El símbolo viviente
El 22 de marzo de 1873, como consecuencia de la larga lucha de los liberales criollos, se aprobaba en las Cortes españolas la ley que abolía la esclavitud en Puerto Rico, dejando en libertad un total de 29 mil esclavos de ambos sexos. Mientras los hacendados esclavistas serían indemnizados por la pérdida de su “propiedad”, la libertad era condicionada: los libertos estaban sujetos a hacer contratos durante tres años luego de abolida la esclavitud, y recién tendrían derechos políticos cinco años después.
Premonitoriamente, porque algo ha de haber que induzca a la gente a hacer cosas raras, cuando nadie imaginaba que llegaría a tener lugar una conflagración bélica llamada Segunda Guerra Mundial y ni siquiera se sospechaba la existencia de una Primera, la pequeña aldea de Briga Marittima todavía pertenecía a Italia. Después, ya no. Igual que Puerto Rico, que tras la guerra de 1898 en que se enfrentaron España y USA pasó a ser propiedad estadounidense, con criollos conservadores, liberales y libertos incluidos, luego de la Segunda Guerra, con el nombre de La Brigue, Briga Marittima pasaría a integrar el Departamento de los Alpes Marítimos de la Provenza francesa. En venganza, los lugareños no hablan ni italiano ni francés sino brigasco, que viene a ser una rara variedad del dialecto royasco, a su vez una rara variante del ligur, una mucho más rara lengua romance, gracias a lo cual no los entiende nadie.
Tenía que ser exactamente en ese lugar donde, ese mismo 22 de marzo en que los esclavos boricuas obtenían la libertad, nacía Giulia Maddalena Angela Lanteri quien, tras migrar a la Argentina a la edad de seis años, con el tiempo devendría en la médica Julieta Lanteri, incansable luchadora por los derechos civiles, políticos y laborales de las mujeres y la protección de los niños.
Primera mujer que pudo estudiar en el Colegio Nacional de La Plata, se graduó de farmacéutica en la Universidad de Buenos Aires, y fue la quinta mujer en recibirse de médica, obteniendo el doctorado en 1907.
Integrante del Centro Feminista del Congreso del Libre Pensamiento, la Liga Pro Derechos de la Mujer y la Liga contra la trata de blancas, secretaria del Congreso Internacional Femenino de 1910, junto a su colega, la doctora Cecilia Grierson creó la Asociación Universitaria Argentina. Asimismo, fundó y dirigió la Liga por los Derechos del Niño y organizó el Primer Congreso del Niño.
Fundadora del Partido Nacional Femenino, con el que se presentó en varias ocasiones como candidata a diputada, fue la primera mujer que pudo votar, no sólo en el país, como lo haría notar un prestigioso historiador, lo que ocurrió el 26 de noviembre de 1911. Depositó su voto en el atrio de la parroquia boquense San Juan Evangelista, enteramente vestida de blanco, como era su costumbre, ante un asombrado Adolfo Saldías, abogado, político, antiguo seguidor de Adolfo Alsina, revolucionario radical, activo masón y ex vicegobernador de la provincia de Buenos Aires, auténtico precursor del revisionismo histórico argentino, quien manifestó “su satisfacción por haber firmado la boleta de la primera sufragista sudamericana”.
Otro sorprendente feminista fue el escritor nacionalista y católico Manuel Gálvez, quien no queriendo votar por los conservadores ni por los radicales lo hizo por “la intrépida doctora Lanteri”.
De que “La Lanteri”, como comenzó a ser despectivamente aludida, era intrépida no podía caber la menor duda. Advirtiendo que la ciudad de Buenos Aires promovía el empadronamiento con la condición de “ser ciudadano mayor de edad, saber leer y escribir, presentarse personalmente a realizar el trámite, haber pagado impuestos comunales por valor de 100 pesos como mínimo o ejercer alguna profesión liberal dentro del municipio y tener domicilio en la Ciudad por lo menos desde un año antes”, sin hacer distinción de sexos, había solicitado su inscripción en la justicia. Con mucha razonabilidad el magistrado manifestó que “Como juez tengo el deber de declarar que su derecho a la ciudadanía está consagrado por la Constitución y, en consecuencia, que la mujer goza en principio de los mismos derechos políticos que las leyes, que reglamentan su ejercicio, acuerdan a los ciudadanos varones, con las únicas restricciones que, expresamente, determinen dichas leyes, porque ningún habitante está privado de lo que ellas no prohíben”.
Eran tiempos en que los hombres serios, como el juez Claros, Saldías, Gálvez, Alfredo Palacios o José Ingenieros no les tenían miedo a las mujeres, pero es sabido que los hombres serios no suelen ser precisamente mayoritarios, y la omisión del municipio porteño fue subsanada al año siguiente al sancionarse la la ley 8871. Conocida como Ley Sáenz Peña, estableció el voto secreto y obligatorio para los ciudadanos argentinos nativos o naturalizados, mayores de 18 años de edad, habitantes de la nación y que estuvieran inscriptos en el padrón electoral Si bien vedaba el voto para incapaces varios, como dementes, sordomudos, religiosos, soldados, detenidos y penados por falso testimonio –todos reunidos en notable mancomunidad–, no prohibía expresamente el voto a las mujeres, lo cual sería tenido como muy avanzado para la época. Pero como a fin de evitar la tradicional manipulación de padrones electorales, estos serían confeccionados con los datos provenientes del servicio militar obligatorio y el documento indispensable para identificar al votante sería la libreta de enrolamiento, que sólo se daba a los hombres, la entera población femenina quedó automáticamente impedida de votar
Incordiosa como era, Giulia Maddanela inició una nueva campaña, ahora con el propósito de hacer el servicio militar y así obtener el derecho a votar, llegando a perturbar nada menos que a las autoridades castrenses. No tuvo éxito.
Pero si la ley no permitía votar a las mujeres, ninguna, ni mucho menos la Constitución, les prohibía ser elegidas, según manifestó en el escrito presentado ante la Junta Electoral. La Junta le dio la razón y en las elecciones legislativas de 1919 compitió con varios partidos políticos. Obtuvo apenas 1730 votos, todos masculinos, no obstante su plataforma electoral en la que propiciaba el sufragio universal para los dos sexos, la igualdad salarial para igual trabajo, una jornada laboral de seis horas para las mujeres, licencia por maternidad, subsidio estatal por hijo, protección a los huérfanos, prohibición de venta de bebidas alcohólicas, abolición de la prostitución reglamentada, igualdad civil para los hijos legítimos y los no legítimos, jubilación y pensión para todo empleado u obrero, abolición de la pena de muerte, divorcio absoluto y representación proporcional de las minorías en los órdenes nacional, provincial y municipal.
Era demasiado, de manera que el 25 de febrero de 1932 fue atropellada por un automóvil que se subió a la vereda en la esquina de Diagonal Norte y Suipacha. Si bien el caso fue encubierto y caratulado como accidente por la policía y el nombre del conductor ocultado, la escritora y periodista Adelia Di Carlo manifestó sus dudas en la nota en su homenaje que el 5 de marzo publicó en Caras y Caretas, y en la serie de artículos publicados en el diario El Mundo, en que fue dando cuenta de su investigación, consiguiendo establecer la identidad del homicida: David Klapenbach, integrante de la Legión Cívica, organización paramilitar abocada a la persecución de socialistas, comunistas, anarquistas, judíos, feministas y otros indeseables.
“Cuando se escriba la historia del feminismo en nuestro país –sostuvo Adelia Di Carlo– se hablará de su símbolo y su encarnación viviente en la doctora Lanteri, una gran exponente de perseverancia y de elevación en la misión impuesta”.
Para ponerla en su lugar, dos días después la policía le saqueó la casa. Santo remedio: habría que esperar 15 años para que se sancionara la ley del voto femenino, y eso ocurrió recién después de que la esposa del Presidente de la Nación amenazara a los parlamentarios con rodear el Congreso de una multitud de mujeres enfervorizadas.
*Publicada en la Revista Zoom