El corazón de Perón
I. El camino hacia el poder
El 21 de febrero de 1976 fallecía en Montevideo el coronel Domingo Alfredo Mercante, a quien Evita llamara “El Corazón de Perón”. El otro, el músculo cardíaco propiamente dicho del General, había dejado de latir menos de dos años antes, el 1 de julio de 1974. Fue entonces, en el Hall de Honor del Palacio del Congreso que tuvo lugar la despedida de esos dos viejos amigos devenidos en amargos desconocidos.
Se habían comenzado a tratar 40 años antes, durante un curso en la escuela de suboficiales en la que ambos eran profesores y desde su reencuentro en la Inspección de Tropas de Montaña que dirigía el general Farrell, fueron inseparables, hasta el distanciamiento que no pocos analistas posteriores considerarán uno de los dos hechos más trágicos de la historia del peronismo. Ambos participaron en la creación del GOU –Mercante con el número 1; Perón con el 19–, la logia militar que impulsará a Edelmiro J. Farrell a la presidencia y catapultará a Perón a los primeros planos de la política nacional.
Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, supo decir Arquímedes explicando la potencia y posibilidades de la palanca. Para Perón, esa palanca fue primero el GOU e, inmediatamente después, el anodino Departamento del Trabajo que convirtió en Secretaría de Trabajo y Previsión, donde fue secundado por Mercante desde la Dirección General de Trabajo y Acción Social. Esta, y la trayectoria sindical de su padre en el gremio ferroviario, serán a su vez las palancas de Mercante, quien laboriosamente tejerá la red de relaciones del grupo de coroneles revolucionarios con un sector muy significativo del movimiento obrero, encabezado por el dirigente mercantil socialista Ángel Borlenghi y el abogado de la Unión Ferroviaria Juan Atilio Bramuglia. Y, a despecho de uno de los más caros hitos de la mitología peronista, será justamente Mercante el verdadero promotor y articulador de la reacción obrera ante el encarcelamiento de ese arremetedor coronel, ya por entonces tenido por ser “el primer trabajador”.
Las condiciones de Perón
Es también Mercante el autor de la “salida política” que permite destrabar la situación, salvando así al gobierno de Farrell y, en consecuencia, la experiencia nacionalista y regeneradora iniciada por el ejército en 1943: liberación de Perón, seguida de su renuncia a todos los cargos, llamada a elecciones para febrero del año siguiente y candidatura de Perón a la presidencia. A cambio, Farrell se comprometía a sancionar las medidas centrales propuestas por el Consejo Nacional de Posguerra, que Perón había creado el año anterior, sin las cuales y llegado el caso, no estaba dispuesto a asumir la presidencia: estatización del Banco Central, nacionalización de los depósitos bancarios y creación del Instituto Argentino de Promoción e Intercambio, IAPI, que daba al Estado el monopolio del comercio exterior. Todas ellas, en efecto, sancionadas entre el 24 febrero (cuando contra todas los previsiones, Perón se impuso en las primeras elecciones limpias desde los tiempos Yrigoyen, hará en estos días nada menos que 70 años) y el 4 de junio de 1946, fecha fijada para la asunción del nuevo presidente.
Entretanto, tan sólo una semana después del 17 de octubre, los sindicalistas afines a Perón habían creado el Partido Laborista, que sería presidido por el telefónico Luis Gay, secundado por Cipriano Reyes y dirigentes de casi todos los gremios.
Los primeros crujidos se sintieron cuando Luis Gay, que había sido lanzado como candidato a senador por la capital, fue reemplazado por el marino conservador Alberto Teisaire, mientras Mercante, a quien Perón pretendía en la Secretaría General de la Presidencia, propuesto por los laboristas para la vicepresidencia, debía dejar lugar al radical Hortensio Quijano.
Los partidos que apoyaban al candidato a presidente eran tres: el Laborista (que finalmente le aportaría el 80% de los votos), la Junta Renovadora (una escisión del radicalismo) y el Partido Independiente, una fracción de los conservadores. Desde la Junta Nacional de Coordinación Política, Atilio Bramuglia cerró esa primera brecha provocada por las nominaciones de Teisaire y Quijano: los laboristas tendrían en 50% de los cargos electivos mientras el otro 50 % se repartiría, por mitades, entre ex radicales y conservadores.
Mientras Perón promovía para la gobernación bonaerense al radical renovador Alejandro Leloir, tras sucesivos regateos, los laboristas obtenían de Mercante la aceptación de la candidatura a gobernador de la provincia de Buenos Aires.
Un gobernador que dejará huella
Sólo en forma relativamente reciente la gestión de Mercante al frente de la mayor de las provincias argentinas comenzó a ser estudiada y, en suma, revindicada, tanto en el aspecto político (con inusual capacidad fue deshaciéndose de los condicionamientos que le imponían los laboristas fortaleciendo el nuevo Partido Único de la Revolución Nacional, pronto denominado Peronista) como en la reorganización del Estado provincial, y una gestión de gran eficiencia, particularmente centrada en la reforma agraria –distribuyendo 130 mil hectáreas expropiadas a grandes terratenientes–, el desarrollo industrial, el crédito generoso, la creación de obra pública, la construcción de un gran cantidad de escuelas y hospitales, las viviendas obreras y el desarrollo del turismo social (el tradicional “chalecito peronista” fue, hasta su defenestración, conocido como “chalet Mercante” y, contrariando otros de los más preciados mitos del peronismo, se debe al gobierno de Mercante la creación de la República de los Niños, la expropiación del actual Parque Pereyra Iraola y la construcción del complejo turístico de Chapadmalal, inaugurado en 1948 y poco después cedido a la Fundación Eva Perón, creada ese mismo año)
Mercante supo reorganizar el Estado y revolucionar la obra de gobierno basándose en un gabinete en el que convivían conspicuos integrantes del grupo Forja, como el ministro de Hacienda Miguel López Francés y el de Educación Julio César Avanza, radicales renovadores y personas de su íntima confianza, secundados por funcionarios aún más jóvenes (los ministros de Mercante oscilaban entre los 30 y los 35 años) ya no venidos de ninguna formación política anterior sino surgidos del propio Partido Peronista. Contó además con dos incorporaciones de enorme significación y trascendencia: las del fundador de FORJA Arturo Jauretche al frente del Banco Provincia y, como fiscal de Estado, la del joven y brillante abogado Arturo Sampay, proveniente de los núcleos socialcristianos.
Los frutos de la obra de Perón al frente del ejecutivo nacional y de Mercante en la provincia de Buenos Aires se verán tan sólo dos años después cuando, encabezando la lista de diputados constituyentes, el gobernador obtenga un aplastante 65% contra el 28 % de los votos cosechados por la UCR. Naturalmente, Domingo Mercante fue elegido para presidir la convención que sancionaría una las constituciones más progresistas de la época. Ese sería el momento culminante de su carrera política, que se opacaría muy poco después.
II. La Constitución de 1949
Domingo Mercante, testigo de casamiento, estrecho amigo y colaborador de Juan Perón, artífice de la reacción obrera del 17 de octubre y cada vez más popular gobernador de la provincia de Buenos Aires, presidió la convención constituyente que, tras celebrar su reunión preparatoria el 24 de enero de 1949, sesionó durante todo el mes de febrero y aprobó un nuevo texto el 11 de marzo, jurándolo cinco días después.
Si bien la voz cantante la llevó su fiscal de Estado Arturo Sampay, considerado el padre del constitucionalismo social argentino, el rol de Mercante no fue decorativo. Por el contrario, no sólo se entrevistó numerosas veces con Perón, en una ocasión al menos para convencerlo de las virtudes del artículo 40, sino que en el domicilio del periodista nacionalista José Luis Torres había conformado su propio “brain storm” integrado, entre otros, por Jorge Del Río, Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Sampay y el propio Torres. Fue ese grupo el que dio origen al célebre artículo que sancionaba el monopolio estatal del comercio exterior, la propiedad inalienable de la nación sobre el subsuelo y las fuentes energéticas, la obligación del Estado de prestar los servicios de forma directa, estableciendo un cálculo indemnizatorio por expropiación de empresas de servicios públicos que, inspirado en la doctrina social de la Iglesia, computaba como amortización los excedentes obtenidos por sobre una ganancia razonable.
Perón nunca quedó convencido de los beneficios que reportaría ese incómodo artículo: por un lado, si en el futuro podría crear complicaciones –de ser necesario, como el presidente ya preveía, recurrir a la inversión extranjera para lograr el autoabastecimiento energético–, un artículo en una Constitución –y hasta una Constitución misma– difícilmente eran garantía de nada, al menos en un país donde la regla parece ser la de arrasar con la obra del gobierno anterior, empezando todos los días todo de nuevo, como suelen hacen los orates.
Si tales eran los temores de Perón, el tiempo demostraría que no le faltaba razón: el artículo 40 complicó las negociaciones con la California Oil Company para la exploración de yacimientos petroleros y fue usado como argumento por aquellos que justamente no lo habían votado, como el inveterado oportunista Arturo Frondizi y la entera oposición radical. Por otra parte, la Constitución más moderna y más votada de la historia argentina fue anulada mediante un bando militar por el golpe de estado que había comenzado por anunciar que no habría vencedores y vencidos, siguió con la persecución ideológica, los despidos de empleados públicos, el encarcelamiento de dirigentes políticos, artistas y líderes sindicales, ató al país a las políticas del FMI y reinició un proceso de endeudamiento, comenzando así la lenta y sistemática destrucción de la industria nacional, la extranjerización de la economía y un ciclo de violencia política que ensangrentaría al país durante los siguientes 25 años. El artículo 40 y la propia Constitución nacional no consiguieron impedir nada.
Si non e vero...
El historiador Norberto Galasso, en su muy documentada historia de Perón, da cuenta de una versión según la cual, al día siguiente de una última reunión con Sampay y Mercante, Perón envía al Congreso a su secretario Juan Duarte con la orden de suspender el tratamiento del artículo 40. Casual o intencionadamente, Duarte es demorado en la entrada del edificio y Sampay, advertido, apura el tratamiento del proyecto, para lo cual habría contado con la aquiescencia de Mercante.
Es posible que esto haya ocurrido y que algunos círculos lo calificaran de un acto de deslealtad, pero es dudoso que Perón adhiriera a esa sospecha: en el punto que mayores roces creó con la oposición –la reelección presidencial– y que, en los hechos, podía disgustar más al gobernador bonaerense, en tanto era ampliamente considerado como el seguro sucesor de Perón en la Presidencia de la República, Mercante se comportó con indudable lealtad, tanto a su amigo como a sus ideas: de hecho, fue el promotor del artículo 78 que autorizaba la reelección presidencial.
La prueba de que la amistad seguía incólume se vería un año después, cuando Mercante se presentara a elecciones para completar el período de seis años de gobierno que establecía la nueva Constitución, Eva Perón en persona participaría muy activamente en su campaña y junto a Perón presidirían el acto de cierre realizado en Avellaneda.
Debe observarse, además, que Perón y su viejo amigo y colaborador habían tenido anteriormente algunas serias diferencias. De acuerdo a ley de estatización del Banco Central y la nacionalización de los depósitos bancarios en que los bancos privados y provinciales quedaban bajo el control del Central, en su carácter de empresa mixta (integrada por capitales privados y del estado provincial) el Banco provincia sería una sociedad anónima sujeta a las mismas limitaciones que el resto de la banca, a lo que Mercante se opuso: si la provincia de Buenos Aires no podía decidir sobre su propio banco, no existía ninguna posibilidad de autonomía provincial. Era, de alguna manera, la invocación de los fundamentos para la estatización del Banco Central, pero aplicados ahora a la soberanía del estado provincial.
El Estado nacional retrocedió ante la firmeza y los argumentos de la provincia y mediante un decreto el Poder Ejecutivo reconoció que el banco no era mixto sino que pertenecía a la provincia de Buenos Aires, tras lo cual el gobernador designó a Arturo Jauretche en la presidencia del directorio.
El “mercantismo”
Al frente del gobierno bonaerense, Mercante fue ganando un progresivo reconocimiento, tanto por su labor administrativa, la amplitud y extensión de las obras públicas, su política agraria, y la eficiencia y transparencia en el manejo de los fondos, como de sus permanentes acuerdos con los sectores progresistas y nacionalistas de la oposición radical. Y mientras dentro del Partido Peronista cobraba influencia y poder un grupo de dirigentes autoidentificado como “mercantista”, que ya controlaba el distrito bonaerense, en las elecciones de 1950 Mercante duplicaba la cantidad de votos obtenidos por su principal contrincante, el radical Ricardo Balbín, obteniendo el 63% de los votos y, por primera vez, una amplísima mayoría en las cámaras.
Tras la sanción de la nueva Constitución nacional y su reelección al frente de la provincia de Buenos Aires, Domingo Mercante había dejado de ser el sucesor de Perón para convertirse en el seguro candidato a la vicepresidencia, pero seguía siendo El Corazón de Perón.
¿Cómo fue que, menos de dos años después, su estrella dejaría de brillar casi con la instantaneidad con que se extingue la luz de una lamparita eléctrica?
III. Piedras en el zapato
La década del 50 comenzaba plagada de negros presagios. En el plano político, una oposición cada día más cerril desconocía la validez de la nueva Constitución y se volcaba a una conspiración con los sectores más reaccionarios del ejército. Mientras comenzaban los preparativos de los primeros actos terroristas, los encuentros secretos entre el radical Arturo Frondizi, el socialista Américo Ghioldi, el demócrata progresista Horacio Thedy y los conservadores representados por Reynaldo Pastor con militares de triste memoria como Julio Alsogaray, Tomás Sánchez de Bustamante y Alejandro Agustín Lanusse darían sus frutos en septiembre de 1951, con el frustrado alzamiento del general Benjamín Menéndez.
En 1950, además, comenzaría una prolongada huelga ferroviaria, que a su masividad y alto acatamiento sumaba un carácter “salvaje”: convocada por ignotas comisiones de enlace al margen de los dirigentes de la Unión Ferroviaria, sólo pudo ser dominada un año y medio después al disponerse la militarización de los trabajadores del sector.
Si bien el gobierno había sobrellevado anteriormente y padecería después numerosos conflictos gremiales, uno tan serio y prolongado con un gremio de vieja tradición de lucha, cuya “lealtad peronista” no estaba en cuestión, revelaba con claridad que la consolidación del peronismo de ningún modo implicaba la desmovilización de los trabajadores, empeñados en materializar en el plano económico las indudables conquistas políticas obtenidas en esos años.
Ese conflicto en particular, en que los aguerridos ferroviarios desbordaron por completo a su organización gremial, revelaba las fisuras y debilidades de un sistema de organización y conducción fundado en la cristalización de una burocracia interna más en sintonía con los deseos de la cúspide que con las exigencias de la base.
La caída de los precios
El caldo de cultivo de esta conflictividad política y social será la crisis económica en ciernes, provocada por la concurrencia de dos factores: la brutal caída del precio internacional de cereales y oleaginosas y una muy prolongada sequía, con la consiguiente disminución de las cosechas, que hubiera arruinado a miles de productores, de no ser por el siempre tan denostado IAPI: al monopolizar el comercio de importación y exportación, a través del Instituto, el Estado se había apropiado de la renta extraordinaria generada fundamentalmente por la producción agrícola de la pampa húmeda, volcándola al fomento de la industria. Por otra parte, al concentrar la comercialización de granos, Perón había tenido la esperanza de influir decisivamente en el precio internacional, tal como décadas después, harían los países petroleros con la creación de la OPEP.
A partir de la caída de los precios y los estragos provocados por la sequía, sumados a una creciente inflación, que en algún momento llegaría hasta el 35% anual y que amenazaba con malquistar con el gobierno a sectores que habían sido los principales beneficiarios de sus políticas, el Instituto pasó a subsidiar a los productores rurales, evitando su quiebra. La concurrencia de estos factores agudizó un problema estructural de la economía argentina, originado en el desigual desarrollo entre el agro y la industria: la recurrente restricción de divisas en cada oportunidad en que el país pretende desarrollarse industrialmente.
Nuestra industria es víctima de cuatro subdesarrollos: el tecnológico, el de un mercado de escala relativamente pequeña, el de inversión, y el ideológico-cultural debido al cual no ha surgido jamás en la historia argentina una clase verdaderamente comprometida con el desarrollo industrial. De ahí el rol preponderante que, en cada período industrializador, ha tenido el Estado (ya fuera por medio de Fabricaciones Militares o de IAME, ya en forma directa) en la investigación tecnológica, la protección económica a la pequeña industria y la gran inversión, por lo general dilapidada por gobiernos posteriores, como fue el caso de Somisa y Altos Hornos Zapla antes y, más recientemente, de las centrales nucleares y de Arsat, por dar un par de ejemplos al paso.
Los dos caminos
El subdesarrollo de la escala y el mercado necesarios para la creación de una industria competitiva, obliga a la protección arancelaria, al subsidio de insumos (por ejemplo, los energéticos) a créditos a tasas muy bajas, a la creación de vastas obras de infraestructura y al fomento de las exportaciones, debiéndose tomar en cuenta que, debido al atraso tecnológico, el incremento de la actividad industrial supone un acusado aumento de las importaciones, sin que las exportaciones industriales alcancen todavía a compensar esa sangría de divisas. De ahí que el Estado deba apropiarse de la renta extraordinaria de la producción agraria para volcar esos fondos al fomento del desarrollo industrial, cuyo principal pivote es el consumo interno basado en el pleno empleo y los altos salarios.
Se trata de una compleja arquitectura que cruje y empieza a hacer agua cada vez que se desploma el precio de los commodities. Y que se agrava cuando esa caída coincide con una crisis económica internacional, que cierra aun más los mercados, provocando, también, altos excedentes en la producción de las economías más desarrolladas. Este excedente, a bajo precio, supone un enorme peligro que se cierne sobre la producción industrial nacional.
Las opciones en esta disyuntiva son dos: persistir en el proceso industrializador acentuando las medidas proteccionistas y fomentando el mantenimiento de empleos y salarios, o abandonarlo, con el consiguiente descalabro social, recurriendo al endeudamiento externo para financiar la restricción de divisas, lo que históricamente ha significado el inicio de un círculo vicioso de difícil salida.
Perón, que al frente del Consejo Nacional de Posguerra había estudiado detenidamente las falencias y errores del yrigoyenismo, así como de las opciones elegidas para sobrellevar la crisis del 30, se decidió por proseguir el ensayo industrialista. Sus estrategias fueron el desarrollo y la investigación tecnológica, el autoabastecimiento energético, la protección industrial, la búsqueda de un mercado interno de mayor envergadura mediante la integración continental, el control de precios, el aumento de la productividad, la reducción de la conflictividad social y el silenciamiento de la oposición.
Las consecuencias políticas serían la acentuación de los rasgos autoritarios del gobierno, la verticalización de las fuerzas propias, la exacerbación del personalismo y, consecuentemente, la cristalización alrededor de la figura de Perón de una elite parasitaria, adulona y administradora del poder del “jefe”, autoerigida en custodia de la ortodoxia de un proyecto del cual era ajena, que no hizo más que acentuar las consecuencias negativas de la construcción política a la que Perón se vio --o se creyó-- obligado.
Domingo Mercante sería una de las más emblemáticas víctimas propiciatorias de esa corte y de la profundización de esa estrategia política. Pero no la única.
IV La era del hielo
El endurecimiento de las relaciones con la oposición, el disciplinamiento y verticalización de las fuerzas propias, la acentuación de las tendencias autocráticas y personalistas y la conformación de un séquito servil, administrador del poder de Perón y, a la manera de una casta sacerdotal, intérprete de su voluntad y su palabra, fueron las consecuencias del recrudecimiento de las acciones de la oposición política, las dificultades provocadas por la crisis externa y la agresión y bloqueo al que el país era sometido por parte del gobierno estadounidense.
Como siempre, todo problema se puede agravar o atenuar de acuerdo al contexto que, en este caso, era la sucesión presidencial. El primer escollo había sido removido por la nueva Constitución en la que, como hemos visto, el gobernador bonaerense Domingo Mercante había tenido destacada actuación: gracias al artículo 78 Perón podía ser reelecto al frente del Poder Ejecutivo, alejando así los fantasmas de una segura crisis política al interior del movimiento peronista. Sin embargo, sin llegar a la profundidad que esta habría tenido, la nominación de su compañero de fórmula –en la que hasta poco antes el popular gobernador bonaerense había sido “número puesto”– provocaría un auténtico tembladeral dentro del oficialismo.
Nos sobran los motivos
Existen varias teorías que intentan explicar el distanciamiento entre tan estrechos amigos, como lo habían sido Perón y Mercante. Hay quienes sostienen que la autonomía exhibida por Mercante tenía que despertar los recelos de un presidente cada vez más autocrático, lo mismo que su popularidad, tanto entre las bases peronistas como entre una oposición que, sincera o calculadamente, no cesaba de elogiarlo al tiempo que se enfrentaba más y más al presidente. En tanto, otros culpan del desencuentro a la sanción, contrariando los deseos de Perón, del artículo 40 de la nueva constitución, y no faltaron quienes –muy interesadamente a fin de librarse de un rival interno tan peligroso–, atribuyeran a oscuros manejos de Mercante –ex interventor del gremio, con el que además estaba históricamente muy relacionado– la continuidad, extensión y profundidad de las huelgas de la Unión Ferroviaria que habían tenido en vilo al gobierno durante 1950 y 1951.
El motivo, sin embargo, podría también buscarse en la creciente inquina que le iba tomando Eva Perón a medida que se afirmaban las posibilidades del gobernador de ocupar el segundo lugar en la fórmula presidencial.
El Renunciamiento y sus consecuencias
Los sindicalistas José Espejo, Armando Cabo, Isaías Santín, Florencio Soto –conocidos como “Los Mosqueteros de Evita”– y la propia Abanderada de los Humildes querían que la vicepresidencia fuera ocupada por la Abanderada de los Humildes, a la sazón, luego del presidente, la personalidad más influyente del momento.
Evita se ocupó de descalificar al gobernador bonaerense ante el presidente del bloque peronista de diputados Ángel Miel Asquía y el subsecretario de Prensa y Difusión Raúl Alejandro Apold, acusándolo de querer ocupar el lugar de Perón en las inminentes elecciones, según revelaría Miel Asquía una década después. Y mientras Apold eliminaba de los medios de prensa el nombre y la imagen de Mercante, la propia Abanderada de los Humildes promovía la candidatura a gobernador bonaerense de Carlos Vicente Aloé, un hombre por completo ajeno a los círculos mercantistas. El 22 de agosto de 1951, la CGT proclamaba la candidatura de Evita a la vicepresidencia, inquietando a los círculos militares.
Pero no se trató tan sólo de la oposición militar. Al colocar a Eva Perón en primer lugar de la línea sucesoria, la nominación tenía un alto valor simbólico, pero escasa utilidad práctica y hasta resultaba contraproducente: el poder y la libertad de acción de Evita al frente de la Fundación era sensiblemente mayor al que tendría en la presidencia del senado, para peor, sometida a diversas obligaciones burocráticas. Es decir, la ganancia sería escasa y los costos, demasiado altos.
Perón cortó por lo sano y decidió no cambiar de caballo en medio del río. El matungo en cuestión era el anciano político correntino Hortensio Quijano, su anterior compañero de fórmula, que falleció muy poco después.
Las razones que llevaron al renunciamiento de Evita pueden ser muchas y siguen siendo, en realidad, tan misteriosas como las que provocaron el distanciamiento entre Perón y Mercante, pero resultó un contundente mensaje hacia el interior del movimiento peronista: si nada menos que la Abanderada de los Humildes había debido dar un paso al costado, quedaba claro que ya no había lugar para el disenso y las construcciones independientes de la voluntad de la conducción y su círculo más íntimo.
Disparen contra Mercante
El disciplinamiento tiene lugar en forma acelerada y, en el caso de Mercante, el nuevo gobernador Aloé dispone el desplazamiento de la administración del último mercantista, intenta a toda costa borrar de la memoria la obra de su predecesor, censura su imagen y su nombre de la prensa oficial y hace arrancar de más de 1600 escuelas la fechas de inauguración y toda referencia al gobierno durante el cual se habían construido. A la vez, el ex ministro de hacienda Miguel López Francés, y el de Educación, el poeta Julio César Avanza, eran detenidos y procesados por malversación de fondos. Que las acusaciones eran infundadas quedaría en claro cuando a principios de 1955 fueran declarados libres de culpa y liberados por el Poder Judicial.
En una suerte de amarga “justicia poética” el propio Carlos Vicente Aloé, “El Peroncito”, “El burro bonaerense” “El que no sabía dibujar una O con un vaso”, se convertiría, en breve, en uno de los funcionarios más difamados de la época, víctima de las más injustas y crueles descalificaciones, repetidas alegremente por la oposición, pero nacidas de las entrañas de la poderosa subsecretaría de Prensa y Difusión en la que campeaba Raúl Alejandro Apold.
En 1953, un tribunal presidido por el almirante Alberto Teisaire decidió la expulsión de Mercante del propio partido que con tanto tesón había contribuido a crear.
V. Un nuevo comienzo
El desplazamiento y posterior expulsión en 1953 del partido peronista de Domingo Mercante, sin ser su causa, constituyó un símbolo del proceso de declinación que sufriría el gobierno de Perón durante su segunda presidencia.
Con Mercante salían del gobierno y hasta de la actividad política misma –al tiempo que otros acentuarían su ostracismo–, viejos y nuevos luchadores, íntimamente comprometidos con la causa nacional, como Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, José Luis Torres, Arturo Sampay, Francisco José Capelli, Juan José Hernández Arregui, “Los mosqueteros de Evita” José Espejo, Isaías Santín, Armando Cabo y Florencio Soto, y, junto a la persecución judicial sobre Miguel López Francés y Julio César Avanza, comenzarían a ser víctimas de asombrosos casos de sectarismo y autoritarismo intelectuales tan emblemáticos como José María Rosa, raleado de la Universidad por negarse a afiliar al Partido Peronista, o Leopoldo Marechal, debido a su irregular situación matrimonial, llegándose al desplazamiento y salida del país, aun contra la voluntad del presidente, del más notable de los ministros de Perón, el neurocirujano Santiago Carrillo. En tanto, el artífice de la constitución Arturo Sampay había debido escapar del país disfrazado de sacerdote católico.
Al igual que los arriba mencionados, Mercante guardó silencio y se recluyó en la actividad privada, rehusándose a hacer el caldo gordo a una contrarrevolución que mostraba los dientes y afilaba sus cuchillos.
Que la restauración conservadora no tendría lugar por vías pacíficas o electorales lo daría cuenta el resultado de la elección del vicepresidente que debía reemplazar al fallecido Hortensio Quijano: con un 63% de los votos resultaría electo para el cargo el melifluo y poco conocido Alberto Teisaire. Nadie podía imaginar cuántos votos habría sacado Perón de haberse presentado como candidato a vicepresidente de sí mismo.
Factor de unidad nacional
Si la expulsión de Mercante fue un símbolo de la declinación del gobierno peronista, no menos simbólico resultó el encumbramiento de un personaje tan sinuoso como Alberto Teisaire. Luego de producido el golpe de septiembre de 1955, Mercante, que no necesitaba darle tiempo al nuevo gobierno para reconocer su catadura y que no había ocupado cargo alguno en los tres años anteriores, salió del país buscando refugio en Uruguay, en tanto Teisaire se presentaba espontáneamente ante las nuevas autoridades para acusar a Perón de los mayores crímenes y abusos.
A diferencia de la actual, aquella sociedad argentina todavía conservaba cierta capacidad de repugnancia, y el súbito travestismo político de uno de los jerarcas del gobierno depuesto provocó la repulsa general. Alberto Teisaire se convirtió, sin quererlo, en un factor de unidad entre peronistas y antiperonistas, que no podían ponerse de acuerdo en nada, excepto en repudiar a tan ruin personaje.
Con el exilio de Perón, la anulación de la Constitución, el arrasamiento de las conquistas sociales, la persecución política y la prisión de miles de activistas, comenzó un lento proceso de resistencia y reconstrucción del movimiento peronista en el que tuvieron especial papel nuevos cuadros y activistas políticos y sindicales y, no casualmente, los viejos militantes desplazados por los muchos Teisaires que habían medrado y seguirían medrando entre los pliegues de un movimiento de tamaña envergadura.
Mientras los Teisares se travestían y las bases peronistas se “autoconvocaban” para la resistencia, recuperando el espíritu libertario de los primeros años del peronismo, tenían lugar varios intentos de dialogar con las nuevas autoridades –tal el encabezado desde la cárcel por el Presidente del Consejo Superior del Peronista Alejandro Leloir, rechazado por los sectores intransigentes y fulminantemente desautorizado por Perón–, o los esfuerzos por construir un peronismo sin Perón.
La culpa era de Perón
Junto a la convicción de que el “ciclo de Perón” había llegado a su fin, había general consenso entre los núcleos dirigentes en que las tendencias personalistas del conductor junto al desacierto que había mostrado en la elección de sus últimos colaboradores, por lo general reclutados entre los adulones, hacían necesaria la organización e institucionalidad del movimiento. Nacía así el “peronismo sin Perón”, representado en un primer ensayo por el ex canciller Juan Atilio Bramuglia (creador del partido Unión Popular), un neoperonismo que pronto se revelaría funcional, pero ya no a la institucionalización del peronismo, sino a la del régimen de la restauración conservadora.
Por su parte, por iniciativa de Francisco José Capelli, los antiguos militantes de Forja –que habían formado parte del círculo “mercantista” y habían sido expulsados durante las grotescas “purgas” de Teisaire–, sumamente críticos a lo que consideraban la megalomanía del ex presidente, planeaban la reorganización partidaria en base a la figura de Perón. Pero, en las brutales palabras del agobiado embajador Carlos Pascalli, a la sazón exiliado en Panamá, “evitando que su intervención revuelva el picadero de la inferioridad, repitiendo los errores anteriores”, para lo que proponía “usarlo con una envoltura de seguridad o caja de bloqueo formada por hombres bienintencionados, enérgicos y con antecedentes”.
Carlos Pascalli, exasperado tras una incómoda convivencia con el General en un pequeño departamento de dos ambientes, sin duda expresaba un extremo rayano en la demencia de ese sector que puso en marcha el llamado “Congreso Postal de Exiliados” a partir del cual se proponían institucionalizar un “peronismo con Perón”.
El General, que había optado por apoyarse en los sectores más intransigentes, bendijo el intento, pero a la vez se ocupó muy cuidadosamente de que no tuviera éxito. “No hay que olvidarse –explicó en una carta al comando de Santiago de Chile– que este es un juego de vivos en el que gana el que puede pasar por tonto, sin serlo”.
Más allá de su astucia y su innegable capacidad, la tremenda fortaleza de Perón para imponer su voluntad tanto sobre sus enemigos como sobre sus amigos, radicaba en su popularidad y la certeza de que la acción de gobierno de sus sucesores no haría más que acrecentar la estima de la suya en la memoria de los argentinos.
Mercante, por su parte, se mantendría en silencio y alejado de cualquier tejemaneje político, limitándose a prestar un último servicio a Perón, quien le pedirá, desde Caracas, que sondee la opinión de los dirigentes peronistas en relación a un eventual acuerdo electoral con Frondizi. Pero nunca más volvieron a verse, hasta esa lluviosa tarde de julio de 1974 en que un anciano Domingo Mercante se presentaba en el Hall de Honor del Congreso para despedir a su viejo amigo y compañero.
Siempre, en todo proceso, habrá personas de la integridad de Mercante, despreciables oportunistas como Teisare y líderes que, como Perón, más allá de sus errores, miserias y pequeñeces, harán de la lealtad a su pueblo una vocación y una conducta, granjeándose la gratitud y simpatía de los sectores populares.
En cualquier caso, en todos los tiempos se cuecen, se han cocido y se seguirán cociendo casi las mismas habas.