guardia que había sido tomada por el suboficial principal Garecca, el suboficial de servicio Hugo Eladio Quiroga se presentaba en el Puesto 5, sobre la calle 15 de Noviembre.

–¿Alguna novedad?

–Ninguna –contestó distraídamente el sargento Raicher.

Como quien no quiere la cosa, fingiendo un aire aun más distraído, Quiroga tomó una de las pistolas ametralladora dispuestas para uso de los aspirantes.

–¿Están todas cargadas?

Raicher contestó afirmativamente. Quiroga asintió, montó la pistola y encañonó a Raicher, a los dos aspirantes de guardia y al teniente Miranda, que acababa de ingresar al puesto. Miranda alzó las manos paralizado por la sorpresa. Quiroga cabeceó en dirección a la puerta.

–Vamos.

Quiroga condujo al teniente Miranda, a Raicher y a los jóvenes aspirantes hacia el depósito de Intendencia, cuyas llaves le había facilitado Garecca, que en ese momento se acercaba al frente del nutrido grupo de suboficiales retirados y civiles a quienes había franqueado las puertas de Pozos 1919. Varios aspirantes se les habían unido y Quiroga los dispuso en posición de combate, listos para resistir y sumarse al mayor Pablo Vicente, quien aguardaba en las inmediaciones.

Junto a los trabajadores y activistas que a esa hora iban convergiendo sobre Barracas  y Parque Patricios, el mayor Pablo Vicente esperaba el momento en que fueran tomados el arsenal Esteban de Luca y el Regimiento Motorizado Buenos Aires, ubicados en Pichincha y Garay.

Con la velocidad con que un año antes había llegado a Rivadavia y Paseo Colón para reprimir la sublevación de la Armada, Vicente planeaba llevar los tanques Sherman M4 hasta las puertas mismas del Ministerio de Guerra, con el propósito de derribar a cañonazos el inmenso edificio.

Pocas armas podían hacer frente al cañón M3 de 75 mm del Sherman. Protegido con un blindaje de 63 mm, cada tanque disponía, además de una ametralladora pesada calibre .50, con 300 proyectiles capaz hasta de derribar aviones, de dos versátiles ametralladoras livianas de 7,62 mm, con 4500 proyectiles.

El Regimiento Motorizado Buenos Aires era lindero al arsenal Esteban de Luca y a la Dirección General de Material del Ejército, todos ellos apenas a centenares de metros del penal de Caseros, repleto de presos peronistas, y de la Escuela de Mecánica el Ejército, también repleta de peronistas, pero en este caso bajo el mando de los sargentos Quiroga y Garecca.

Fioravanti tampoco dijo nada de los aficionados que, en Villa Martelli, se habían congregado alrededor de otro aparato de radio. Tal vez no habían sintonizado El Mundo sino Radio Argentina.

No eran pocos los que preferían los vibrantes relatos de Bernardino Veiga, siempre acompañado desde el Luna Park por los comentarios de Ulises Barrera, tan mesurado, serio y prolijo como los atildados inspectores que, cada tanto, aparecían por la escuela 24 del distrito escolar 17, aterrorizando a las maestras, a los alumnos y a la propia señorita Campostrini.

Por una vez en su vida desinteresado del box, Polo zamarreó el brazo de De Santis.

–Nos tenemos que ir.

De Santis lo silenció con un chistido.

–No seas irresponsable –insistió Polo–. Vos mismo dijiste que estaba la cana.

–Me habrá parecido, porque no los veo por ningún lado –contestó De Santis sin tomarse el trabajo de mirar a su alrededor para verificar si lo que decía era verdad.

Era una verdad a medias: Polo podía darse cuenta de que si De Santis no había vuelto a ver a los agentes de la Marina no era porque no hubiesen estado en el lugar, sino porque acababan de irse, lo que volvía al asunto todavía más peligroso.

–En cualquier momento llegan con la cana y vamos todos en cafúa –insistió.

–Dejame escuchar la pelea –bufó De Santis– Ya empieza.

Todos los presentes dejaron de hacer lo que hasta ese momento hacían y de pensar en lo que hasta ese momento habían estado pensando. En la imaginación de cada uno iba tomando forma la vívida descripción del relator.

El Luna Park estaba a pleno. El combate por el título sudamericano de los medianos entre Eduardo Lausse y el chileno Humberto Loayza ya tenía preparado el clima emocional con el mismo anuncio, ponderó Ulises Barrera.

“Es la conmoción suscitada por la inminencia de las batallas boxísticas entre pegadores capaces de definir un match con un solo golpe”, se desgañitaba Bernardino Veiga por los micrófonos de Radio Argentina.

No era extraño que el Palacio de los Deportes desbordara de público, ni que en Villa Martelli, mientras todos habían quedado paralizados, pendientes de la voz del relator, De Santis se cagara en Perón, la Virgen, mi tío Polo, y muy especialmente Velázquez, María Elena y los militares a los que se le ocurría hacer una revolución justo el día en que peleaba Lausse.

De Santis y toda la afición argentina, incluidos los tipos que hasta hacía unos minutos jugaban al truco sentados a la mesa mientras esperaban la proclama revolucionaria que jamás sería trasmitida desde Avellaneda, confiaban en la potente zurda del campeón, capaz de liquidar un match en el momento más impensado.

Pero el chileno no era para descuidarse: en el encuentro que ambos habían disputado el 6 de octubre de 1953 en el Teatro Caupolicán de Santiago de Chile, el “Jeta” Loayza había hecho un impresionante segundo round en el que Lausse la había pasado tan mal como en las peleas que pronto sostendría con Andrés Selpa. 

En el Caupolicán Loayza se había quedado con la sangre en el ojo, y ahora venía por la revancha: en aquella oportunidad, apenas empezado el tercer round, ante el silencio estupefacto de los aficionados chilenos que llenaban el estadio, tras una seguidilla de golpes aplicados con precisión de cirujano, Lausse había liquidado la pelea con un impresionante nocaut.

El día de la revancha en Buenos Aires, cuando el campeón argentino y sudamericano subió al cuadrilátero del Luna Park, la popular estalló. De aspecto duro y vigoroso, nariz aguileña, tez aceitunada y pelo negro en el que lucía un pronunciado jopo, zurdo con guardia de diestro, “KO” Lausse venía de una impresionante campaña: desde octubre de 1952, en los últimos tres años y medio había sostenido 37 combates, la mayor parte de ellos en Estados Unidos contra los duros púgiles locales, de los que ganó 35; 34 de ellos antes de la cuenta.

Así y todo, seguramente por culpa de Perón, la Asociación Mundial de Boxeo no le había dado la oportunidad de pelear por el título mundial.

La gritería de la afición que colmaba el Luna Park no se acalló cuando sonó la campana, anunciando el inicio del primer round. El chileno se mantenía a la defensiva, aunque su veloz contraataque hizo retroceder a Lausse en un par de oportunidades.

En el segundo round, Lausse se mantuvo constantemente al ataque, ganando puntos en las tarjetas. Al comienzo del tercero, la popular contuvo la respiración: Loayza prosiguió con su táctica, esperando su momento, pero Lausse mantuvo una permanente ofensiva, arriesgándose al mortífero contraataque de su rival, que sorteaba con una impecable rotación de cintura e inmediatos retrocesos luego de cada descarga de golpes.

Al promediar el round y ante el súbito silencio de la popular, Lausse acorraló al chileno contra las sogas. Tras un furioso intercambio de golpes, la izquierda del campeón llegó con claridad al mentón de Loayza. Cuando Loayza cayó, el rugido de la multitud tapó la voz de Bernardino Veiga:

–¡Cayó Loayza! ¡Cayó Loayza!

El árbitro iniciaba el conteo

…tres… cuatro… cinco…

La popular, el ring side, los cientos de miles de aficionados que seguían por la radio las vicisitudes del encuentro, contenían la respiración.

…seis…siete…

Cuando en el Luna el árbitro decía “ocho”, al frente de un grupo de suboficiales, el capitán Jorge Morganti irrumpió en la guardia del Regimiento de Infantería Mecanizada 7, con asiento en la ciudad de La Plata. El teniente Villarreal, oficial de servicio durante ese fin de semana, se volvió hacia él, sorprendido, encontrándose con el cañón de Browning apoyado en su frente.

–¿Qué hace? –balbuceó Villareal, aun boquiabierto.

–Tomamos el regimiento en nombre del Movimiento de Recuperación Nacional.

Villarreal abrió todavía más la boca. Iba a decir algo…

–¡El chileno se pone de pie! –grita Bernardino Veiga por los parlantes de la radio–. ¡El chileno se pone de pie!

Sin dejar de apoyar su arma contra la frente de Villareal, Morganti escucha.

Vacilante, pero con entereza, Loayza soporta una nueva lluvia de golpes y retrocede hacia el mismo rincón en el que acaba de sufrir la caída. Busca una solución, escapar hacia los lados. No tiene tiempo: de la andanada de golpes lanzada por Lausse, ahora es la derecha la que llega con nitidez al rostro de Loayza, que se desliza lentamente y queda sentado en la soga inferior. El árbitro de la pelea vuelve a cruzar su brazo, de izquierda a derecha, delante de los ojos vidriosos del campeón chileno.

–Uno…dos…

Con un último esfuerzo, Loayza se inclina hacia delante, tratando de salir de su desairada postura. Cae de rodillas.

–…cuatro… cinco…

A punto de derrumbarse, Loayza  apoya los puños contra la lona.

–…siete… ocho…

El púgil chileno sacude la cabeza. Diminutas gotitas de sudor, sangre y agua riegan el piso del cuadrilátero.

–…¡Out! –exclama el árbitro.

De la popular surge un solo grito alborozado, el ring side aplaude de pie, las mujeres besan a sus esposos y novios, cientos de aficionados salen a las calles, De Santis se deja caer sobre una silla, casi tan agotado como el campeón, en la guardia del Regimiento 7 de La Plata los soldados se abrazan, los presos saltan aferrados a las rejas del calabozo, la risa del teniente Villarreal se corta en seco: Morganti, serio, imperturbable, sigue sosteniendo firmemente la pistola. Está amartillada y el cañón apoya contra la frente de Villarreal, que levanta los brazos con lentitud. Sus ojos, muy abiertos, parecen a punto de salir despedidos de las órbitas.

Los suboficiales que irrumpieron con Morganti desarman al personal de guardia y abren los calabozos para liberar a algunos conscriptos presos a los que tienen identificados como peronistas. Los veinteañeros, en general trabajadores de Berisso, Ensenada, Quilmes y Berazategui, se suman con entusiasmo a la sublevación.

Villarreal va comprendiendo gradualmente que Morganti y los suboficiales acaban de tomar el cuartel. Ya está, es la revolución que el gobierno y los altos mandos tienen detectada desde hace semanas. Lo que confunde a Villarreal es que la señal para darle inicio parece haber sido el demoledor cross de Lausse que sentó a Loayza en las cuerdas.

–¿Pero cómo…?

–Adentro –ordena Morganti.

–¿Cómo… sabían?

Mientras un suboficial introduce a los empujones a Villarreal en un calabozo, Morganti saca un papel del bolsillo superior izquierdo de su chaqueta, lo despliega ante sus ojos y lee:

–“Las horas dolorosas que vive la República, y el clamor angustioso de su Pueblo, sometido a la más cruda y despiadada tiranía, nos han decidido a tomar las armas para restablecer en nuestra Patria el imperio de la libertad y la justicia al amparo de la Constitución y las leyes”.

El estallido de una bomba delante de una zapatería del centro que, en medio de la algarabía provocada por el triunfo de Lausse, Villarreal no alcanzó a escuchar, había sido la señal para que el casi centenar de hombres dispersos en los alrededores del regimiento, en 51 y 19, en 51 y 20 y en la estación de tranvías lindera, se pusieran en movimiento hacia 50 y 20, congregándose alrededor del coronel Oscar Lorenzo Cogorno.

Alto, robusto, metido en su uniforme de gala, Cogorno acaba de bajar de un automóvil detenido frente a la estación de tranvías.

–Vamos –dice.

El grupo de más de cien hombres, en su mayor parte civiles, irrumpe en el regimiento por la puerta de las caballerizas en la esquina de 50 y 20 y llega rápidamente a la plaza de armas.

Morganti sigue leyendo la proclama de los generales Juan José Valle y Raúl Tanco. Como responsables de este Movimiento de Recuperación Nacional integrado por las Fuerzas Armadas y por la inmensa mayoría del Pueblo –“del que provienen y al que sirven”, aclaran–, Valle y Tanco declaran solemnemente que “no nos guía otro propósito que el de restablecer la soberanía popular, esencia de nuestras instituciones democráticas, y arrancar a la Nación del caos y la anarquía a que ha sido llevada por una minoría despótica encaramada y sostenida por el terror y la violencia en el poder”.

*Publicado en Revista Zoom